Sergio Pitol - El viaje
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Retrato de familia. I
Arrebatados cuan lejos, Marina, y cuan dispersos aun en el más íntimo pretexto. Donadores de signos, no más.
Rainer Maria Rilke
He pasado los últimos meses leyendo a Marina Tsvietáieva. Entre mis libros rusos tengo las ediciones de Moscú de 1979 y 1984, todas las traducciones al castellano, debidas a la pasión de Selma Ancira, las italianas prologadas por Serena Vitale, la poesía en francés y un amplio volumen de prosa en inglés con texto preliminar de Susan Sontag, así como las biografías de Anastasia Tsvietáieva, su hermana, Simón Karlinski y Veronique Lossky. Los fui adquiriendo desde hace varios años, y sin embargo había leído sólo a trozos, sin continuidad alguna. En tiempos del deshielo, el periodo que sucedió a la revelación de los crímenes de Stalin, su nombre se me hizo familiar. Ehrenburg en sus memorias resalta su importancia en la poesía rusa y se convierte en el abogado de su sombra, de las de Mándelstam y Babel, para reeditar sus obras y mostrarlas a una generación que nada sabía de su paso por la vida y del esplendor que introdujeron al idioma. Durante mi estancia en Moscú, estuve presente en infinitas reuniones donde siempre había alguien discutiendo hasta la madrugada los enigmas que su vida y la de su familia concitaban. Si fue o no cierto que en su fase final en Moscú, en sus años de proscrita, de apestada, se había encontrado con Anna Ajmátova, y si lo fue, qué sucedió en aquellas visitas, de qué hablaron, en qué tono, con qué resultados. Unos decían que en una larga caminata por los bosques, una tarde de invierno, envueltas en chales de lana, Ajmátova le recitó de memoria su Réquiem, mientras Marina movía los labios y las manos simulando estar conversando, o discutiendo de algo, para confundir a sus observadores de oficio. Otros sostenían que esas veladas no tuvieron ningún calor, que Ajmátova temía a Tsvietáieva, que conocía su temperamento destemplado, su arrogante imprudencia, de modo que en las dos únicas veces que se vieron, ella se mantuvo a la defensiva, la trató con educación, porque era una verdadera dama, y también con compasión por su tragedia, porque su corazón era inmenso, y así todos daban versiones diferentes siempre elogiosas de Ajmátova, una mujer adorada por todos, y juraban que provenían de personas absolutamente confiables: el médico de alguna de ellas, o una amiga de Anastasia, la hermana de Tsvietáieva, con quien compartía la casa, o un maestro que las conoció a ambas, y podían pasarse noches enteras en recorrer las listas de amores que se le conocieron a Tsvietáieva y lo calamitosa que podía ser en ese sentido, una peste, una ladilla, por la persecución a que sometía a jóvenes que la admiraban como escritora o por su personalidad irrepetible, por todo lo genuino que había en ella, pero que no podían ni querían responder a sus demandas ya que poseían una sexualidad diferente que los colocaba en situaciones imposibles. Y sobre ese tema podían extenderse hasta lo infinito porque algunos de mis amigos eran estudiantes de teatro y habían sido alumnos y de alguna manera también amigos de quienes fueron, medio siglo atrás, los efebos asediados por la libido desmedida de aquella intrépida amazona. Y si se hablaba de la familia Efrón, de Marina, de Serguéi el marido, de Ariadna, la hija que acababa de morir en aquellos días (cuando yo trabajaba en Moscú), de Mur, el hijo, era cosa de jamás acabar. Uno de los mayores enigmas que seguramente ya no lo ha de ser ahora, puesto que se pueden consultar los archivos de la KGB, es por qué, si Serguéi Efrón, el marido, era un agente importante del espionaje soviético, como algunos señalan, vivió siempre con su familia en una miseria que rozaba la mendicidad. Había yo leído poemas en antologías de la poesía rusa, algún relato y muchos artículos sobre ella. Por incitación de Selma Ancira comencé este año leyendo a la gran poetisa; me estrené con las pruebas de prensa de un libro de 1929 sobre la pintora Natalia Goncharova, que ella acababa de traducir, y he seguido leyéndola hasta hoy.
El siguiente libro en ese maratón de lectura fue Un espíritu prisionero, recién publicado por Galaxia Gutenberg, en Barcelona. El ensayo más relevante del libro es una espléndida semblanza de Andréi Bély, escrita en 1934, al enterarse de la muerte del célebre autor de Petersburgo. La escritura de Tsvietáieva en los años treinta alcanzó una distinción notable y su prosa fue absolutamente original; todo ensayo en su pluma se convierte en una búsqueda del propio ser y de su entorno, lo que, claro, no es novedoso, pero sí lo es el tratamiento formal, la segura y audaz estrategia narrativa. Ella inventa una construcción diferente del discurso. En su escritura de ese periodo, los treinta, siempre autobiográfica, todo se transforma en todo: lo minúsculo, lo jocoso, la digresión sobre el oficio, sobre lo visto, vivido y soñado, y lo cuenta con un ritmo inesperado no exento de delirio, de galope, que permite a la misma escritura convertirse en su propia estructura, en su razón de ser.
