Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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Pero veo que te canso, Catalina, ya tu nieto estas historias le deben tener muy sin cuidado; qué quieres, a nosotras ya no nos pertenecen sino los recuerdos. Es tanto lo que uno ha visto, joven, y todo tan perverso, tan abrumadoramente triste, que tenemos que aireado a la menor oportunidad para no enloquecer, para que el corazón no nos reviente de pronto.

El día anterior a nuestro regreso a México, vagabundeando por las calles del pueblo, pasé frente a la casa de doña Carlota y se me ocurrió entrar a despedirme. Al poco rato la veía yo, divertido, ingeniársela para enhebrar el.hilo de su historia favorita:

– .Hacia 1910, San Rafael podía haberse erigido en un símbolo de paz y tranquilidad. La vida se deslizaba por cursos apacibles, sin angustias, sin sobresaltos de ninguna especie; las únicas penas las producían las defunciones, o el hecho de que la cosecha de café fuera pobre o no alcanzara un buen precio. No creo que usted, que seguramente ha aniquilado su juventud en un estúpido salón de cine, pueda hacerse cargo de la situación. Seguramente ha de parecerle tediosa e insípida la existencia que entonces cultivábamos, pero créalo, no necesitábamos más: paseos por el campo, tertulias en las casas, fines de semana en las haciendas de los alrededores; cuando nos visitaba una compañía dramática, San Rafael creía conocer la gloria; éramos tan aficionados a las tablas que hasta llegamos a patrocinar una que otra temporada de ópera. Era una vida tersa y armoniosa, y Amelia, la luciérnaga que imprimía luz a nuestros esparcimientos. Lo que más disfrutábamos eran las funciones de aficionados, no tanto por las representaciones sino por la diversión diaria que nos proporcionaban los ensayos. Durante las noches de verano su casa se mantenía animada por nuestro entusiasmo; después del ensayo se servía la cena y unas copas de aguardiente y de buen vino; a veces hasta se organizaba baile. Todo el mundo, actuara o no, acudía esas noches a su casa. Su abuela y yo aparecimos en los coros de La mascarada. ¡No sabe qué vestuario! Estaba aquí de vacaciones el licenciado Galván y comentó que nunca había visto un espectáculo de aficionados montado con tan buen gusto como aquella Mascarada que representamos un sábado de gloria en el teatro Díaz. Como le he dicho, las noches previas a la función tenían mucho encanto: en el salón grande, con Santitos Gaspar al piano, cantábamos los jóvenes; en la sala de junto los señores mayores jugaban a las cartas o al dominó y discutían sobre la situación política que empezaba a enturbiar los ánimos, mientras que, refugiadas en el comedor, las viejas no hacían sino comer a pasto y beber rompope y criticar a todo el mundo. No había hecho que en San Rafael pasara inadvertido por la torva mirada de aquella secta de momias; casi todas pasaban de los setenta: había nietas de los fundadores del pueblo. Aquellas once o doce ancianas conocían no sólo el más ligero desliz que alguna persona hubiera cometido, sino, lo que era muchísimo peor, podían predecir el futuro con impresionante certidumbre; por eso se les temía y respetaba como a vetustos e infalibles oráculos. Aquel grupo de viejas comenzó a esparcir el rumor de que ni Amelia ni Julián eran felices, que su matrimonio era un fracaso, que el hastío incubaba resentimientos entre ellos, a lo que todas respondíamos que era mentira, que su casa era la más alegre de la ciudad; pero cuando le expuse ese argumento a doña Victoria Fraga me respondió que eso era precisamente lo que la hacía sospechar que las cosas iban a acabar mal, pues si el matrimonio estuviera unido los cónyuges no necesitarían buscar oportunidades para no quedarse a solas, para estar aturdiéndose a toda hora, con gente, comidas, paseos y ensayos. "Acuérdate de mis