Franz Kafka - Blumfeld, un solterón y otros cuentos

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Blumfeld, un solterón y otros cuentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Selección de cuentos que Franz Kafka escribió en diferentes etapas. Una propuesta de lectura sería: hay que llegar a esta obra sin prejuicios, zambullirse en ese mundo con la mayor inocencia, aceptar que se trata de un universo singular, distinto, con reglas propias; un ámbito paralelo donde lo más ilógico tiene lógica, donde lo onírico se mezcla con lo real, lo fantástico con lo cotidiano; todo dentro de un orden preciso.

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—Ahora tendré aquí estos tambores toda la noche —dice Blumfeld mientras se muerde los labios y agacha la cabeza.

Se siente triste, aunque, en realidad, no sabe cómo las pelotillas podrían causarle daño durante la noche. Su sueño es espléndido y enseguida alejará el leve rumor. Para su total seguridad, desplaza hacia las pelotillas, de acuerdo con la experiencia adquirida, dos alfombras. Tal parece que tuviese un perrito al que quisiera acomodar mullidamente. Mientras tanto, los brincos de las pelotillas se han vuelto más lentos y más bajos que antes, como si estuvieran cansadas o soñolienta. Blumfeld se hinca ante la cama, con la lámpara la alumbra por debajo, y le parece que las pelotillas se quedarán para siempre sobre las alfombras, pues caen débil y lentamente y corren sólo un poco más. Sin embargo, después, y cumpliendo con su deber, se vuelven a alzar. Ahora bien, es probable que al asomarse Blumfeld bajo la cama, temprano en la mañana, encuentre dos silenciosas e inofensivas pelotas de niños.

Por lo visto, ellas no pueden continuar con sus brincos, ni siquiera hasta la mañana, pues cuando Blumfeld se mete en cama deja de oírlas. Tratando de escuchar algo, se inclina fuera de la cama, pero no oye ningún sonido. El efecto amortiguador provocado por las alfombras no puede ser tan fuerte, y la única explicación es que las pelotas han dejado de brincar o bien no pueden separarse del todo de las mullidas alfombras y, por el momento, han suspendido los brincos. Quizá, y eso es lo más verosímil, no salten nunca más. Blumfeld podría levantarse y mirar lo que en realidad ocurre, pero satisfecho de que, por fin, reine la tranquilidad, prefiere quedarse acostado, sin rozar siquiera con la mirada las pelotillas, ahora quietas, y gustoso renuncia incluso a fumar. Entonces, se vuelve de lado y se duerme de inmediato.

Pero no se tranquiliza. Como de costumbre, aunque su descanso está libre de sueños, es muy inquieto. Varias veces se despierta bruscamente con la impresión de que alguien llama a la puerta. Desde luego, sabe que nadie llama, pues ¿quién va a llamar durante la noche a un solterón solitario? No tiene duda, pero se incorpora, una y otra vez, y por un instante, la boca abierta, los ojos dilatados, en tensión, mira hacia la puerta, y los mechones de su cabello se sacuden sobre su frente húmeda. Despierta, cuenta, olvida las enormes cifras que resultan y vuelve a sumirse en el sueño. Cree saber de dónde viene el golpetear; no es en la puerta, sino en otro lugar muy distinto. Sin embargo, en la confusión del sueño no logra definir estas suposiciones. Lo único que sabe es que múltiples golpes, pequeños y repulsivos, se entremezclan antes de producir, ellos mismos, un golpe grande y fuerte. Él aceptaría toda la repulsión de los golpecitos si pudiera evitar el otro golpeteo, pero, por alguna razón, es demasiado tarde, no puede hacer nada, no tiene fuerzas ni palabras, su boca se abre sólo para emitir un bostezo mudo y, furioso por eso, esconde el rostro en Ias almohadas. Así pasa la noche.

Por la mañana, la sirvienta lo despierta con un suave golpeteo, que él recibe con un suspiro de alivio. Siempre se ha quejado de ese sonido inaudible y está a punto de exclamar"!Adelante!",cuando escucha un golpeteo, débil, pero vivaz y formalmente belicoso, producido por las pelotillas bajo la cama. ¿Se habrán despertado, y, contrariamente a lo que le pasa a él, se habrán fortalecido durante la noche?

—¡Enseguida! —le grita Blumfeld a la sirvienta.

Sale de la cama con precaución para asegurarse de tener detrás de él a las pelotillas. Se echa al suelo, siempre volviéndoles la espalda, torciendo la cabeza, las mira, y está a punto de echar una maldición. Igual que niños que durante la noche apartan las incómodas mantas, las pelotillas, al parecer con pequeñas y continúas sacudidas nocturnas, han corrido las alfombras tan lejos bajo la cama que ahora el piso debajo de ellas se halla otra vez desnudo y pueden hacer ruido.

