No han dado el primer paso cuando la puerta se abre con estrépito. Entra una sirvienta pálida y marchita, que se ajusta la cofia. Con voz sofocada por la carrera, grita:
– ¡Señora! ¡El comendador ha vuelto! ¡Paolo desobedeció sus órdenes! ¡Lo ha dejado entrar, señora!
Las mujeres revelan de pronto una agitación sin límites. Algunas se ponen de pie, se cubren con sus chales, corren y rodean a Titania, quien, sobresaltada por el aviso, deja caer la partitura al suelo. La inmensa mujer de aspecto militar comienza a temblar como una hoja frágil, se apoya en el bastón y corre, cojeando, hasta su asiento, donde con mano torpe se quita de la cabeza la mariposa de pedrería y trata de guardársela en el pecho. Desesperada al no poder introducida en el escote, la oculta bajo un almohadón. Los mismos músicos interrumpen sus movimientos, dejan en su sitio partituras e instrumentos y permanecen inmóviles ante los atriles en espera de una orden. Los nervios faciales de la anfitriona se ponen en tensión. Alice descubre en su rostro la misma expresión de diosa estremecida por la ira que tanto la impresionó en la plaza. La ve levantar un brazo en actitud marcial como para imponer la calma a su grey.
El joven Puck empuja a Alice hacia un costado del salón donde él se oculta tras un biombo. Ella, en el mayor desconcierto, presencia parcialmente la escena que en ese instante comienza. Tras la amedrentada sirvienta aparece el hombre a quien esa tarde vio a punto de saltar de una góndola. Su respiración revela la prisa con que ha subido la escalera. Es un hombre, extraordinariamente alto, cuya silueta sólo afea la presencia de un vientre en forma de pera, que otorga un aspecto ridículo a su chaleco gris. El resto de su atavío es de un negro casi clerical. Parece como si estuviera a punto de sufrir un desmayo; se lleva las manos a los ojos como si surgiera de la total oscuridad y quedase deslumbrado por el exceso de luces, pero también como si no lograra superar el horror ante el espectáculo que no se ofrece a su mirada. Sus cejas espesas parecen más hirsutas cuando aparta las manos de la cara. Da unos pasos ebrios en dirección al grupo. La voz de Titania lo detiene; es una voz de contralto, acostumbrada al mando. La nobleza del timbre, la claridad de la enunciación no corresponden a la tensión extrema de sus músculos ni a la cólera de la mirada.
– ¿De modo que ha decidido venir? Si mal no recuerdo, usted declaró que jamás volvería a poner un pie en mi casa. Tengo la seguridad de habérselo oído jurar.
– ¡Así es!… ¡Así es!… -responde el comendador con incongruencia, sin dar la menor importancia a las palabras, y camina hacia el grupo del que de repente se aparta la vieja desdentada, toma el bastón de nudos que su obesa y trémula compañera ha apoyado junto a una butaca, lo ase por ambos extremos, y, cual una endeble nave rompehielos, una frágil barrera ambulante, sale llena de furia al encuentro del intruso.
A medida que éste penetra en el salón y se expone más al chisporroteo de luz que desprenden los candiles, revela una fatiga física, una desmadejada palidez, un desgaste corporal que todos sus movimientos se obstinan en negar. ¡Es un viejo! ¡Tan viejo como el Casanova decrépito de su reciente lectura!, piensa Alice, y un escalofrío la recorre. El hombre extiende ambas manos, toma el bastón por el centro y con movimiento rápido y violento hace a un lado a la vieja que lo sostiene por los extremos, la que trastabillea y va a caer como escarabajo vencido junto a un sillón de brazos dorados.
– ¡Así es! ¡Así lo había decidido! -continúa, tomando aliento-, pero hoy me enteré de que ofrecerá usted un concierto y que esta tarde se inician los ensayos. La música, es bien sabido, domestica a las fieras, aun a las más dañinas. Esa reflexión me indujo a venir -se acerca a Titania y la zarandea violentamente por un brazo.