palabras -añadió-, nuestra encantadora Amelia no tarda en dar un traspié." Quedé anonadada, pues, como le repito, cuando aquellas ancianas dirigidas exacerbadas por los malísimos humores de Victoria Fraga, se decidían a lanzar el anzuelo, era porque estaban seguras de la pesca. Y me dolió, porque yo, la verdad, en aquel entonces quería mucho a Amelia. Le dije a doña Victoria que esa vez se equivocaba, que le tenía mala voluntad por venir de la capital, por disfrutar de la vida. Era tal mi furia que me atreví a decide que hablaba de ese modo por envidia, ya que Amelia era joven y elegante y, sobre todo, porque se había casado con Julián a quien desde muchacho le había echado el ojo para casado con una de esas gurbias abominables que tenía por nietas. La escena me dejó muy lastimada y contrita, y las noches siguientes las dediqué a observar detenidamente al matrimonio. ¡Era verdad! Una cortina de hielo se les había interpuesto; procuraban mantener entre ellos la mayor distancia posible. Si riñeran, decía yo para mis adentros, si se reclamaran cara a cara de todo lo que se les está incubando, las cosas cambiarían. Pero nunca riñeron, y así les fue… Poco después del estreno de La mascarada fuimos a Xalapa a que operaran a Cosme y de ahí yo seguí con mi suegra en México con intención de pasar una temporada con Maruja, la menor de mis cuñadas, lo que ya no fue posible, pues a las pocas semanas la situación se volvió muy difícil: no se oía hablar sino de levantamientos y de que del norte bajaba la Revolución. Antes de que, cortaran los caminos decidimos volver a San Rafael, y no teníamos ni una semana de haber llegado cuando los rebeldes asaltaron la población. Julián Otero tuvo que salir, igual que varios otros señores de la localidad, entre ellos mi marido, a esconderse en los alrededores. Me parece que fue en un rancho a Matalarga donde pasó esos meses. Amelia se quedó sola con sus hijos Mamá, siempre al pendiente de todo, fue a ofrecerle nuestra casa; pensó que era peligroso que una mujer viviera, en días tan turbulentos, sin un hombre que velara por su seguridad; pero ella se, negó a aceptar todas las invitaciones que a ese respecto le hicieron. Era como si presintiera su llegada. Lo más posible es que ya estuviera enterada. Me acuerdo que al día siguiente de la toma de San Rafael fuimos a visitada, se mostró más bien alegre, voluble y excitada. Se ha de imaginar el sorpresón que nos llevamos cuando nos dijo que en México había tratado con algunos revolucionarios Y que no había por qué alarmarse, que, tan pronto como terminaran las escenas inevitables de violencia tendríamos la oportunidad de conocer una vida mejor. Salimos de allí con el ánimo muy perturbado. De repente nos enterábamos de que una a quien siempre habíamos considerado de las nuestras, pertenecía al bando que obligaba a nuestros maridos a vivir escondidos en algún rancho de mala muerte, disfrazados de peones, medrosos y humillados. A los pocos días de la rendición del pueblo llegó una nueva fracción del ejército; cerca de mil fulanos: muerte y destrucción era su sino: ejecuciones en las haciendas, en los caminos, en los solares mismos de las casas, saqueos, raptos, vejaciones. Nunca me cansaré de reprocharle a Cosme el que no hubiéramos salido entonces de San Rafael, como hizo su familia y tantas otras. ¡La de sufrimientos que nos hubiésemos ahorrado! Los rebeldes, apenas llegados, comenzaron a repartirse en las casas. Piénselo, joven, mil gentes más que hubo que alimentar. A casa de los Otero, por ser una de las mejores, llegó a hospedarse el alto mando: el general Rubio con sus ayudantes. Los recibimos a la fuerza, haciéndoles notar lo poco que nos complacía ser sus anfitriones. ¡Qué días! Nos hacían comer en la cocina, servirles la mesa, hacerles las camas; de mil y una objeciones fuimos objeto en esos días. ¡A Amelia, en cambio!

