Sergio Pitol - Cuentos
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Cuando Mlle. Viardot y sus discípulas regresan, llenas de novedades, entusiasmadas por el viaje a Vicenza, encuentran a Alice con una fiebre tan alta que la hace delirar. La profesora llama a un médico, quien confirma la gravedad de la infección. Es necesario que las otras jóvenes no entren a su cuarto a perturbada. La maestra, con el sentido de la disciplina que la ha hecho famosa, permanece noches enteras sentada aliado de la enferma mientras durante el día recorre con las otras alumnas todos los itinerarios previamente fijados con el fin de aclararles la historia de Venecia y de su arte.
Al llegar los padres de Alice a hacerse cargo del cadáver, cuando con la ayuda de la, tía Ann hacen las maletas, recogen los vestidos y objetos particulares de aquella muchacha un poco descuidada, pero quizá más retraída que las demás, la profesora piensa que sería mejor suprimir en el futuro la excursión a Venecia, cuyo clima es fatal en esa época del año, y sustituirla en cambio por el viaje a Florencia y Roma que ha venido proponiendo durante años, desde la vez que una alumna, persa en esa ocasión, sufrió un grave accidente y el colegio tuvo mil dificultades con el padre, y este viaje le ha proporcionado el argumento de peso que necesitaba para convencer a la directora. El último día escucha melancólicamente con las chicas la función en La Fenice que culmina la excursión; cantan Wagner, a quien ella siempre ha detestado.
Moscú, octubre de 1980
Los cuadernos de Orión [1]
Para Rosaura Romero
Ancló en Roma. En apariencia hubiera sido más lógico que lo hiciera en Londres, dado que para esa fecha sus lecturas eran en lo fundamental inglesas, lo que aún a distancia lo había familiarizado con la ciudad y sus usos, o en París cuya belleza lo había dejado anonadado y de la que, quizá, por lo mismo, había escapado a los pocos días de llegar. Ninguna de esas ciudades poseía la melancolía y la sensualidad de esa Roma pobretona y preindustrial previa al milagro económico que tan bien se avenía con quien sólo vivía para aguardar el fin. Tal vez influyera el deseo de compartir con Raúl su experiencia de vida en el extranjero. También, aunque de eso sólo fue consciente después, el hecho de que Elsa hubiera vivido allí.
Al pasar por Xalapa había tenido la precaución de recoger la dirección de Raúl. Habían sido, ¿cuántas veces tiene que repetirlo?, amigos desde la infancia, compañeros de escuela, aunque Raúl fuera dos o tres años mayor. Tenían algunos parientes comunes. En la adolescencia intercambiaban libros. Fue quizás él quien lo hizo salir del Leoplán y de las novelas de Feval que esporádicamente leía su padre para ordenarle y actualizarle las lecturas. Lo hizo comenzar por Dickens y Stevenson y, a lo largo de los años, retroceder a los isabelinos y avanzar hasta la generación de Auden. Raúl tenía cualidades especiales; ponía a todo el mundo a trabajar, lo intranquilizaba, lo hacía intentar rescatar lo mejor de sí mismo. Era un organizador y un maestro nato. En la preparatoria formó un círculo de discusión, donde cada semana hablaban de obras y autores. Allí aprendió, al redactar notas y discutirlas con sus compañeros, más que en cualquiera de los cursos de literatura que siguió más tarde, cuando alternaba los estudios de leyes con algunas clases en Filosofía y Letras. Luego, en México, a saber por qué razones, se vieron poco. Raúl salió dos años antes que él de Xalapa a estudiar arquitectura, y cuando él llegó a la capital apenas coincidieron en una que otra fiesta. Nunca se pusieron de acuerdo para comer juntos, para ir al cine o correrse alguna parranda. En cambio, durante las vacaciones, en Xalapa, volvían a ser inseparables. Raúl, nunca ha dejado de reconocerlo, fue en todos esos años su maestro; fue él quien lo incitó a escribir. Raúl mismo hacía pastiches cómicos muy divertidos. Se proponía trabajar, decía ya entonces, más que como arquitecto como ensayista, como investigador de las formas. Antes de salir de México, su