En el instante de silencio ominoso que sigue sólo se oye el graznido ahogado y furibundo de la vieja derribada. Con voz suplicante que no se compadece con la energía y violencia de sus movimientos, el comendador prosigue:
– ¡Titania, abandona a ese paje! ¡Aún estás a tiempo de renunciar a tu locura! ¡Titania, vuelve en ti! -y luego, olvidado ya el tono de súplica, grita ofensiva mente-: ¡A tus años, pobre mujer enloquecida, te has convertido en el hazmerreír del mundo!
Desde la vieja que gime en el, sillón hasta los ángeles extraídos de Merlozzo de Forli , todos los presentes parecen sólo esperar esas palabras para iniciar la contraofensiva. La gorda de rostro de mandril parece olvidar al fin el repugnante acceso de miedo que la ha acometido. Se pone de pie, busca su bastón y al no encontrado se apoya en el respaldo de una silla. Con voz de carretonero comienza a insultar al intruso con los términos más soeces, más inaudita mente procaces que pueda permitirse un idioma. La secunda la concurrencia en pleno. Se oyen insultos que forman un rugido contra el individuo que sigue sacudiendo por un brazo a la anfitriona, la única, al parecer, derrotada por sus palabras. La desdentada vuelve a levantarse, se ajusta las babuchas doradas y los múltiples chales y se arrastra con paso de gata hacia la pareja.
En ese momento, un brazo del muchacho emerge del biombo y atrae hacia sí a Alice, quien contempla como hipnotizada la escena; con movimientos impacientes la arrastra hacia una puerta que da a una amplia biblioteca con techo abovedado.
– La condesa Mustazza es muy valiente, pero su torpeza la pierde y compromete a Titania -le explica-. Llegará, como siempre, la policía. Es mejor que salgamos de aquí.
La protagonista, perdido todo vestigio de voluntad y de decisión, se deja conducir. Su acompañante empieza a recorrer con el tacto los lomos de una serie de volúmenes hasta, al parecer, encontrar el que buscaba. Lo ve extraer un libro en exceso voluminoso, meter la mano bajo su pasta de cuero, y luego, para su sorpresa, sin extraer llave alguna, volver a colocar el libro en su sitio y comentar:
– Es preferible salir por el canal mayor. No habrá inconveniente en tomar la góndola cubierta. A nadie se le ocurrirá seguimos.
Alice siente por un momento que el malestar que le aqueja y que tanto alarmó a Mlle. Viardot esa mañana se le reproduce con mayor violencia, que la fiebre le sube, le hace arder los párpados, de repente muy pesados, y doler todas las articulaciones. La asusta la idea de salir a un canal, de sentirse rodeada de agua y niebla; en un mínimo intento de recuperar la voluntad se oye decir con voz agonizante que prefiere quedarse, pedir que la oculte en algún sitio donde pueda pasar la noche, jura que no se moverá, ni hará ruido alguno, que no perturbará a nadie. ¡Que escapara él, a quien sus enemigos deseaban perjudicar! Ella es inocente, no conoce a nadie; si la interrogan, lo único que puede confesar, pero eso no le parece un delito muy grave, es haberse dejado vencer por la curiosidad y entrar sin invitación al concierto…
– …para dos flautas, de Cima rosa -concluye él en tono didáctico.
Desesperada, deseando ganar tiempo y reponerse, la inocente Alice le comenta a su acompañante que ha leído la novela de un autor vienés sobre Casanova, pero sin comprenderla de todo que no logró desentrañar los símbolos, que lo único que obtuvo de ella fue una carga terrible de violencia, porque, aunque humorístico en apariencia, se trataba de un relato colmado de atropellos, sangre, estupros y demás abyecciones añade que, a pesar de todo, para ella la perfidia de Casanova (Y. eso lo comienza apenas a descubrir en ese momento) es preferible a la estulticia, por ejemplo, de un par de ancianos, los hermanos Riccordi que aparecen en dos pasajes del libro como sombras patéticas, gimoteantes y borrosas frente a la figura acerada del aventurero veneciano que traiciona, penetra y aniquila.
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