Rubio daba la impresión de ser un muchacho decente injertado en la bola; a leguas se le notaba la diferencia con la chusma que lo rodeaba. Desde el primer momento la trató con atenciones, No la obligó a cederle; pistola en mano, su casa, como lo hicieron con nosotros los matarifes que nos tocó alojar, sino que fue a solicitar albergue para él y sus hombres durante el tiempo que permanecieran en San Rafael; no vaya a creer que cedió de inmediato, por el contrario, la muy ladina replicó al general que estando su marido en la capital le parecía contrario al decoro alojar a un grupo de militares; el hombre no cejó, siguió insistiendo con aplomo hasta que Amelia no tuvo más remedio que dejados pasar. Ya en ese primer encuentro, si uno lo piensa bien, se podía descubrir algo anómalo, un tono de comedia bien ensayada en la solicitud y en las negativas, en las súplicas y en la aceptación final, un aire de galanteo, tanto que a mí me latió que Amelia y Rubio se conocían desde antes, desde sus tiempos de soltera en la capital. Pasaron varios días durante los cuales nadie se preocupó más que de salvar el pellejo y las pertenencias, lo que día a día se fue haciendo más problemático, pues en cada casa había por lo menos cinco matarifes que todo lo acechaban, todo lo veían, ¡malditos mil veces los muy hijos de perra!, y a todo el mundo trataban de comprometer. Durante esos primeros días, Amelia permaneció encerrada todo el tiempo. Como no podíamos recibir en nuestros hogares por estar constantemente vigilados, tomamos la costumbre de reunimos por la tarde en la alameda y tratar ahí nuestros asuntos, consolamos por nuestros cotidianos pesares, cambiar impresiones y ayudamos en todo lo posible. Amelia no asistía y cuando íbamos a buscarla pretextaba un terrible dolor de cabeza, reuma cerebral nos decía a las cándidas, pues ya sea en los pies, en los brazos o en el cerebro, siempre se ha refugiado en el reuma para evitar explicaciones. Creíamos que realmente estaba enferma y que sus dolores debían ser producidos por la zozobra que a una mujer sola le produciría tener alojada en su casa a una banda de forajidos. ¡Qué lejos estábamos de imaginar que el desagrado se lo causaban nuestras visitas y que en aquel cabecilla tenía para su consumo un hombre de placer! Tampoco hay que juzgarla del todo peor, muchachito: el general no era un cualquiera; no era, ¡ay, no!, como aquellos indios cerreros que vivían en esta casa. Rubio era un señor. Con decirle, que anciana como soy y pudiendo, por lo mismo, ver las cosas en perspectiva y no espantarme de nada, creo que yo y mis hermanas, y las Mendoza, y las muchachas García Rebolledo y todas, aunque no nos lo confesáramos ni a nosotras mismas, andábamos de cabeza por él; si una noche hubiera llegado a mi casa para decirme: "Ándele, güera, vaya empacando sus trapos que ahí afuera nos espera el caballo para jalar al monte, ándele, ándele", o cualquier ordinariez por el estilo, me habría ido con él, con todo y el respeto que guardé siempre a mis padres, y el que le he tenido a Cosme, y el que he guardado toda la vida a mi honra y buen nombre, me habría ido con él, habría sido su soldadera, su puerca, su escopeta, y aunque a los pocos días me hubiera abandonado me habría sentido colmada, porque era un ángel, un sol, Una profundidad, un demonio; nunca vi, ni antes ni después, otro hombre que se le pareciera; era un ángel con cara de Caín. Lo odiábamos por lo que representaba, pero no podíamos dejar de advertir que sus ojos eran los de un iluminado. A las pocas semanas no se preocupaban en tener el menor recato; hacían frecuentes paseos, por lo general al campo; no nos cansábamos de admirar su frescura y desvergüenza cuando los encontrábamos caminando parias alrededores. Las cosas llegaron a tal extremo de impudicia que doña Victoria Fraga, asistida por el consenso público, fue a hablarle y a exigirle que modificaran su conducta. Amelia no se inmutó; salió con la nueva de que el general Rubio y ella eran amigos de infancia, que hasta los unía un lejano parentesco -se parecían, eso es cierto, se parecían muchísimo- y que por