Sergio Pitol - Cuentos
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Su imagen persistió en mí durante una temporada que ahora imagino bastante larga, aunque con dolor tuve que ir comprobando que la imagen se hacía cada día más endeble, que mansamente se le diluían los rasgos. El tiempo, que no es otra cosa que un flujo zigzagueante de olvidos y recuerdos, anula, en definitiva, la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. Senda urgencia de volver a verla para escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir. La noche en que apareció, después de trazar un gracioso rodeo alrededor de un sillón, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspirara, las cerró nuevamente con un dejo de agraviada tristeza. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante días y días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba con dureza el haber podido imaginar que aquel gracioso animalillo tuviese intenciones de devorarme. Si su mirada era amable, tierna, suplicante, y su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre, para la caricia y el juego.
Nuevas e ineludibles horas vinieron a sustituir a aquéllas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solamente llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar ya con precisión la causa que los originara. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el difícil manejo de los colores y las líneas.
Triviales, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer, en que sorpresivamente, como en aquel sueño infantil y bárbaro, volví a escuchar el ruido de un objeto que caía en la habitación contigua. Lo irracional que cabalga siempre dentro de nosotros, adquiere en determinados momentos un galope tan enloquecido y aterrador, que cobardemente apelamos (llamándole razón) a ese solemne conjunto de normas con que intentamos reglamentar la existencia, a esos vacuos convencionalismos y autoengaños con que se pretende detener el vuelo de nuestras intuiciones y vivencias más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional, arguyendo que el ruido lo habría producido la entrada de un gato que a menudo entraba a dar cuenta de los desperdicios de la cocina. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a dormir para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, sus pasos. Frente al lecho, contemplándome entre divertida y melancólica estaba ella. Recordé en el sueño la visión anterior, los años transcurridos habían logrado modificar únicamente el marco. Ya no existían los muebles pesados de nogal, ni el soberbio candil de bronce que por un privilegio especial mi abuela había hecho colocar sobre mi cama, ni el gigantesco ropero adosado a la pared; sólo mi expectación y la pantera permanecían inmutables, cual si entre ambas noches hubiesen transcurrido solamente unos breves segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado esperé su mensaje.
Ninguna prisa atenazaba al animal. Con paso lento, lánguido y artero se paseó frente a mí describiendo pequeños círculos; luego con salto certero alcanzó la chimenea, removió las cenizas y volvió al centro de la habitación; me observó fijamente, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo lo que pudiera decir sobre la felicidad descubierta en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi destino se rebelaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura divinidad. El sentimiento de exultación y júbilo alcanzó un grado de intolerable intensidad. Imposible encontrarle parangón. Nada, ni siquiera alguno de esos efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos, paradójicamente, la eternidad, me produjo el efecto logrado por su voz.
La emoción, al hacerme despertar, desterró la visión; no obstante permanecían vivas aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una media cuartilla hallada en el escritorio.
Al volver a la cama caí en un profundo sueño, del que no se alejaba la conciencia de que el enigma quedaba descifrado, que los obstáculos que de mis días habían hecho un tiempo sin horizontes se derrumbaban vencidos.
Sonó el despertador. Con infinita ternura contemplé la hoja blanca en que se vislumbraban aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas de inmediato hubiera sido el recurso más fácil. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y nerviosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.
Veinte años tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede ser gratuito. La solemnidad de ese sueño no debe atribuirse a un simple desperfecto funcional. No, había algo en su mirada, sobre todo en su voz, que hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la representación de una fuerza y de una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y sin embargo, con estupor y desolada vergüenza, debo confesar que las palabras anotadas eran apenas una mera enumeración de sustantivos triviales y anodinos, que asociados no hacían sentido alguno. Por un momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles combinaciones filosóficas. Nada logré poner en claro.
El revelárseme que los signos ocultos están inficionados de la misma torpeza, del mismo caos, de la misma desgana, que padecen los hechos visibles, lejos de abatir mis esperanzas ha acabado por fundamentarlas.
Sé que una noche volverá la pantera. Tal vez tarde en hacerlo otros veinte años. Entonces hablaremos de esas palabras que ya nunca podré olvidar, y juntos, ella y yo, trataremos de aclararlas y hallarles su sentido. Tal vez no viniera, como yo imaginé, a descifrar mi destino, sino a implorar un auxilio para desentrañar el suyo.
México, mayo de 1960
Hora de Nápoles
El sol cae a plomo. Un calor africano fustiga la ciudad a despecho del invierno que en esos mismos días, en esos instantes precisos, se encarniza con el resto del país. La gente se arracima junto a los barandales del muelle; permanece inmóvil durante un tiempo que en virtud de la tensión imperante se hace elástico, larguísimo, infinito. Las familias y amigos de los que parten, pequeños grupos aislados al comienzo, forman ya una multitud cerrada. Durante horas no hacen sino mirar fija e intensamente en dirección al barco. Nadie habla; de vez en vez alguna anciana extrae del pecho un pañuelo oscuro y lo agita con desganada tristeza, consciente de la inutilidad del gesto. Hemos embarcado a las once de la mañana; van a dar ahora las cuatro y ellos continúan ahí, calcinados por el sol, petrificados. De ninguna manera es menor la intensidad con que los de cubierta contemplan a sus deudos. Hay una especie de muro invisible que separa a ambos grupos. Un sentimiento general de expectación desgarra el aire, vuela, se arremolina, choca con el muro, y sus astillas, sus gajos, vuelven a añadir, si aun ello es posible, una nueva carga de electricidad en los nervios tensos de los presentes. Todo lo que uno ha oído decir sobre el dramatismo del sur se plasma y magnifica en estas soberbias horas de Nápoles. Han venido los padres, los abuelos; viejas tías en pétreos villorrios calabreses, madres de La Puglie, familias enteras de Nápoles y sus alrededores a despedir a los emigrantes. (Una niña de brazos suelta una carcajada y se calla llena de vergüenza; ha sonado su risa como un sacrilegio, como un golpe de moneda falsa.) Los ojos son los únicos órganos que parecen, tras su aparente estatismo, mantener aún la vida; vítreos, inmóviles; los anima, sin embargo, un afán desesperado, enloquecido, de detener durante esos últimos momentos la imagen del que parte, del que horas más tarde comenzará a ser sólo recuerdo. A juzgar por ese único sector del puerto, Nápoles ha muerto. De golpe se escucha la sirena; un pitido largo; inmediatamente después otro más breve. Suenan clarísimas las cuatro de la tarde y la nave comienza a ponerse en movimiento; ese movimiento grave que es apenas un recoger de cadenas, un girar de hélices. Las horas anteriores existieron sólo para desembocar en ese instante. Una mujer lanza un grito aislado y la multitud le responde con un rugido único, desgarrador e impetuoso. Se alcanza un paroxismo de dolor que estremece hasta al testigo más frío. Las madres se retuercen, corren con los brazos en alto, se desploman bañadas en lágrimas. De entre el rauco vocerío descuellan algunos gritos:
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