Blumfeld, un solterón y otros cuentos
Blumfeld, un solterón y otros cuentos (1915) Franz Kafka
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
edicion@editorialco.com
Edición: Enero 2022
Imagen de portada: Rawpixel
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Blumfeld, un solterón, subía a su aposento, lo cual se le hacía fatigoso, pues vivía en el sexto piso. Al subir iba pensando, como en días anteriores, que su vida, absurdamente solitaria, era muy molesta. Para llegar arriba, a su vacío cuarto, debía subir, con íntimo convencimiento, aquellos seis pisos. AlIí, otra vez con el mismo convencimiento, se ponía la bata, encendía la pipa, y, mientras saboreaba un licor de cerezas preparado por él mismo, leía algo en la revista francesa a la cual estaba suscrito desde hacia años. Finalmente, al cabo de una media hora, se metía en la cama, no sin antes haber tenido que tender íntegramente el lecho, pues la criada, rebelde a toda indicación, siempre lo arreglaba según su propio humor. Cualquier acompañante, cualquier espectador de aquellas labores hubiese sido bienvenido a los ojos de Blumfeld. Ya había reflexionado sobre la utilidad de procurarse un perrito, animal este alegre y, sobre todo, agradecido y fiel. Un colega de Blumfeld es dueño de uno así, que no se apega a nadie, con la excepción de su amo, a quien recibe con fuertes ladridos, cuando no lo ha visto durante algún tiempo. Evidentemente, quiere expresar su alegría por haber encontrando, otra vez, a ese extraordinario benefactor que es su señor. Ahora bien, un perro tiene sus desventajas, pues, aunque se le mantenga muy limpio, ensucia la habitación. Eso resulta imposible de evitar ya que no se le puede bañar con agua caliente cada vez que se le hace entrar en el cuarto, lo que, por supuesto, le dañaría la salud. Ahora bien, Blumfeld no admite la suciedad en su vivienda, la limpieza es algo indispensable para él, y varias veces a la semana sostiene disputas sobre este asunto, con la, por desgracia, no muy cuidadosa sirvienta. Como ella es dura de oído, casi siempre la arrastra de un brazo hacia los lugares de la habitación en los que hay algo de polvo. Gracias a tal severidad ha conseguido que en la habitación el orden sea más o menos como él desea. Con la llegada de un perro, él mismo introduciría en su cuarto la suciedad que hasta ahora ha combatido con tanto celo. Aparecerían las pulgas, eternas compañeras del perro. Pero si allí las hubiera, tampoco estaría lejos el momento en que Blumfeld dejaría al perro su confortable cuarto para buscar otra habitación. La falta de limpieza era sólo uno entre los tantos inconvenientes de los perros. Estos padecen con enfermedades no entendidas por nadie. El animal se hace un ovillo en un rincón, o anda renqueando, gime, tose, se sofoca de dolor, se lo envuelve en una manta, se le silba alguna cosa, se le acerca algo de leche, es decir, se le cuida, creyendo que su mal es pasajero. Sin embargo, pudiera ser una enfermedad seria, repugnante y contagiosa. Incluso, si tuviera buena salud, alguna vez tendrá que envejecer y, si no se ha tomado la decisión de deshacerse oportunamente de él, llegará el momento en que la propia edad nos contemplará a través de los ojos lacrimosos del perro. Entonces nos atormentaremos por este animal semi ciego, de lastimosos pulmones y tan gordo que apenas puede moverse. De esa manera, las alegrías que nos dio las pagaremos caras. Aunque a Blumfeld mucho le gustaría tener ahora un perro, prefiere seguir subiendo, en solitario, la escalera por treinta años más, para, después, no ser molestado por un perro que, resoplando más fuertemente aun que él mismo, iría a su lado arrastrándose por los escaIones.
