Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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– ¿Y por qué no la asumes tú si es tan fácil? -fue la respuesta de Emilio-. ¿Por qué debes acatar siempre lo que dice tu Diosa Blanca?

El colombiano advirtió que había tocado un tema de trato imposible. Intentó volver, con un tono humorístico, a algunos temas de su trabajo sobre Wittgenstein. Raúl no opinaba nada, parecía apenas escuchar las disertaciones del otro. Él, por su parte, quiso disipar la tensión que de pronto sintió incubada, haciendo algunas preguntas sobre varios literatos contemporáneos del filósofo vienés. En aquella época había leído sólo a Kafka y a Schnitzler, pero había conocido a unos jóvenes escritores italianos a quienes parecían interesar sólo los austriacos. Llegó al fin la eslavista, la señorita Steiner-Lemmini, una mujer alta, huesuda, de sonrisa tímida. Se pusieron en pie para saludarla. Raúl hizo las presentaciones.

– Emilio Borda, especialista a su entender en Wittgenstein. Cree comprenderlo todo. Ya lo verá, va a resultar que sabe más de rusos, checos y polacos que usted. A su manera también es eslavista, musicólogo, matemático, entomólogo, filósofo de la ciencia, medievalista -sonreía alegremente mientras enumeraba las disciplinas supuestamente dominadas por Emilio-. No se le escapa nada; pero si de alguna manera hubiese que definirlo -añadió con súbita ferocidad-, yo le diría que es el mayor pobre diablo que he conocido.

La señorita Steiner-Lemmini reía nerviosamente. Comenzó a hablar de manera precipitada de sus investigaciones. Colaboraba en una editorial muy importante. Trabajaba como una mula, sin cesar; apenas dormía; traducía, prologaba, hacía reseñas. Su colaboración era muy buscada por las editoriales italianas. Sin embargo la idea de los cuadernos le era simpática. Sugería la publicación de dos piezas teatrales de Lev Lunz, uno de los formalistas rusos más interesantes.

Raúl dijo que le gustaría leer los textos. Si ella los sugería era seguro que esas obras de teatro les convendrían. Necesitaban juicios de especialistas y no las recomendaciones de improvisados que hasta el momento regía en la pequeña empresa que habían acometido. Y si: transición, lanzó una diatriba feroz contra el ensayo de Emilio sobre Wittgenstein, que apenas conocía, y terminó declarando, perdidos por completo los estribos, que consideraba incompatible la participación de ambos en el consejo directivo; si el colombiano se quedaba él estaba dispuesto a partir. La señorita Steiner-Lemmini recogió los papeles y libros que había desplegado sobre la mesa. Los metió con precipitación en su cartera y se despidió; Raúl la acompañó a la calle y ya no regresó. Emilio no volvió a poner un pie en los terrenos de Orión. Algunos meses más tarde se marchó de Roma.

Pero antes de ese incidente, el cuidado que cada quien ponía en la parte de labor que le tocaba para editar los Cuadernos, y en su propia obra, había sido para todos los participantes una experiencia comunitaria, jubilosa y por entero creativa.

Si el autor del proyecto fue Emilio, era Raúl quien se había convertido en el verdadero motor de la empresa, quien descubrió y asoció a los colaboradores, quien estudió formatos y eligió papeles, quien fijó las características fundamentales de la colección: el idioma básico sería el español, ya que en lo fundamental se trataba de una experiencia de latinoamericanos. Publicarían de doce a quince cuadernos al año. Teresa Requenes, quien desde la sombra vigilaba la empresa, les proporcionó una lista de amigos, la mayoría venezolanos que, para la sorpresa de los jóvenes editores, se suscribieron en su casi totalidad, lo que les permitió manejar sumas considerables. Teresa proporcionó el capital faltante.

Al principio había un consejo directivo. Billie fue designada más tarde como gerente. Raúl insistió en la necesidad de que alguien fungiera como responsable para efectos fiscales y demás molestias administrativas. ¿Quién mejor que ella?, concluyó. Se trataba de un mero requisito formal. Pero en la práctica no fue así; Billie se fue convirtiendo en una típica gerente y el trato con los demás adquirió el tono de la relación clásica entre jefe y subalternos.

