Joanne Harris - Chocolat
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Al día siguiente encontramos el primero de los folletos. Estrujado y convertido en pelota que se impulsa a puntapiés por la calle, Joséphine lo recogió del suelo cuando barría la acera y lo entró en la tienda. Era una sola página mecanografiada y fotocopiada en papel rosa, doblada por la mitad. No llevaba firma, pero en su estilo había algo que indicaba quién podía ser su autor.
Su título era: LA P ASCUA Y EL RETORNO A LA FE.
Eché una rápida ojeada al papel, cuyo texto era en su mayor parte el que cabía esperar del título: regocijo y purificación, pecado y las alegrías de la absolución y la plegaria. Sin embargo, hacia la mitad de la página y con caracteres más destacados que el resto, había un aditamento que me llamó la atención.
Los Nuevos Predicadores o la Corrupción del Espíritu Pascual
Siempre habrá entre la gente una Pequeña Minoría que pretende Sacar Provecho de nuestras Santas Tradiciones por propio Beneficio: la industria de las Tarjetas de Felicitación, las cadenas de supermercados, etcétera. Más Siniestros aún son aquellos que Quieren Revivir Antiguas Tradiciones y que, con el pretexto de que los niños se diviertan, los involucran en Prácticas Paganas. Son muchos los que ven estos manejos como Actividades Inofensivas y los miran con Tolerancia. ¿Por qué ha tenido que permitir nuestra Comunidad un supuesto Festival del Chocolate fuera de nuestra Iglesia precisamente en la mañana misma del Domingo de Pascua? Esto cubre de Oprobio todo lo que constituye el fundamento de la Pascua. Le instamos, pues, a Sabotear dicho Festival y Celebraciones Similares como medida de protección de sus Hijos Inocentes.
¡¡IGLESIA y no CHOCOLATE, éste es el VERDADERO MENSAJE DE LA P ASCUA!!
– Iglesia y no chocolate -dije riendo-. Dicho sea de paso, es una buena frase publicitaria. ¿No te parece?
Joséphine parecía ansiosa.
– No te entiendo -dijo-. Por lo visto esto no te preocupa.
– ¿Por qué tiene que preocuparme? -dije encogiéndome de hombros-. No es más que una hoja volandera. Y además, estoy casi segura de saber quién es su autor.
Asintió.
– Caro -dijo con tono enfático-. Caro y Joline. Es su estilo. Todas esas zarandajas de los niños inocentes -se le escapó un bufido de indignación-. Lo que pasa es que la gente les hace caso, Vianne, se lo pensarán dos veces antes de acudir a la fiesta. Joline es la maestra del pueblo y Caro pertenece al Comité de Residentes.
– ¡Vaya! -yo no sabía siquiera que hubiera un comité de residentes y lo imaginé formado por santurrones engreídos aficionados al cotilleo-. ¿Qué pueden hacer? ¿Detener a todo el mundo?
Joséphine movió negativamente la cabeza.
– Paul también forma parte del comité -dijo bajando la voz.
– ¿Y qué?
– Ya sabes de qué es capaz -dijo Joséphine con aire desesperado. He comprobado que, cuando se siente angustiada, recupera sus antiguos gestos y vuelve a presionarse el esternón con los pulgares como quien quiere practicar la Maniobra Heimlich-. Está loco, ya lo sabes. Es un…
Se interrumpió con expresión triste y con los puños cerrados. Volví a tener la impresión de que quería decirme algo, de que sabía algo. Le toqué la mano intentando penetrar en sus pensamientos, pero no percibí nada que no hubiera visto otras veces: humo, un humo gris y grasiento sobre un cielo purpúreo.
¡Humo! Le apreté la mano. ¡Humo! Ahora que reconocía lo que veía podía tratar de descubrir los detalles: el rostro del hombre era un borrón azulado en la oscuridad y en él destacaba su sonrisa fría y triunfante. Joséphine me miró en silencio, una mirada oscura que revelaba lo mucho que sabía.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -le pregunté por fin.
– No se puede demostrar -dijo Joséphine-. Yo no te he dicho nada.
– No es preciso. ¿Por eso tienes miedo de Roux? ¿Por lo que hizo Paul?
Levantó la barbilla con aire resuelto.
– A él no le tengo ningún miedo.
– Pero no hablarás con él. Ni siquiera estarías en la misma habitación que él. No puedes mirarlo a los ojos.
Joséphine se cruzó de brazos como quien no tiene más que decir.
– ¿Joséphine? -le cogí la cara y se la volví por la fuerza hacia mí, la forcé a que me mirara-. ¿Joséphine?
