Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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– La vista desde aquella logia es magnífica. Me gusta ver el revoloteo de las gaviotas; me imagino que son los loros de mi tierra -dijo la mujer de gafas sin moverse-. ¡Acompáñalo, Billie!, ¿quieres?

Caminaron hasta un ángulo del jardín, donde se levantaba una pérgola que daba al pequeño canal por un lado y a una mínima y hermosísima placita por el otro. Minutos después se les reunió Teresa.

– En esa Fondamenta -añadió-, la de l’Annunziatta, quemaron a una bruja, a pesar de que aquí nunca abundó la especie. Venecia es demasiado carnal para poder comunicarse con el otro mundo. Sus misterios son mínimos, espejismo puro para el consumo de alemanes e ingleses. Hay demasiado color, demasiada frivolidad para que se pueda concebir la existencia de otra vida. Tal vez me equivoque; es posible que uno pueda avanzar hacia adentro, que aquí se logre un tipo especial de búsqueda interior, pero no el contacto con lo extrasensorial.

– No le haga usted caso. Mi amiga me quiere hacer rabiar. Se lo propone a diario. Todo porque sabe que estoy escribiendo una especie de nouvelle basada en el sustrato mágico en que se sostiene Venecia.

Lo invitaron a almorzar. Teresa desapareció durante un buen rato. Cuando se presentó en el comedor le costó trabajo reconocerla. Desaparecidas las cremas, las gafas, las telas de colores, era una hermosa mujer de poco más de cuarenta años, de espléndido y macizo cuerpo, animado por un terso, impreciso y constante movimiento que parecía casi un jadeo sensual de todo su cuerpo. Le dijeron que Raúl hablaba casi todas las noches de Vicenza. Si las llamaba al día siguiente era casi seguro de que le podrían decir con exactitud cuando regresaría; había dicho que tenía mucho interés en verlo. Dentro de unas semanas todos volverían a Roma. Salió de aquella casa deslumbrado. Desde el puente más próximo contempló la fachada magnífica con la puerta principal descerrojada por donde implacable y monótonamente entraba el oleaje que producían las barcas. Las ventanas cubiertas por espesas cortinas no permitían ver nada, salvo una de ellas, una habitación con un balcón, donde se vislumbraba un gran candil de cristal, un sillón que parecía de mimbre, un pequeño cuadro y la parte superior de un librero. Comenzó a imaginarse cómo podría concebirse la vida desde aquellos cuarteles. Estaba bárbaramente impresionado. Acababa de conocer a Billie Upward y a Teresa Requenes. Sin embargo decidió no quedarse. Toda la tarde la pasó en su hotel con un atroz dolor de cabeza; cuando ya no pudo más se dirigió a la estación y compró una litera en el nocturno a Roma.

Y por supuesto que después del verano se volvieron a ver. ¡Muchas veces! A medida que se fueron tratando se acentuó la sensación de extrañeza que en el primer encuentro le produjo Billie. En el tren a Roma, asombrado aún de haber penetrado aunque fuera por unos minutos en un recinto que hasta aquel entonces supuso le estaría vedado, recordó la falsa intensidad de la inglesa, o, mejor dicho, ese énfasis tan suyo colocado donde no debía existir; le pareció también que se complacía demasiado en señalar adversidades posibles. Sus comentarios sobre el triste destino de Venecia contrastaban con la placidez con que la venezolana lamentaba la escasez de brujas quemadas.

Llegó un momento en que pasar un día sin visitarlos le hubiera resultado inimaginable. La generosidad de Teresa Requenes les permitía mantener una pequeña y floreciente editorial. Publicaban a poetas americanos e ingleses, a jóvenes narradores italianos y, sobre todo, a autores hispanoamericanos. Eran unos cuadernos muy sobrios, en papeles de excelente calidad, muy bellamente diseñados, el más voluminoso de los cuales no debía exceder las ciento veinte páginas. Habían comenzado los trabajos el otoño anterior y tenía ya mucho material preparado. Estaba a punto de aparecer el episodio veneciano de Billie. Raúl lo invitó de inmediato a publicar y a formar parte del Comité Editorial.

