Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Mientras lo mantenía agarrado por los hombros, seguí oyendo sus protestas, no paraba de soltar obscenidades con voz quejumbrosa.

– Se lo advierto, Muscat -le dije-. Le he aguantado muchas cosas, pero no pienso tolerarle este… tipo de bravuconadas. ¿Me ha comprendido?

Le oí farfullar algunas frases, no sé si excusas o amenazas. Aunque en aquel momento me pareció que decía que lo sentía, pensándolo mejor quizá dijo que quién lo iba a sentir sería yo, porque sus ojos tenían un brillo perverso detrás de sus lágrimas de borracho mal reprimidas.

Había alguien que lo iba a sentir. ¿Quién? ¿Y por qué motivo?

Mientras bajaba por la ladera de la colina en dirección a Les Marauds hube de preguntarme una vez más si había interpretado mal los signos. ¿Sería Muscat capaz de ejercer algún tipo de violencia contra sí mismo? ¿No sería que, en mi avidez por evitar otras complicaciones, había pasado por alto la realidad, el hecho de que aquel hombre se encontraba al borde de la desesperación? Al llegar al Café de la République vi que estaba cerrado, pese a que fuera del local se había formado un pequeño corro de personas que por lo visto observaban una de las ventanas del primer piso. Reconocí entre ellas a Caro Clairmont y a Joline Drou. También a Duplessis, una figura pequeña y comedida con un sombrero de fieltro y el perro retozando a sus pies. Por encima del griterío creí distinguir un sonido más agudo y estridente que no hacía más que subir y bajar siguiendo una cadencia inestable y que de cuando en cuando se resolvía en palabras, frases y algún que otro grito…

– Père -la voz de Caro era jadeante, tenía el rostro como la grana. Su expresión recordaba la de ciertas beldades de ojos desorbitados y jadeantes cuya foto es habitual en las revistas de papel brillante colocadas siempre en el estante más alto, lo que hizo que me pusiera colorado.

– ¿Qué pasa? -le pregunté con voz tensa-. ¿Muscat?

– No, Joséphine -dijo Caro muy excitada-. Está en la habitación del piso de arriba y está gritando, père.

A sus palabras se impuso una nueva andanada de ruidos -una mezcla de gritos, insultos y del estrépito provocado por el lanzamiento de objetos- procedente de una ventana, unida a una lluvia de cosas que caían diseminadas sobre el empedrado. Una voz de mujer, tan estridente como para hacer añicos el cristal, resonó -no a causa del terror, creo yo, sino obedeciendo a la simple y pura rabia- seguida por otro estallido de metralla casera. Libros, ropa, discos, ornamentos de las repisas… la artillería habitual de las peleas domésticas.

Me acerqué a la ventana.

– ¿Muscat? ¿Me oye? ¡Muscat!

Salió despedida por la ventana la jaula de un canario pero sin canario.

– ¡Muscat!

No llegó respuesta alguna del interior de la casa. Los gritos de los dos adversarios -un gnomo y una arpía- eran inhumanos y por espacio de un momento sentí una gran inquietud, como si el mundo acabase de penetrar un poco más en el seno de las sombras y hubiese ampliado ese resquicio de tinieblas que nos mantiene separados de la luz. Si abría la puerta, ¿qué vería?

Durante un terrible momento me sobrecogió un antiguo recuerdo y volví a tener trece años. Abrí la puerta del anexo de la iglesia vieja, a la que algunos todavía hacen referencia con el nombre de cancillería, pasé de la lóbrega penumbra de la iglesia a una oscuridad más intensa; mis pies apenas levantan sonidos de las lisas tablas, aunque hasta mis oídos llega un extraño golpeteo y el gruñido de un monstruo invisible. Al abrir la puerta, el corazón se me convierte en martillo que me aporrea la garganta, las manos en puños, se me desorbitan los ojos… Ante mí, en el suelo, veo agazapada la bestia pálida, sus proporciones familiares a medias se me aparecen extrañamente duplicadas, y también dos rostros que me observan con esa expresión hierática en la que queda congelada la rabia, el horror, la desesperación…

«Maman! Père!»