Pensó en publicar el relato que había iniciado en el Marburg y terminado en sus primeras semanas de Roma. Tendría que hacerle unos ajustes, eliminar quizás unos episodios incidentales, la historia que tanto ha recordado durante ese verano tardío de su vida en que realiza con Leonor una también tardía luna de miel en Roma, un cuento largo sobre la reunión que su protagonista, Elen Zevallos, organiza en honor de su hijo que ha llegado a visitarla y de un pintor, amigo de toda la vida, que ha inaugurado esa tarde una exposición en Nueva York. Pero Billie, apenas leídas las primeras páginas, le hizo abandonar toda esperanza. Tenía que escribir sobre temas mexicanos; él se dejó convencer sin mayores dificultades y esa noche llegó a casa y comenzó a desarrollar las imágenes almacenadas desde la infancia que tanto lo perturbaron durante los días siguientes a la muerte de su padre. Revivir aquel periodo tuvo el efecto de disiparle la sensación de culpa que a veces lo ensombrecía por haber sobrevivido a su padre, por saberse en Roma gozando de una óptima salud y no haber estado al lado de las mujeres de su casa cuando ocurrió la desgracia.

Raúl también trabajaba. Un día les leyó su relato sobre la búsqueda emprendida por una primera dama mexicana del siglo XIX, de una enana, la hija ilegítima que le había sido arrebatada al nacer. El humor de algunas escenas era tan desbocado que todos los asistentes a la lectura rieron a morir con excepción de Billie, quien sentada con el talle enhiesto, como cadete de una escuela militar, y una expresión tal de sufrimiento en el rostro que la asemejaba a los pájaros fúnebres de los crucifijos medievales, dijo al final:

– Yo no quisiera hablar, caro Raúl, porque me doy cuenta de que todos ustedes estarán en desacuerdo. Pero me parece un texto demasiado local; a ustedes los hace reír por ser mexicanos, conocen sus graves defectos e identifican a los personaje A mí sólo me pareció una historia cruel, sin compasión por nadie, y, lo que es peor: el extranjero que lea ese cuento no entenderá que está escrito con intención satírica, creerá que se trata de un ataque al sentimiento maternal de una mujer.

Como sucedió tantas veces con Billie, después de un rato de discusión nadie sabía bien a bien de qué hablaba ni qué tesis defendía. Todo en esa sesión fue absurdo y confuso, porque los planteamientos desde un principio estuvieron desenfocados. No hubo modo de hacerle comprender a Billie que lo que allí se buscaba era la creación de una forma, lograr una mínima y jocosa interpretación del mundo a través de esa forma.

– Yo prefiero callarme; les parecerá anticuado pero no puedo soportar que se burlen de una mujer por el solo hecho de haber tenido una hija enana. Por más que digan no lograrán convencerme.

Días después, en un momento en que estuvieron a solas, le dio a él un argumento que no pudo sino sorprenderlo, que debería haberlo hecho comprender ya desde entonces que en realidad no hablaban la misma lengua:

– Si me opongo a que Raúl publique ese cuento es porque no lo beneficiaría en nada. Daría una idea falsa de sus posibilidades. Él tiene otras metas en la vida y las está realizando. Raúl, ¿no sé si te has dado cuenta?, puede llegar a convertirse en uno de los grandes teóricos de la arquitectura. En un organismo internacional podrá encontrar en su momento una buena proposición. No me gustaría que más tarde tuviera que arrepentirse de estos errores de juventud.

Y a los pocos días, Raúl comentó de manera casual al terminar una comida:

– Me parece que en el fondo Billie tiene razón. ¿A quién carajos le pueden importar las historias que uno inventa sobre los personajes de nuestro folklore? He decidido publicar mejor unos apuntes sobre Palladio en los que trabajé este verano. No, no se trata de un estudio teórico, casi puede decirse que es una aproximación lírica a la Casa Rotonda de Vicenza.

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