La publicación de un cuaderno al mes le daba a Teresa la oportunidad de dar empleos y sueldos a varias personas que le eran simpáticas. Las ediciones eran bilingües; a veces la traducción se hacía al español, otras al italiano. Emilio Borda, un filósofo colombiano, se encargaba de todos los trabajos tipográficos y de las traducciones al español; Gianni vertía los textos al italiano. La primera crisis de la editorial surgió con la salida de Emilio. Había sido él quien propuso la idea de crear los cuadernos. Cuando Emilio se marchó, él advirtió por la reacción de los demás colaboradores y amigos la intensa antipatía que todo el mundo sentía por Billie. Nadie hacía responsable a Raúl de la ruptura sino a ella. Cuando Emilio rompió con Orión ya él llevaba más de un año de vivir en Roma. A partir de ese momento se dejó sentir una marcada desgana y una falta de convicción en todos los trabajos. Cuando el cierre final se produjo, ya se había marchado, pero supo que a nadie le sorprendió demasiado; la comunidad espiritual había sido destruida desde hacía bastante tiempo.

¡Qué irritante podía ser, qué desesperante y necia! Quizá influye el trato posterior en Xalapa para calificarla de esa manera. Colaborar con la editorial equivalía a oír sin cesar sus comentarios, los que a medida que la empresa avanzó se fueron tiñendo de un insoportable y autocomplaciente triunfalismo.

Su personalidad no resultaba fácil a la clasificación. El mismo Emilio tan difícil de dejarse subyugar por nadie, reconocía la originalidad de algunos de sus juicios, la seguridad de su inteligencia, la amplitud de su cultura: la ópera, en especial las de Mozart; la música romántica, Schumann sobre todo; la literatura medieval española; Shakespeare; la cultura italiana entera, toda la pintura del mundo. Ha hablado ya del pavor que Billie le podía inspirar, pero también existió una admiración que se nutría en parte del hecho de haberla conocido en el jardín interior de un palacio veneciano y de lo mucho que contribuyó en su formación al proseguir la labor emprendida por Raúl en la adolescencia, sólo que Raúl le había hecho concebir el placer del aprendizaje y Billie las asperezas de la disciplina para acceder a la cultura. Es posible que su conocimiento de Italia se intensificara y depurara, que lo que ahora puede disfrutar de la pintura, hasta de la contemplación del paisaje, le daba mucho al trato con ella; pero esos entusiasmos nunca prescindieron en su momento de un sentimiento de incomodidad y de fastidio. Billie era demasiado absurdamente inglesa, demasiado institutriz.

– Me remordería la conciencia casarme con un extranjero. Cuando me dicen las cifras de nacimientos de paquistanos o jamaiquinos en Inglaterra, creo que mi deber sería darle a mi país un hijo blanco, auténticamente inglés -fue por ejemplo un comentario que no dejó de repetir con mínimas variantes el día en que Teresa Requenes invitó a un matrimonio de dominicanos de aspecto amulatado muy amigos suyos. Ese era quizás el único tipo de expresiones de Billie que llegaban a irritar a Raúl, cuyo color azulenco y configuración del rostro lo asemejaban más a un paquistano que a un indio mexicano. Ya para entonces tenía más de un año de sostener relaciones con ella.

Una tarde esperaban a una eslavista milanesa que alguien les había recomendado. Se encontraban Emilio, Raúl y él en un café muy pomposo y antipático de la via Venetto. Raúl estaba de pésimo h u m o r. La conversación recayó en un momento sobre la reacción de los dominicanos ante la actitud francamente hostil de Billie. Raúl opinó que no era para tanto. Lo que ocurría era que se trataba de unos pobres acomplejados. Sólo faltaba que no se pudiera hablar con naturalidad del tinte de la piel. ¿Qué esperaban? ¿Pasar por arios? ¿Por qué no asumían con naturalidad su condición de mestizos?

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