Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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Se ha nutrido siempre de palabras. Voces que en otra época parecían descifrarle los enigmas del Universo. Voces y, sobre todo, ecos de voces. Largas conversaciones de las que a la mañana siguiente, o bien en el mismo momento de su enunciación, no quedaba sino una miasma brumosa de sonidos sin el menor sentido. En una ocasión discutió toda una noche sobre Serenus , el de Thomas Mann. Le pareció oír frases reveladoras, verdaderas iluminaciones sobre tal personaje y el libro en que figuraba, pero al llegar a su casa y tratar de reproducir la conversación no pudo esbozar sino una serie de lugares comunes sobre la dramática grisura del buen Serenus . Recuerda, en cambio, momentos aislados de ese incesante zigzag entre la simetría y su negación que es el camino que ha tomado su vida. Frases, tonos de voz, gestos y ademanes que acompañaron tales o cuales discursos cuyo contenido se le escapa. Insiste en el fin de la obsesión por conocer las circunstancias de la muerte de su padre.

Una noche, después de haber abandonado en grupo una exposición, una voz que para entonces conocía ya muy bien comenzó a producirse, creándole un peso embarazoso. Dijo que acababa de releer Lord Jim . Ambas hermanas, explica, ejercitaban, más que la conversación, el monólogo.

¡Celeste!

– Todo el tiempo pensé en ti, Ricarduccio, porque allí uno de los temas centrales es el de la orfandad. Sin él, el otro, el de la culpa y su expiación final, carecería de gravedad. Al negarse a ver al buen párroco que fue su padre, Jim va buscando, encontrando y perdiendo a toda una serie de padres potenciales en el archipiélago malayo. ¿Qué son, si no, sus relaciones con esos viejos solitarios que encuentran en Jim al hijo que él entrañablemente desea ser? ¿Qué, entonces, su amistad con Marlow? -de manera que Celeste había sabido, y quizás todos lo sabían desde un principio, que andaba en busca de su padre, que la ficción del tío lejano no había sido de ninguna manera convincente-. El tema está disperso en todo Conrad; en Victoria , por ejemplo, es abrumador. En Bajo las miradas de Occidente , Razumov sabe quién es su padre, lo ha visto, ha hablado con él, pero jamás se atreve a presentársele en calidad de hijo. Si mal no recuerdo, en alguna parte de la novela dice que su verdadero padre es la Patria -luego concluyó, dirigiéndose a los demás, con voz como velada por el pesar-. Nuestro Ricardo no se conforma con aceptar a la Patria como única progenitora y anda en busca del padre que perdió en la infancia.

Sí, tal era Celeste, la del piso superior.

La memoria, no obstante su reciente profesión de olvido, se le colma de largas tiradas; referencias literarias en el caso de Celeste; musicales en el de Lorenza, entreveradas con silencios muy plenos, muy ricos.

¿Todo muy chejoviano?

Efectivamente; algo de Chéjov había en ellas, pero no la bondad. Largos recitativos, recapitulaciones sobre el pasado de cada una, movimientos muy lentos en el sector de Lorenza, escasa luz, flores que ya en el momento de ser colocadas en los jarrones parecían palidecer y tibiamente contraerse, e irrealizables proyectos de victoria. Las palabras en la villa de la rue Ranelagh parecían significar siempre algo distinto. No, en el fondo nada había de chejoviano; aquellas fieras desconocían la piedad.

¡Tal, Lorenza!

– ¿Sabe usted, Ricardo, por qué Don Giovanni resulta siempre en escena una obra tan poco convincente? ¿Acaso no ha advertido que cada representación desprende un regusto a cenizas, ahonda en vez de llenar un vacío? La razón es muy simple: Mozart concibe el personaje desde el punto de vista musical como a un don nadie, mientras que directores, cantantes y empresarios se empeñan en convertirlo en un superhombre. Don Juan es el único personaje de la ópera que no tiene melodía propia, repite sólo las de los demás, adopta tonos, simula, carece de voz personal. Cuando don Juan canta, lo único que hace es robar, hacer suya, la melodía de sus antagonistas -baja la voz, mira en derredor suyo, se convence de que no hay nadie en la habitación, y añade con cautela-: ¡Cuántos infortunios se hubiera ahorrado la pobre Celeste de haber sabido a tiempo que un don Juan es siempre insignificante! ¡De cuántas desdichas nos habríamos librado todos de haber yo descubierto esa verdad cuando aún era tiempo de prevenirla!

