Sergio Pitol - Cuentos
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“El tercer personaje, Javier, el decorador, es amigo de ella desde hace muchos años; desde siempre. La amistad es muy íntima: fue él quien le presentó a Jimmy en una exposición en Caracas. Jimmy no se podía resentir por esa intimidad. ¿No el mismo Swan confiaba la custodia de Odette a Charlus? Javier los escalofriaba con el recuento de algunas experiencias en los recodos más alucinantes de la zona del puerto. O los hacía morir de risa con sus compilaciones de textos idiotas. Pero el día en que Javier le cuenta la experiencia que ha vivido (en la narración la experiencia tendría que ser completa) crea en ella una perturbación que aumenta de día en día. A eso se debe que al inicio sienta terror hasta de encontrar una nota suya en la recepción del hotel.
Hay momento en que su ausencia, más que la de Jimmy, le produce un sentimiento intolerable de orfandad. Ya no podría decirle, por ejemplo, eres realmente un idiota, no podría decirle te estás matando, ya no podría decirle qué piensas, eres un bárbaro, debes traerme más a este lugar, te estás arruinando, ¿pero a qué horas trabajas? Tendría que prescindir de reprocharle tantas cosas. Dios mío, ya no podría decirle tráeme más a menudo, me gusta, no me gusta esta gente, este sitio, ya no podría pedirle que no le dijera a Jimmy en qué lugares habían estado porque a Jimmy debían darle a menudo versiones relativamente expurgadas; ya no podría preguntarle de qué hablaba con esa muchedumbre, no podría conversar sobre temas escabrosos que en ellos adquirían un tono cotidiano, casi casto, como si hablaran de los libros que leían; ya no podría decirle prepárame otra ginebra, pero ya no bebas, vas a acabar mal, tendrás dificultades, no te prolongarán la residencia, ¿no te das cuenta?, no sabes quiénes son, ¿pero en qué mundo viven?, ¿dónde duermen?, un día te va a pasar algo, llévame sí, cuando quieras, no sé qué pensar, no habrá dinero que te rinda, sí, demasiada energía desperdiciada; no, por favor, no me digas eso, yo espero, sigo esperando, sé que no me queda sino esta posibilidad. Ya no le podría hablar de su larga, cálida, placentera, confiada espera, ya no podría decirle nada porque cualquier conversación desembocaría por fuerza en aquel tipo llamado Boris. Ya no podrían oír discos juntos, sino sólo hablarían, lo quisieran o no, del marinero de ojos azules que arrojaba vasos por el suelo, esperando a que lo golpearan…
Un día llega a recogerlo para comer en un pequeño restaurante al que asistían con cierta frecuencia. Comienzan a conversar sobre Ibsen. Javier prepara la escenografía para La dama del mar ; e s t á documentándose sobre el autor y la época. Saca una libretita y le muestra la perla que descubrió el día anterior en el prólogo a las obras completas. Una defensa del prologuista a las mujeres noruegas para que el lector no vaya a confundirlas con las perversas heroínas de esos dramas: “Añadamos ahora, por nuestra parte -le lee- que no todas son rebeldes, independientes y perversas, como no todas tienen los ojos azules. Las hay buenas y malas, conscientes e irresponsables y en su misma variedad radica su universalidad.” Y ella ríe encantada, pensando en el horror con que aquel prologuista consideraría la independencia y rebeldía de las escandinavas. ¿Qué si no un monstruo podía parecer Nora en la España de 1943? Pero Javier está nervioso, apenas ríe, y cuando le pregunta que qué ocurre, dice que se acaba de levantar, que no durmió casi, que es muy difícil contar lo que le ha sucedido; no, no puede decírselo, pero baja la voz y describe su encuentro en un bar, o, sería mejor, en la calle. (Le gustaría que el marinero, muy borracho, fuera encontrado en el punto en que Escudillers desemboca en las Ramblas, atónito al estrellarse de golpe contra tanta luz y espacio. Javier se le acerca y le pregunta algo, y, sin más, vuelven a Escudillers y se meten en un bar a seguir bebiendo.)