Blumfeld se quedará solo, sin imitar los caprichos de una vieja solterona que quiere tener a su lado a algún ser dependiente de ella, al cual servirá siempre, protegiéndole y dándole cariño, aunque para eso sólo son necesarios un gato, un canario y aun peces de colores. Y si tal cosa fuera imposible, hasta flores en la ventana serán suficientes para ella. Blumfeld, no. El sólo desea un acompañante, un animal del cual no deba ocuparse mucho, al que, de vez en cuando, pueda darle un puntapié sin dañarle, capaz de dormir en la calle, si fuera necesario, y que, al ser llamado por Blumfeld se ponga enseguida a su disposición, ladrando, saltando y lamiéndole las manos. Algo por el estilo quiere Blumfeld, pero al comprender que su deseo le causará algunos problemas, desiste. Sin embargo, algunas veces, como por ejemplo esa noche, su propio carácter le hacer volver a los mismos pensamientos.
Ya arriba, delante de la puerta de su cuarto, al sacar la llave del bolsillo, un rumor que viene de su habitación le llama la atención. Un rumor particular, semejante a un tableteo, intensísimo y cadencioso. A Blumfeld que ha estado pensando en perros, le recuerda el rumor de patas que golpean alternativamente en el suelo. Pero no, no son patas, ellas no producen tableteo. Aprisa abre la puerta y enciende la luz. No está preparado para lo que contemplan sus ojos. Es como brujería, dos pelotillas de celuloide, pequeñas, blancas, con rayas azules, saltan sobre el suelo una al lado de la otra, y cuando una cae la otra se levanta, e incansablemente continúan en su juego. Una vez, en la escuela, durante un conocido experimento de electricidad, él vio saltar, de la misma manera, unas bolitas pequeñas; sin embargo, éstas son, proporcionalmente, más grandes, saltan libremente, y ahora no se está efectuando ningún experimento. Para observarlas mejor, Blumfeld se inclina hacia ellas. Sin duda, son pelotas corrientes, que guardan otras pelotas menores en su interior que producen el ruido de tableteo. Hace un gesto de agarrar algo en el aire, para comprobar si no penden de algún hilo, pero no, se mueven de manera totalmente independiente. Por desgracia, Blumfeld no es un niño pequeño, pues dos pelotas así le hubiesen dado una alegre sorpresa, pero éstas le provocan una impresión más bien desagradable. Algo de valor se debe tener para mantener oculta su vida de soltero y pasar inadvertido, y, ahora, de repente, alguien, no importa quién, ha desgarrado esa vida secreta, con el envío de las dos extrañas pelotas. Quiere apoderarse de una, pero ellas retroceden y lo atraen tras de sí, hacia el interior de la habitación. Es muy tonto ir así, a la caza de ellas", se dice; se detiene, las sigue con la vista, viendo cómo las pelotillas, que, por lo visto, entienden que la persecución ha concluido, también se mantienen en el mismo sitio. Intentaré tomarlas, vuelve a pensar él, y corre hacia ellas. Enseguida, ambas huyen pero, Blumfeld, separando las piernas, las acorrala y en un rincón de la habitación, junto al baúl que allí se encuentra, consigue atrapar una. Es pequeña y fría, y, ansiosa por escapar, se mueve en su mano. La otra, al ver lo que sucede con su compañera salta mucho más alto que antes y prolonga los saltos hasta tocarle la mano. La golpea y salta más arriba. Por lo visto, intenta alcanzar la cara de Blumfeld que también podría apoderarse de ella y encerrar, a las dos, en alguna parte. Por el momento, le parece demasiado absurdo tomar tales medidas contra dos pelotillas. Mirándolo bien, no dejar de tener gracia el poseer dos pelotillas como éstas, que pronto se cansarán y, al rodar bajo un armario, lo dejarán en paz. A pesar de tales reflexiones, Blumfeld, con un cierto enfado, lanza la pelota contra el suelo y resulta milagroso que Ia débil y casi transparente envoltura de celuloide no se rompa. Al instante, las pelotas repiten los saltos a ras de tierra, mutuamente combinados.
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