—De nuevo a las alfombras —exclama Blumfeld enojado, y cuando las pelotillas, gracias a las alfombras, vuelven al silencio, permite entrar a la sirvienta.

Ésta, una mujer gorda y tonta, siempre rígidamente erguida, sirve el desayuno y hace dos o tres movimientos necesarios. Blumfeld se encuentra de pie, inmóvil, en su bata de dormir, junto a la cama, para retener, allá abajo, a las pelotillas y mientras vigila a la sirvienta para saber si nota algo. Dada la dureza del oído de ella, eso es muy poco probable. A Blumfeld le parece que la mujer se detiene aquí y allá, se apoya en algún mueble y, arqueando las cejas, escucha, pero esa suposición la atribuye a su propia alteración, producida por la mala noche. El se daría por satisfecho si pudiese lograr que ella hiciera su labor algo más aprisa, pero la mujer se mueve con más lentitud que la habitual. Con calma, toma los trajes y zapatos de Blumfeld, los lleva al pasillo y desaparece por un buen rato. Los golpes con que hace la limpieza de la ropa resuenan monocordes y durante todo ese tiempo, Blumfeld debe permanecer en la cama. No puede moverse si no quiere arrastrar tras de sí a las pelotillas, y tiene que permitir que el café, que tanto le gusta caliente, se enfrié. Sólo puede mirar fijamente la cortina de la ventana, más allá de la cual asoma oscuramente el día. Por fin, la sirvienta acaba y se despide. Va a salir, pero aún permanece de pie en la puerta, casi sin mover los labios, y mira detenidamente a su patrón. Blumfeld quisiera retenerla para hablarle, pero ella se retira y él desea abrir la puerta de un tirón y gritarle que es una mujer tonta, vieja y estúpida. Sin embargo, al pensar mejor lo que puede reprocharle, sólo encuentra el hecho de que, sin duda, ella no advirtió nada y, sin embargo, quiso dar la impresión de haber notado algo. ¡Cuánta confusión en sus ideas, y sólo por una mala noche! El que haya dormido mal no explica que anoche se hubiese apartado de sus costumbres, no fumase ni bebiese licor. "Yo", se dice en sus reflexiones finales,"no fumo, ni bebo licor, pero duermo mal". En adelante, velará mejor por su bienestar, y para llevar a la práctica su propósito toma del botiquín casero, sobre la mesa de noche, un poco de algodón, hace con él dos bolitas y se las coloca en los oídos. Enseguida se levanta y prueba a dar un paso. Las pelotillas lo siguen, sí, pero él casi no las oye y con un poco más del algodón las vuelve completamente inaudibles. BIumfeld da unos pasos más, y todo marcha sin ninguna molestia especial. Cada cual en lo suyo. Blumfeld y las pelotillas se hallan ligados entre sí, pero no se molestan. Sólo una vez, al volverse Blumfeld con más rapidez, una pelotilla no puede efectuar, con la presteza necesaria, su movimiento correspondiente y él la golpea con la rodilla. No hay otro incidente. Blumfeld bebe con tranquilidad su café, y, como si no hubiese dormido en toda la noche y hubiese recorrido un largo camino, siente hambre. Después de lavarse con agua fría, sumamente refrescante, se viste. No es necesario que las pelotillas sean vistas por ojos extraños, y por el momento, él no ha descorrido las cortinas, y se ha mantenido en la penumbra. Pero ya a punto de marcharse, comprende que debe hacer algo con ellas, porque, aunque él no cree que se atreviesen, pudieran seguirlo también por la calle. Le llega una buena idea y, abriendo un gran armario se pone de espaldas a él. Sin embargo, las pelotillas, como si adivinasen lo que se planea, evitan entrar y, aprovechando cada resquicio libre entre Blumfeld y el ropero y ya sin otra salida, saltan dentro del mueble, pero enseguida escapan de la oscuridad y de ninguna manera van más allá del borde del armario, y se mantienen casi junto a Blumfeld, con lo cual infringen su deber. De nada les servirán sus pequeñas tretas porque el propio Blumfeld entra de espaldas en el armario y ellas se ven obligadas a obedecer. Con eso se decide su suerte, pues sobre el suelo del mueble hay objetos pequeños de varios tipos, desde botines y cajas hasta maletines, todos muy ordenados (algo que BIumfeld lamenta) que impiden su movimiento. Blumfeld cierra casi por completo la puerta del ropero, da un gran salto, como nunca en muchos años, sale y echa la llave, con lo cual las pelotillas quedan atrapadas.

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