cultura artística era impresionante. No cabe duda de que su presencia en Italia contribuyó en mucho a detenerlo en Roma y a no proseguir el periplo turístico que antes de salir de México se había marcado. Cuando llegó, a mediados de ese verano abrasador de 1960, se dirigió casi de inmediato a la dirección obtenida. Raúl no estaba. La portera, después de estudiarlo con una mirada de lo más impertinente, le dijo que su amigo pasaba el verano en Venecia. Buscó una anotación en una libreta y le confirmó: toda su correspondencia se la enviaban al American Express; no había dejado su dirección porque quería trabajar y no permitía que la gente lo interrumpiera -añadió con tono y mirada acusadores. En uno de sus viajes, cuyo itinerario y circunstancias recuerda como si lo hubiera realizado apenas ayer, que comprendió Ferrera, Padua, Venecia y Trieste, le dejó una nota en el American Express veneciano, en donde le pedía sus señas o un teléfono para que al regreso de Trieste lo pudiera localizar. Cuando a los dos o tres días partió de nuevo por allí, encontró una tarjeta firmada por alguien llamado Billie Upward, indicándole una dirección. Raúl, le escribía, se encontraba por el momento en Vicenza, pero esperaban su regreso para cualquier día de esa semana.
Fue a la dirección: un palacio escondido tras altos muros en uno de los canales alejados del centro.
– No se puede entrar por la fachada principal, como sería lo debido, por causa de la inundación de la planta baja -le dijo con cierto dejo extranjero una mujer de piel muy tostada y cabello de color canario, después de que la sirvienta lo condujo a una terraza interior del edificio-. Es una lástima pero parece que la restauración resulta muy costosa. El único riesgo es que los cimientos se echen a perder al grado de que el palacio entero se derrumbe -y emitió una risa áspera, semejante al graznido de un pájaro, que dejaba evidenciar cierto placer ante el posible desastre-. ¿Usted es el paisano de Raúl, verdad? Sí, eso me imaginaba. Él sigue en Vicenza, pobre muchacho laborioso, prepara una tesis sobre el Palladio. Nos pide que lo retengamos hasta su regreso.
– Pregúntale si quiere tomar una copa, Billie, no seas tan huraña -dijo otra mujer, ciertamente mayor, con voz espesa y cálida y un acento que la relacionaba con algún lugar del Caribe, una mujer oculta tras enormes gafas negras, cremas de colores, y una variedad de telas de colores brillantes que no dejaban mostrar sino los brazos y una mínima parte de la cara. Estaba tendida en una especie de camilla de aluminio y cuero. Era Teresa Requenes-. Ofrécele un trago en vez de complacerte en describir la destrucción de mi casa.
– No es del todo su casa, quiero precisártelo. Teresa tiene un contrato por noventa y nueve años sobre el inmueble. Pero el municipio no le da permiso para iniciar las obras de restauración -explicó innecesaria, gratuitamente la mujer de pelo color canario-. Toda la planta baja ha tenido que ser evacuada con pérdidas enormes. Quieren implantar un plan global de salvación de Venecia… Pero usted conoce a los italianos, es posible que cuando se hayan puesto de acuerdo y quieran ponerlo en práctica, Venecia ya no exista, no sea más que un hermoso recuerdo, otra Troya. La mujer llamada Billie, vestía pantalones blancos y una blusa oriental de un amarillo tenue que hacía contrastar más aún el tinte de su pelo. No era muy joven, como lo quería indicar la ropa. ¿Le pareció hermosa? No del todo; tanto el marco como las mujeres le resultaban demasiado extravagantes, y el estilo de la tal Billie en exceso petulante y redicho. Movía los brazos de una manera desaforada. Cuando servía el whiskey parecía que todo su cuerpo se sacudía como agitado por una descarga eléctrica.
Era la primera vez que se encontraba en el jardín de un palacio ¡en Venecia! No había modo de no sentirse en medio de un escenario cinematográfico. El comportamiento artificioso de ambas mujeres contribuía a intensificar la sensación de irrealidad.
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