Sergio Pitol - Cuentos

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Sergio Pitol, la realidad de escenarios y la influencia de las literaturas no le han impedido a Sergio Pitol la creación de un mundo auténtico. El incendio que amenaza a cada uno de los personajes y el cerco de palabras que no ofrece resquicios pertenecen a un escritor profundamente singular. Al renunciar a escribir en la bitácora del extranjero, Sergio Pitol se ha vuelto nativo de su propio mundo, un mundo tan intenso y rico en cambios y matices como el más vigoroso de los elementos, el fuego.

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Y en Ibiza la lluvia continuaba.

– Desde hace años es así -se lamentaba un camarero-. Todo cambió con la llegada del turismo. Ya nunca deja de llover en estas fechas.

Tiene sobre la mesa los distintos cuadernos. Concentrarse en ellos le permite evadirse de la curiosidad que su presencia y su profesión despiertan en algunos miembros de ese rebaño forzado a un encierro exasperante. Un matrimonio danés lo atosiga hablándole a todas horas del Voyage a Kathmandu. Están seguros, por encontrarlo en Ibiza, de que trabaja en algo sobre hippies y droga, y se han decidido cordialmente a auxiliarlo. La señora es la más solícita. Podría contarle cosas terribles. Casos ocurridos en Fionia, su ciudad natal, entre gente de su propio círculo.

Ante el alud de mal francés, el cuaderno de notas resulta una salvación.

Recuerda que cuando todavía muy perplejo le contó a Flora lo ocurrido en casa de Victoria, seguro de impresionarla, ella no mostró la menor sorpresa. Por el contrario, lo que la asombró fue su reacción. Opinó que lo absurdo de todas esas historias estribaba en que en la actualidad seguíamos sin saber nada al respecto, que ciertos tabúes, pesaban tanto que teñían las consideraciones de los mismos científicos, lo que impedía que aun en el presente pudiésemos conocer nada de nada.

– Uno se entera de que alguien a quien trata con cierta frecuencia, a quien ve desempeñar normalmente sus funciones, corresponde a tal o cual categoría que ha considerado siempre como aberrante. Alguien tan agradable, estimulante o necio como cualquier otra persona. Para nosotros fue normal hasta que una casualidad, una indiscreción o un descuido nos informó de la supuesta falla. Ahora -concluyó-, me río de tales simplificaciones.