Un espíritu prisionero es el ejemplo perfecto de este tipo de ensayo que escribió en sus últimos años; consiste en la creación de una atmósfera, retratos incompletos, no le interesa hacer biografías, pocos datos, más bien tics, extravagancias, digresiones sobre la escritura, el entorno, fragmentos de conversaciones, un sentido del montaje tan efectivo como el de Eisenstein; nada parecería importante, pero todo es literatura. La relación de amistad entre Bély y Tsvietáieva fue breve, unos cuantos meses, dos o tres nada más, en el animado Berlín de 1922, mientras Marina espera a su marido al cual no ha visto en siete años, que deberá recogerla para irse a Praga donde él estudia filología en la Universidad Carolina. Bély le imploró conseguirle un cuarto cerca del suyo, porque Berlín lo deprimía, temía morirse, le traía a todas horas malos recuerdos, su esposa se había fugado con alguien impresentable, decía, lo había abandonado para siempre, y a Moscú no se atrevía a volver, pues antes de salir había quemado para siempre todas las naves, de modo que un regreso podría ser peligroso, fatal. Tsvietáieva consiguió la habitación, pero él no recibió su carta porque en su desesperación había regresado a Rusia, de donde jamás volvió a salir. Tsvietáieva se enfureció por ese paso en falso, sin suponer que ella haría lo mismo, en circunstancias peores y, desde luego, con resultados fatales.
Las ediciones de Tsvietáieva, así como sus biografías, están ilustradas con fotografías de la escritora y los demás dramatis personae que la rodean. Ver los rostros de los personajes de esta tragedia, a través de las circunstancias temporales, significa leer una escritura más profunda. La primera foto que aparece en Un espíritu prisionero es la que prefiero; se trata de una pareja elegante, con una armonía interior que ilumina las figuras y el paisaje. Los personajes están sentados en la hierba de un bosque posiblemente cercano a Moscú. Parece ser un otoño muy entrado o el inicio suave del invierno. Llevan abrigos fuertes, bufandas de lana y cabeza cubierta. En ese instante evidentemente son felices; eso se deja ver en cada milímetro de la foto, desde luego por estar juntos en aquel hermoso bosque, me imagino, y, sobre todo, por volverse a reunir en su país natal, que habían abandonado muchos años atrás. Son un padre y una hija: Serguéi y Ariadna Efrón, es decir el esposo y la hija de Marina Tsvietáieva. La fecha de la foto es 1937, cuando la hija decidió regresar a Moscú a trabajar en una agencia de prensa, y también el año en que llegó Efrón, meses después, huyendo de la policía francesa que consideraba podía estar inmiscuido en un crimen político. Ni una sombra de preocupación se advierte en el cuadro rebosante de felicidad que revela la fotografía: un puro idilio. Menos aún se podría vislumbrar la tragedia que se iba a cernir muy pronto sobre ellos. En los momentos de esa dicha, Marina Tsvietáieva y Mur, el hijo menor, permanecen en Francia en condiciones económicas desesperadas, sin amigos, sin techo, rodeados por una hostilidad general. Pasan dos años y al fin la familia se reúne en una aldea, a un paso de Moscú. Dos meses después, Ariadna es arrestada y posteriormente condenada a ocho años de trabajos forzados en Siberia; a los pocos días Serguéi Efrón sigue el mismo destino, pero su condena es más dura: la pena capital. El segmento filomarxista de la familia desaparece sorpresivamente, y no en espacio enemigo, sino en el supuestamente propio. En cambio a Marina, la aristócrata, la que ha escrito poemas elegiacos a las guardias blancas, la que proyecta un poemario en el que cantaría la grandeza de la familia del zar, la enemiga de los bolcheviques, no se le toca; pero queda desprotegida en Moscú, con atroces dificultades económicas, en un mundo de terror, donde varios de sus amigos cercanos han desaparecido, secuestrados también por la policía política. El príncipe Sviátopolk-Mirski, su amigo, el más sutil historiador de la literatura rusa, el primero que la elogió en el extranjero y con eso concitó hacia ella el odio tribal de los rusos de París, retornado también a la patria y convertido al marxismo, desapareció como su hija, su marido y su hermana Anastasia, cuyo apoyo daba por seguro. Algunos otros amigos corren peligro, les han requisado sus casas, no pueden ayudarla. Ella no lo entiende. Supone, como la totalidad de los rusos exiliados en París, que cualquier intelectual que no combatiera abiertamente al gobierno tiene poderes especiales en el interior. Llega la guerra mundial; los alemanes cruzan las fronteras soviéticas. El caos es inmenso. Marina y su hijo pasan de un cuartucho a otro en un Moscú cada vez más precario. Gueorgui, el querido Mur, a quien ha tratado toda la vida como una mera extensión de su cuerpo y de su espíritu, se rebela: la acusa de destruir a su padre y a su hermana debido a actitudes irreflexivas, falta de tacto y soberbia; de ese modo, seguramente dentro de poco acabarían con ellos. Es el golpe más fuerte. Aquel hijo envuelto siempre en papel celofán para no ser tocado ni por el aire le reprocha su poca intuición para sobrevivir, la hostiga, la hace responsable por hacer todo lo que no debía hacerse. En efecto no sobreviven, Tsvietáieva acaba por suicidarse en 1941 y Gueorgui es enviado como interno a una escuela para hijos de padres enemigos de la patria, luego se incorpora al ejército y marcha al frente, donde, por supuesto, sucumbe, parece que en 1944.
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