– Por un momento llegué a creer que se trataba de un vampiro -le dice-. Pasé el susto de mi vida. Cuando se marchó corrí a la ventana y no lo vi salir. O fue muy rápido, o se deslizó por la pared o en realidad no existía. Me senté en un sillón y vi entonces la mancha de café que había derramado y, al lado, en la alfombra, una billetera vacía. Eso me reaseguró. Por terrible que hubiera sido todo, al menos se trataba de una persona de carne y hueso y no de una alucinación.
Le va contando en voz muy baja, entre pausas, la historia. Ella hace muchas preguntas; él responde y, luego, cuando terminan de c o m e r, perciben el vacío formado entre ellos. Josefina sabe que por primera vez existen muchas otras cosas que él no se atreve a revelarle; que, como a Jimmy, le ha servido una versión censurada, “apta para todos los públicos”, o casi; intuye que su actuación no fue tan pasiva como quiere hacerle creer, que no se conformó con escuchar al marinero, que ha incurrido en suficientes contradicciones que indican una participación más activa en el acto. Pero Javier no podrá contarle lo ocurrido porque él mismo se halla muy perplejo y trata de volver al tema de Ibsen, a su escenografía, a hablarle de dos lámparas que le compró a una anciana empobrecida que se está desprendiendo de sus cosas, aunque nada logra crear el clima normal de conversación y así, cuando después del café, le propone hacer un paseo, ella antepone una excusa cualquiera; debe esperar una llamada telefónica, encontrarse luego con alguien en el hotel, y él ya no insiste; sabe que será mejor no verla durante unos días.
Después de despedirse, Josefina no volverá al hotel, caminará sin dirección precisa, le parecerá conocer al marinero, haber visto su pecho flagelado y sentirá una enorme curiosidad por saber dónde está Ufa, dónde Bashkiria; saber por qué vive en Hannover, cómo son, qué hacen sus padres; imaginará rostros posibles para Boris, tendrá la sensación de que nunca podrá volver a sentirse segura junto a Javier; no lo puede imaginar ni aceptarlo en aquel papel; le parecerá verlo levantarse de la cama en busca de sus pantalones tirados junto con el resto de su ropa en un rincón del cuarto, sacar el cinto, volver a erguirse, alzar la mano y azotar con violencia, le parecerá oír la risa de Boris y su voz quejumbrosa que sólo sabe decir schlagen! Desearía besarle las heridas, lamerle las cicatrices, morderlo, sangrarlo, volver a besarlo, destrozarlo, y descubre que lo que no le perdona a Javier es haberla suplantado. De pronto advertirá que está muy lejos de su hotel, que ha sido una locura caminar tanto y tomará un taxi y durante horas, en su habitación, volverá una y otra y otra vez a paladear la imagen. Aquella noche no puede dormir, trata de leer, pero no logra concentrarse, bebe un poco de coñac mientras tiende solitarios en la cama; luego se vuelve a acostar, piensa que se está convirtiendo en una señorita ridícula, quebradiza. Recuerda que Javier le ha hecho crónicas personales verdaderamente terroríficas, la de la noche, por ejemplo, en que durmió con el tipo que se desangraba, y tantas y tantas más. Y entonces, raramente tranquilizada, logra dormirse. El sueño es denso, sofocante, abrasador…
Está en la misma habitación. Sin dejar de ser un cuarto de hotel, adquirirá un aire de clínica, de quirófano: en la cama yacen desnudos ella y el marinero alemán; bueno, un hombre que por fuerza supone debe ser el marinero alemán. Cuando el hombre le pide ser azotado se levanta y lo golpea con una fusta negra. Lo oye reír a cada golpe, como un niño agradecido; comienza a excitarse al descargar la fusta, aunque el placer es mayor en las pausas, cuando el otro le pide más azotes, cuando le suplica que golpeé con más energía. En ese momento advierte que el hombre le habla en inglés, y que conoce perfectamente la voz; también conoce las espaldas, el lunar en la nuca y sin poder casi respirar se inclina sobre él, le levanta el mechón de pelo que le cubre la cara y comprueba que es Jimmy, un Jimmy sudoroso y sonriente que con voz y mirada implorantes le suplica que le pegue siempre más fuerte.
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