Sí, cada una vivía en un piso diferente de la hermosa casa con reminiscencias Art Nouveau que ambas aseguraban había sido diseñada por Garnier. El no estar registrada en el índice razonado de sus obras, decían, se debía a un conflicto suscitado a última hora con el propietario, quien exigió el añadido o la eliminación de tal o cual detalle, cosa a la que la dignidad del maestro no se abajó. ¡Claro, si se examinaba con atención el alféizar con antepecho de las ventanas que daban a la calle o la solana del comedor sobre el pequeño jardín trasero, se descubría a un Garnier ya tan seguro de su estilo como el de las casas de la rue La Fontaine! Él creía todo lo que le decían. ¡Creía, sí, pero sin acabar de creer del todo!

Vivió casi un año en esa casa, en una habitación del piso de Celeste, al que jamás subía su hermana.

Le resulta innecesario, ocioso, extenderse en aclarar cómo las conoció. Aún ahora, a tantos años de distancia, no logra explicarse el rechazo del primer encuentro con Celeste ni la facilidad con que posteriormente fue capturado. Para entonces ya había abandonado el Conservatorio y perdido la beca, convencido de que nada le interesaban los estudios musicales, que había equivocado la vocación y que su pereza era capaz de anular cualquier posible vestigio de talento; había viajado a París en busca de esa relación con el padre que ilusoriamente había imaginado como una reserva potencial de energía que le ayudaría a dar solución a problemas que con cautela había logrado tener hasta ese momento sin respuesta. Una vez que desistió (después de visitar a la mujer de las fotos) del empeño, conoció una nueva experiencia: la de ser entregado a la masa anónima, a la calle, a las últimas sesiones de la cinemateca en las que a veces era posible dormir un poco; al mercado salvaje que un día, pensaba, lo despojaría de esa especie de envoltura de papel celofán dentro de la que se había sentido protegido desde niño hasta en los peores momentos.

Pero es que ninguno de los que conoció hasta entonces fue de verdad «uno de los peores momentos». Nada de lo que le ocurrió hasta el día en que se despidió de las hermanas logró despojarlo de esa inocencia al parecer incorruptible.

Recorrió cada día los callejones más ásperos, hasta que apareció Celeste, a quien amó como un niño y como un cómplice. Después de un brusco encuentro en el que se sintió rechazado, se produjeron otros que culminaron en largos paseos, uno de los cuales transcurrió en lóbregas calles del Marais, de atmósfera, según le informan, ahora inexistente, para terminar comiendo un perfecto couscous en un antro al que difícilmente se hubiera atrevido a entrar de haber ido solo. Allí Celeste le habló de su pasado, de casas que apenas recordaba en San Luis Potosí, Aguascalientes y Querétaro, ciudades para ella llenas de tíos, de primas, de nanas, de toda clase de parientes próximos y lejanos; ciudades fundamentalmente cargadas de apellidos que ella compartía. De casas de Viena y Roma, así como también de la que poseían en la rue Ranelagh donde el licenciado González Guiot, su padre, instaló a la familia en 1928 cuando harto de revoluciones y asonadas, y sobre todo de las calumnias referentes a latrocinios y peculados con que sus enemigos lo perseguían sin cuartel, decidió mudarse a Europa, lo que le permitiría educar a sus hijas, que Lorenza perfeccionara su voz, ¡tan elogiada por los maestros mexicanos!, y Celeste siguiera estudios literarios, cosa que sólo logró a medias.

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