lo tanto no tenía que moderar ninguna conducta; sus actos eran los de una vieja amiga, prima además, y que como el general se encontraba desamparado, así dijo, ¿lo puede usted creer?, ¡desamparado!, en un pueblo tan oscuro y de gente tan aburrida, se sentía en la obligación de hacerle lo más grata que fuera posible su estancia. Doña Victoria le respondió que se alegraba muchísimo, que perdonara su error, y ya que el general era su primo Julián no tendría problemas para volver a casa. Amelia la dejó casi con la palabra en la boca, comenzó a quejarse de su bendito reuma y de los dolores que le ocasionaba, y lo necesario que le era el reposo. No obstante que la época nos había acostumbrado a que cualquier cosa nueva tenía por fuerza que ser terrible, nadie se esperaba un desenlace tan estrambótico y siniestro. Cuando Madero llegó a la presidencia, Rubio fue nombrado jefe militar de la zona; luego, la verdad es que no me explico qué ocurrió, estos rebeldes y los maderistas entraron en pugna, no lo sé bien, no me interesa, lo cierto es que se hizo público que Rubio había sido desconocido en su cargo y que las fuerzas gubernamentales tomarían la población Otra vez la zozobra, otra vez el miedo al imaginar que nuestras calles, nuestras casas, serían el escenario en que habían de desarrollarse los combates, hasta que nos enteramos que Rubio no opondría resistencia a las tropas del gobierno, que evacuaría San Rafael por la paz. Se decía que Amelia saldría con él, que dejaría para siempre casa, marido e hijos. Y así fue. La madrugada en que salió la tropa, la Otero abandonó San Rafael. Pero a los tres días, para nuestro asombro, regresaron ambos; a llevarse algo, pensamos, seguramente dinero, o las joyas de Amelia, o a volver a ver a los niños. Fue un anochecer. Dejaron los caballos en la alameda, caminaron a lo largo de la calle mayor, iban como perturbados, como ebrios, uno aliado del otro sin siquiera tomarse la mano. Todos pudimos verlos; las calles bullían de gente que comentaba la situación en que nos encontrábamos; se iban unos, pero estaban otros por llegar cuya crueldad nadie conocía. Amelia y Rubio caminaron sin vemos, sin reconocemos, agobiados, hasta llegar al parque donde él se desplomó en una banca, como si ya no pudiera más, pero ¿por qué?, ¿qué había pasado? Ni en el cine he visto una escena como aquélla: Rubio sentado en la banca con la cara entre las manos, ella, de pie, demacrada, martirizada, perdida. Unos minutos después lo tomó de la mano como a un niño, como a un hermano pequeño, y siguieron caminando hasta llegar a su casa. En esos momentos no estaba sine Concha; ella es la única que podría dar un testimonió veraz de la tragedia, aunque como le he dicho, joven, jamás se le ha podido sacar una palabra; es terca como una mula y no sabe sino responder que no oyó ni vio ni supo nada; que lo que allí pasó a ella no le importa, ni a nadie. Cuando se oyeron los disparos nadie les dio importancia, en aquel entonces los balazos eran el pan nuestro de cada día. A la mañana siguiente, Concha salió a comprar el ataúd. Todo el mundo estaba consternado y sin saber a ciencia cierta cómo proceder, pues hasta que no negaran los destacamentos maderistas pasamos por momentos rarísimos, sin autoridades, sin tribunales, sin gendarmería siquiera, así que lo único que nos cupo fue dejamos invadir por el horror y esperar las aclaraciones que jamás se nos dieron. Esa misma tarde, sin autopsia, sin que nadie tratara de impedido, el general Rubio fue sepultado. A las toscas manos de Concha correspondió el honor de echar el último puñado de tierra al hombre que convirtió a nuestra Amelia en una adúltera y una criminal. No salió, de su casa sino hasta muchos días después, cuando las nuevas autoridades ordenaron su aprehensión. Para nuestra desdicha no pudimos sacar nada en claro. El proceso fue secretísimo y parece que nada quedó apuntado. El licenciado Bustamante, que venía con los maderistas, le dijo un día a mi cuñado Laureano que aquél era el caso más interesante que había juzgado en su vida.

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