Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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Algo en el tono de voz, o quizás en el gesto de Celeste debió hacerle presentir la proximidad del abismo. Sintió de golpe el mareo, el tufo de las calles, la violencia y lobreguez del mundo exterior; la soledad de ciertos andenes del metro, los esfuerzos por conseguir las monedas necesarias para tomar un café, las tretas para pasar la noche en un sitio cubierto. Fue al cementerio con la certidumbre de que se encaminaba hacia su tumba.

Vio alineadas, una junto a otra, a la sombra de un espeso castaño, dos lápidas simples de piedra, en una de las cuales Celeste depositó sus flores. Luego se inclinó, recogió del suelo una hoja amarillenta, se la entregó y le dijo con cierta solemnidad:

– Se la darás a Lorenza. ¡Pobre hermana, quisiera tanto venir algún día! Éste será tu regalo. ¿Sabes?, la infeliz jamás ha podido visitar estas tumbas.

¡ La cena de aniversario!

¡Y esa misma noche se celebró la gran cena! Llegó el doctor Vian y poco más tarde el matrimonio Esteva. Reconoció al mismo anciano pomposo con bigotes de morsa manchados por el tabaco que lo había mandado a visitar a una vieja hedionda en un cuarto forrado de terciopelo verde cuando aún rastreaba los pasos de su padre. Caminaba con andar de marioneta, del brazo de una vieja de rostro agrio que parecía comportarse con él más como una madre que como su mujer. Le contó a grandes rasgos el encuentro atroz con la argentina. No supo si Esteva comprendía del todo el relato o si consideraba una impertinencia que se lo hiciera conocer en esa casa y en esa ocasión; cortándole la palabra lo llevó hacia un rincón y dijo un poco al desgaire:

– Sí, sí, una muchacha muy bonita, pero ya me he dado cuenta de que se ha vuelto un poco huraña. Debió conocerla usted en su momento, antes de la tragedia. Fue una de las grandes bellezas de París; claro que sigue siendo una chica muy guapa, pero rara. Sí, ya lo creo que el percance la volvió rarilla. Ahora que aquí, ¡chitón!

Lorenza, quien durante todo el año no había recibido otra visita que no fuera la reglamentaria del médico, salió de su habitación jugando melancólicamente con sus perlas para saludar a los presentes con la mayor naturalidad. Conversaron de trivialidades, del invierno que se aproximaba y que ese año parecía anunciarse con crudeza insólita. El matrimonio Esteva pasó revista a la vieja colonia mexicana: defunciones, matrimonios o divorcios de hijos, nietos y sobrinos de conocidos comunes, escándalos. Lorenza volvió a hablar de don Juan y su carencia de melodía personal en un evidente deseo de situarse en un nivel espiritual más alto. Se destapó la primera botella de champaña. El doctor Vian extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta una cigarrera con cubierta de madreperla, la señora Esteva hizo aparecer una mantilla y Celeste un camafeo. Él se levantó y se dirigió a una mesa y de un libro extrajo la hoja de castaño recogida esa mañana. Lorenza parecía no comprender bien a bien lo que ocurría, no lograba salir de su asombro. ¡Su cumpleaños! ¿Estaban seguros? ¡Se habían acordado! Ella, para quien cada día era igual a los demás, encerrada en esas cuantas habitaciones que contenían lo poco que amaba en el mundo, perdía conciencia de las fechas. Apenas podía hablar, expresar su gratitud; parecía estar a punto de ponerse a llorar. Acarició lenta, amorosamente, la hoja y se le quedó mirando a los ojos, en espera de alguna palabra aclaratoria.

– La recogí en el cementerio, en la tumba de alguien para usted muy querido -balbuceó.

Lorenza tomó la hoja, la contempló durante largo rato; luego lo miró con una intensidad que aún ahora logra producirle escalofríos. Él apenas pudo volver a hablar en el transcurso de la noche.

¿Qué rito se había realizado? ¿De qué maniobras fue instrumento? Jamás logró saberlo. Por la mañana, muy temprano, la sirvienta lo despertó para decirle que las señoras deseaban conversar con él. Se vistió de prisa. Todo aquello parece pertenecer al mundo de los sueños por la incoherente precisión de ciertos movimientos, gestos y voces, por la rapidez de su secuencia, por lo indescifrable de su sentido. Las dos hermanas estaban sentadas en el mismo sofá.