– De acuerdo -dijo con voz áspera y a la vez triste-. Yo lo sabía, de acuerdo. Sabía lo que pensaba hacer Paul. Le dije que, como intentara algo, lo diría, los avisaría. Y entonces fue cuando me pegó -me miró con los ojos turbios y la boca torcida debido a las lágrimas que reprimía-. O sea que soy cobarde -dijo gritando y con voz confusa-. Ahora ya sabes quién soy, no soy tan valiente como tú. Soy embustera y cobarde porque permití que lo hiciera. Podía haber muerto alguien… Roux o Zézette o su pequeño. ¡Y también habría sido por mi culpa! -lanzó un profundo suspiro, un suspiro áspero-. No se lo digas a Roux -me rogó-. No podría soportarlo.
– No seré yo quien se lo diga a Roux -le dije con voz suave-. Se lo dirás tú misma.
Negó resueltamente con la cabeza.
– No, yo no. No puedo.
– De acuerdo, Joséphine -cedí-. Tú no tienes la culpa de nada. Y no murió nadie, ¿verdad?
Pero ella prosiguió con obstinación:
– No podría… no puedo.
– Roux no es como Paul -le dije-, se parece más a ti de lo que imaginas.
– Pero es que no sabría qué decirle -se retorció las manos-. Lo único que querría es que se marchase -dijo con furia-. Me gustaría que cobrase el dinero que se ha ganado y se marchase a otra parte.
– No, no lo hará -le dije-. No se irá a ninguna parte -entonces dije a Joséphine lo que Roux me había contado acerca de trabajar en casa de Narcisse y que quería comprarse una embarcación en Agen-. Lo mínimo que se merece es saber quién tuvo la culpa -insistí-. Así sabrá que el único responsable de lo que pasó es Muscat y que a él aquí no lo odia nadie. Tiene que comprenderlo, Joséphine. Imagina cómo se siente.
Joséphine suspiró.
– Hoy no -dijo-. Se lo diré, pero otro día. ¿De acuerdo?
– Otro día no será más fácil que hoy -le advertí-. ¿Quieres que te acompañe?
Me miró fijamente.
– Dentro de un rato va a tomarse un descanso -le expliqué-. Podrías servirle una taza de chocolate y hablar después con él.
Silencio. Su expresión era ausente, estaba pálida. Sus manos, rápidas como las de los pistoleros, le colgaban temblorosas a ambos lados del cuerpo. Cogí un rocher noir de un montón que tenía a mi lado y se lo metí en la boca entreabierta sin darle tiempo a decir palabra.
– Esto es para animarte -le expliqué mientras me volvía para llenar un tazón de chocolate-. ¡Venga, vamos! ¡Mastica!
Oí que profería un sonido leve y vi que esbozaba una media sonrisa. Le di la taza.
– ¿Preparada?
– Supongo que sí -dijo con voz pastosa a causa del chocolate-. Probaré.
Los dejé a solas. Entonces aproveché la ocasión para volver a leer el folleto que Joséphine había encontrado en la calle. «Iglesia y no chocolate.» La cosa tiene gracia. Hay que reconocer que el Hombre Negro demuestra tener un cierto sentido del humor.
A pesar del viento, en la calle hacía calor. Les Marauds refulgían al sol. Bajé lentamente hacia el Tannes, disfrutando del calor del sol que me daba en la espalda. Había llegado la primavera sin apenas preludio, tan bruscamente como cuando tras doblar un ángulo rocoso uno se encuentra delante de un valle. De pronto habían florecido los jardines y los márgenes y ahora eran toda una exuberancia de narcisos, lirios y tulipanes. Hasta las casas ruinosas de Les Marauds se habían teñido de vivos colores, aunque aquí los ordenados jardines habían cedido el paso a la más desenfrenada excentricidad: en el balcón de una casa que daba al río crecía un saúco florido, un tejado se había cubierto de una alfombra de narcisos, por las grietas de la fachada desportillada de una casa surgían matas de violetas. Plantas que ahora se cultivaban habían retrocedido a su anterior estadio silvestre, pequeños geranios pugnaban por asomar entre umbelas de cicuta, las amapolas crecían autónomas, diseminadas al azar y bastardeaban su rojo originario transformándolo en color naranja o en lila pálido. Bastan unos días de sol para sacudirles el sueño de encima; después de la lluvia se desperezan y yerguen sus corolas buscando la luz. Si arrancas un puñado de supuestos hierbajos arrancas salvias y lirios, clavellinas y espliego, escondidos debajo de la romaza y de la hierba cana. Estuve vagando junto al río el tiempo suficiente para que Joséphine y Roux ventilasen sus diferencias y seguidamente me abrí camino lentamente a través de los callejones secundarios, subí por la Ruelle des Frères de la Révolution y por la Avenue des Poètes, con sus muros cerrados y oscuros, casi sin ventanas, engalanados tan sólo por cuerdas de las que cuelga la colada, tendidas con toda naturalidad de un balcón a otro, o por algún que otro macetero aislado con las verdes guirnaldas suspendidas de los convulvulus.
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