Fue más que suficiente. Un cauterio sobre el tumor. El gran golpe al pathos con que recordaba la escena y del que deseaba impregnar el relato. A ello se debió, quizá, que la historia se quedara en esas notas sin otra utilidad, por lo pronto, que librarlo del Chemin de Kathmandu y de los casos ocurridos entre las mejores familias de Fionia. ¿Cómo poder recuperar la palabra insistente, imperativa, la risa boba, el encuentro en el local en penumbra, la imagen del marinero ebrio, sentado en la mesa de al lado, cuya mano no logra sujetar siquiera la coca-cola que cae al suelo, igual, más tarde, que una botella de cerveza y un vaso? Apenas repara en su existencia. Contempla entusiasmado a una negra que baila como un animal que husmeara a una serpiente; la ve olfatear el aire y tender los brazos hacia adelante, con movimientos que imprime sólo en las rodillas, en las caderas y que se reproducen en todo el cuerpo, se transmiten al cuello que gira como animal acechado, a las manos que palmean en el vacío, a las fosas nasales que se contraen y se distienden, hasta convertir de pronto aquel ritmo de moda en un estruendo de tambores yarubas. En una tregua, se sienta a su mesa, bebe de su vaso, pide otra copa y le cuenta algo que no comprende mientras las manos torpes del marinero de la mesa de junto dejan caer al suelo la botella de cerveza; comenta que hace aquello a propósito para que alguien lo golpeé, pero ya en ese instante la música cambia de ritmo y la negra vuelve a levantarse y se lanza a la pista. Está por salir cuando irrumpe en el local un grupo de conocidos suyos; llegan en busca de alguien, le explica Rosa, un fotógrafo italiano que se les perdió y al que daban por descontado encontrar allí, y se desparraman en su mesa y en la de junto y el marinero rubio queda de golpe incorporado al grupo. En el instante en que Jordi con voz aguardentosa propone ir a casa de Victoria a beber una última copa, encienden las luces del salón y los sudorosos asistentes saben que la noche ha terminado y, en tumulto, se mueven hacia la puerta, y el marinero sigue con ellos, lo que parece natural, pues todos están igualmente borrachos y nadie sabe que nadie lo conoce. Jordi lo sostiene por un brazo porque dos veces ha estado a punto de caer en el corredor, y él vuelve a aclararles que no es su amigo, que jamás lo ha visto, que será mejor dejarlo en una esquina, el muelle queda a un paso y cualquier otro marinero, de regreso, podría acompañarlo hasta su barco, pero Victoria lo ha tomado por el otro brazo y observa que sería importante verlo reaccionar en un ambiente distinto. (No, no fue esa noche, sino varios días después cuando tuvo una idea cabal de lo ocurrido.) En casa de Victoria apenas reparó en él. Lo oyó hablar con Rosa, pero casi no entendía el alemán y los jadeantes monólogos del otro eran absurdos, confusos, asfixiados por el alcohol y el sueño. Lo único que logró comprender fue que sus zapatos eran franceses, los había comprado en Cherburgo y le habían costado mucho dinero, que su barco hacía regularmente el trayecto de Hamburgo a Barcelona, que había nacido en Ufa, Bashkiria, y señaló en el mapa de una agenda que Rosa extrajo de su bolso, un punto en la URSS al norte de Afganistán, que en 1944 cuando tenía sólo un año sus padres cruzaron la frontera y se instalaron luego en Alemania, en Hannover donde había vivido siempre. No hablaba el ruso, conocía sólo unas cuantas palabras. Se llamaba Boris. Luego entrecerró los ojos; durante un buen rato nadie le hizo caso. La misma Victoria pareció olvidar su interés en el tipo, y aunque él, a esa hora, lo único que deseaba era regresar a su casa, siguió bebiendo por inercia y manteniendo también por inercia una discusión cualquiera, hasta que de repente se encontró nuevamente sentado al lado del personaje, quien trataba de convencer de algo a Rosa y, como para demostrarle la veracidad de sus palabras, se levantó la camisa hasta el cuello. No sabía de qué conversaban. Por eso preguntó si las dos heridas burdamente cicatrizadas que corrían en líneas paralelas desde los hombros hasta un par de centímetros arriba de las tetillas eran resultado de un accidente o de una operación; el otro respondió con una carcajada entre burlona y estúpida y musitó unas cuantas palabras que no comprendió. Pero, en cambio, entendió a la perfección el ademán, cuando levantó la mano derecha y flexionó varias veces la muñeca, emitiendo un chasquido chirriante con la cabeza. Dijo unas cuantas palabras incoherentes y volvió a quedarse dormido. Cuando la reunión se deshizo casi no podían moverlo. Alguien le tomó el pulso, opinó que estaba demasiado borracho, que sería mejor acostarlo en un sofá. Victoria no lo permitió. Tuvieron que bajarlo casi a peso, lo metieron en un taxi y le dieron instrucciones al chófer para que lo acercara al puerto. Amanecía. Rosa lo llevó a su casa. En el trayecto no hablaron sino de la posibilidad de un próximo viaje a Cádiz donde unos amigos rodarían una película, y al llegar a la cama cayó como piedra y durmió hasta la tarde del día siguiente.

No recordó el episodio sino hasta varios días después; traducía un ensayo de De Santis sobre Manzoni, fue en uno de esos lapsos en que el trabajo se vuelve mecánico y una palabra, determinada frase, cierta cadencia, cualquier cosa, puede servir de disparadero mental. Nunca deja de divertirlo el modo en que la mente, fuera de vigilancia y de control, logra recapturar los momentos más inesperados: un paisaje perdido en un amanecer perdido, al lado de amigos, ¡ay!, para siempre perdidos, contemplado cerca de Tlaxcala, la tarde en que tomó una taza de café con una profesora alemana y apenas pudo atender a la conversación, deslumbrado como estaba por un Kirchner excelente que pendía de la pared, la cara atribulada de Antonieta cuando le informó que el tumor en el seno había resultado canceroso, al anochecer de un domingo del invierno pasado, en que muerto de frío caminaba por la calle semi-circular de las Arolas que tanto le gusta, ante aparadores cerrados, pensando que en uno de esos edificios debía vivir el personaje de la novela que trataba entonces de escribir, el hombrecito de la camisa violeta siempre amedrentado y, en ese preciso instante, en sentido contrario, se aproximó, tambaleante, un borracho que cantaba con voz quebrada: “miedo, tengo miedo, mucho miedo”, y, de pronto, entre esa ola de recuerdos que aparece cuando ya mentalmente ha traducido una frase larga y los dedos se mueven en el teclado por un impulso independiente, dejando un momentáneo hueco cerebral, vio las dos cicatrices trazadas en un pecho blancuzco, los dos gruesos bordes de color solferino que descienden de los hombros y frenan sobre las tetillas. Sintió un estremecimiento. Las manos se le detuvieron sobre la máquina. Volvió a ver la sala de la casa de Victoria, la camisa remangada, las dos marcas, la risa bobalicona, desafiante, complaciente. Y aquella imagen comenzó a repetirse, con mínimas variantes, a obsesionarlo, hasta que para librarse de ella pensó en transformarla en un cuento, y, de pronto, apareció una trama más o menos coherente: la mujer que espera en el hotel la carta de su amante. El decorador que ha pasado la noche con un marinero de Ufa, la conversación con la protagonista, la pesadilla, el ulterior desarreglo mental.

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