¿Tomadas de la mano?

Es posible que hubieran caído en ese exceso melodramático. Un aire severo, tribunalicio, pesaba en el ambiente. La gravedad de los rostros acentuaba ciertos rasgos indígenas que antes apenas había percibido. ¡Viejas diosas de los castigos! Lorenza se levantó y se dirigió con paso más inseguro que de costumbre hacia el piano. Tomó una cajita de plata con cubierta de esmalte que él había elogiado al azar, por mero cumplido, durante una de sus primeras visitas y se la entregó. Con voz apagada, como si el hablar le costara gran esfuerzo, le dijo que sabía que aquella pieza siempre le había gustado, que, como en todo, tenía razón porque se trataba de un objeto exquisito. Su padre le había comprado esa joya a un anticuario de Ámsterdam. Quería obsequiársela. No se trataba de un pago, de nada que se le pareciera; entre ellos era imposible pensar en tales términos. Su compañía les había hecho mucho bien y deseaba que guardara de ellas un buen recuerdo. Desdichadamente debían prescindir de sus servicios. Los tiempos no eran los mismos que a ellas les gustaba imaginar. Para ambas se iniciaba un periodo de austeridad y de inmenso trabajo.

¡Pero si las sesiones de piano habían terminado desde hacía mucho tiempo!

Por desgracia las sesiones de piano debían concluir, eran un lujo que en esos momentos no podían permitirse. Si lo creía necesario le extenderían la carta de recomendación más amplia para que no le fuera difícil obtener una nueva colocación.

Decir que se quedó atónito no significa nada. Podía esperar cualquier cosa menos ese final. Ambas le tendieron la mano. Celeste añadió en su tono habitual, como si nada hubiera ocurrido, que Antonia lo podía ayudar a empacar sus cosas, que ya estaba prevenida de que ese día dejaría la casa.

Dos horas más tarde se hallaba en la calle con sus maletas bajo un sol otoñal de claridad radiante. Contempló por un momento, como si acabara de descubrirlas, las cúpulas doradas de los árboles de la rue Ranelagh. Luego dejó en depósito su equipaje en el café de la esquina y se encaminó con paso rápido a buscar un taxi en la Avenue Mozart. Después ya todo fue lo mismo. En las escaleras de una estación del metro sufrió un desmayo y lo llevaron a un hospital. Mientras deliraba vio ese mapa del que ha hablado, su tejido sinuoso y áspero, y comprendió que era el dibujo de su vida, un espacio de signos ilegibles cuya configuración, independientemente de su voluntad, no desdeñaba la incorporación de ningún elemento, por aberrante que pudiera parecer.

Un carguero holandés lo depositó en Veracruz, muy débil, con la certidumbre de haber sido expulsado, ¿por obra de qué magia, de qué reglas, de qué juego?, del único cielo que en la trama de nudos y cordeles entrevista debía estarle destinado. Nunca más volvió a tener noticias de las hermanas de la rue Ranelagh. No le interesó saber en qué circunstancias murió deshonrado el licenciado González Guiot, ni la intervención de Manolo, el marido de Celeste en la maraña tejida en torno a una representación de El turco en Italia organizada en un cinucho del París ocupado de 1943 donde una diva mexicana había sido vejada y escarnecida por un público soez, ni sobre el accidente posterior y la enfermedad que le impidió rehacer su carrera. Nada tampoco sobre su propia niñez en París y la búsqueda de testigos que le narraran cómo habían sido los últimos días de su padre, ni sobre la mujer que por unos cuantos meses fue, a su regreso a México, inexplicablemente su esposa y cuya vulgaridad ni siquiera lo asombró demasiado. Nada sobre los cursos de armonía que imparte con desgana, ni los libros cuyas páginas corrige para ganar la exigua cantidad que le entrega cada mes a su hermana y así vencer el pánico de que también un día ella lo despida con un pequeño regalo como recuerdo.

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