Sé que es absurdo. No hay conexión posible. Sin embargo, al observar esa predisposición llorosa y febril de Caro Clairmont, me pregunto si quizá también ella siente ese estremecimiento erótico en el vientre que desemboca en violencia, ese momento de potencia que se produce cuando se inicia el combate, se descarga el golpe, prende el petróleo…

No fue sólo la traición de usted, père, lo que heló la sangre en mis venas y me tensó las sienes como la piel de un tambor. Yo sabía del pecado -sabía de los pecados de la carne- y lo tenía por algo repugnante, como la cópula con animales. Que ese tipo de cosas pudieran causar placer era para mí casi incomprensible. Y sin embargo, usted y mi madre, calenturientos, excitados, abocados a la faena de una manera tan mecánica, lubrificados con el movimiento, restregando los cuerpos uno contra otro como pistones, no totalmente desnudos, eso no, ni hablar, pero más motivados si cabe por los vestigios de vestimenta, la blusa, la falda arremangada, la sotana levantada… No, no fue la carne lo que más me repugnó, ya que contemplé la escena con un desinterés distante del que no estaba ajeno el asco. Lo que más me repugnó fue que yo me hubiera comprometido por usted, père, no hacía ni dos semanas siquiera. Lo que más me repugnó fue que en aquello me hubiera jugado el alma: el petróleo que me resbalaba por la palma de la mano, la exaltación del que se siente poseedor de la verdad, el suspiro de embeleso que se exhala cuando la botella hiende el aire y prende el fuego al estrellarse contra la cubierta de la miserable embarcación levantando una deslumbrante oleada de llamas hambrientas que aletean, aletean, aletean hasta alcanzar la tela alquitranada y reseca, se estrellan contra la madera crujiente y agrietada y la lamen con apetencia lasciva… Se sospechó que el incendio hubiera sido intencionado, père, pero nunca que el autor pudiera ser el bueno, el tranquilo Reynaud, jamás Francis, el que cantaba en el coro de la iglesia, el que estaba sentado tan pálido él, tan buen niño él, escuchando los sermones que usted pronunciaba. Jamás se habría sospechado del pálido Francis, que ni siquiera había roto una ventana en su vida. ¿De Muscat, quizá? El viejo Muscat y aquel hijo suyo tan de rompe y rasga podían ser los autores. Al hecho siguió un tiempo en que se les mostró un trato frío, se les opuso una actitud de enemistad concentrada. Esta vez las cosas habían llegado demasiado lejos. Ellos, sin embargo, lo negaron de plano y, además, no había pruebas. Las víctimas no eran de los nuestros. No hubo nadie que estableciera conexión alguna entre el incendio y los cambios que se operaron en la situación de Reynaud, la separación de sus padres, el ingreso del chico en una selecta escuela del norte… Yo lo hice por usted, père. Lo hice por amor a usted. La embarcación incendiada en los resecos marjales puebla de luminarias la oscuridad de la noche, la gente huye a la desbandada, gritando, arrastrándose por las orillas de tierra requemada del árido Tannes, algunos incluso intentando desesperadamente sacar del lecho del río los pocos cubos de barro que aún quedaban en él para arrojarlos sobre la barca en llamas mientras yo aguardaba entre los matorrales con la boca seca pero con una ardorosa alegría en el vientre.

¿Cómo iba a saber que en la embarcación había alguien que estaba durmiendo, hube de decirme? Tan fuertemente arropados en la embriagadora oscuridad que ni el fuego consiguió despertarlos. Más tarde pensé en ellos, calcinados hasta fusionarse el uno en el otro, amalgamados como amantes perfectos… Pasé meses oyéndolos gritar por la noche, viendo aquellos brazos que se tendían llenos de ansiedad hacia mí, oyendo sus voces -hálito de ceniza- que pronunciaban mi nombre con sus labios descoloridos.

Pero usted me absolvió, père. Usted me dijo que no eran más que un borracho y la arpía que estaba con él. Pecio sin valor en el río inmundo. Veinte patery otras tantas avea cambio de sus vidas. No eran más que ladrones que habían profanado nuestra iglesia, insultado a nuestro sacerdote y, por consiguiente, no merecían otra cosa. Yo era un joven con un brillante futuro, con unos padres amantes que se habrían sentido desolados, terriblemente infelices, de haberlo sabido… Por otra parte, usted me decía con acento persuasivo que igual podría no ser un accidente. Usted decía que nunca se sabe, que tal vez Dios lo había querido así.

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