Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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¿Es ésta la respuesta a mis plegarias, père? ¿Es esa la lección que debo aprender? Vuelvo a escudriñar la multitud para ver de encontrar a Muscat. Todos los domingos viene a la iglesia y hoy, precisamente hoy, un domingo tan especial como éste, no puede faltar… Sin embargo, veo que la iglesia se va vaciando y continúo sin descubrirlo. No recuerdo haberle dado la comunión. Aparte de que no se habría marchado sin intercambiar unas palabras conmigo. Me digo que a lo mejor me está esperando en Saint-Jérôme. La situación que atraviesa en estos momentos con su mujer lo tiene muy trastornado. Quizá necesita que lo oriente un poco más.

El montón de cruces de palma que tengo al lado va disminuyendo a ojos vistas. Las voy sumergiendo una por una en agua bendita, murmuro unas palabras de bendición, un leve toque… Luc Clairmont evita el contacto conmigo al tiempo que farfulla unas palabras desabridas por lo bajo. Su madre intenta reprenderle débilmente y me dedica una leve sonrisa por encima de las cabezas inclinadas de los fieles. Sigo sin ver a Muscat. Inspecciono el interior de la iglesia pero, descontando a unos cuantos viejos que siguen arrodillados ante el altar, está vacía. La puerta todavía está custodiada por la imagen de san Francisco, extrañamente alegre para ser un santo, rodeado de palomas de yeso y con más cara de loco o de borracho que de santo. Siento que se me crispan los rasgos de la cara. Me sulfura que hayan colocado la efigie del santo en ese sitio concreto, tan cerca de la entrada. Me hago la reflexión de que mi tocayo debería de tener más enjundia, más dignidad. En cambio, con ese aire de chiflado que tiene la estatua, con esa manera de reírse a lo tonto, como si estuviera burlándose de mí en mis propias barbas, avanzando una mano en un gesto vago de bendición y acogiendo con la otra en su oronda barriga al palomo de yeso, no parece sino que sueña con zamparse un pastel de paloma. Intento recordar si el santo estaba en ese mismo sitio cuando nos fuimos de Lansquenet, père. ¿Usted se acuerda? ¿O quizás algún envidioso que quiso hacer mofa de mí lo habrá cambiado de sitio? Saint-Jérôme, bajo cuya advocación se construyó la iglesia, tiene bastante menos preeminencia: metido en su oscura hornacina, cobijado en la ennegrecida pintura al óleo que tiene a sus espaldas, es un santo sumido en la sombra, visible apenas. El blanco mármol con que fue modelado ha adquirido una tonalidad amarillenta, como de nicotina, debido al humo de miles de cirios. San Francisco, por contra, tiene una blancura de hongo, pese a la humedad del yeso que lo va erosionando en una feliz despreocupación frente a la desaprobación tácita de su colega y compañero. Me hago el propósito de trasladarlo cuanto antes a otro lugar más apropiado.

Muscat no está en la iglesia. Escruto los rincones, convencido aún de que me está esperando en algún lugar, pero ni rastro. Quizás esté enfermo, me digo. Pero pienso que sólo una enfermedad muy seria impediría que un feligrés tan asiduo como él asistiera a la ceremonia del Domingo de Ramos. Me cambio la impoluta casulla por la sotana que llevo a diario y guardo en la sacristía las vestiduras ceremoniales. Como medida de seguridad, encierro bajo llave el cáliz y la patena. En los tiempos de usted, père, no eran precisas estas precauciones, pero dada la inseguridad de los tiempos que corren es mejor no confiarse demasiado. Vagabundos y gitanos, por no hablar de los propios habitantes del pueblo, podrían tomarse más en serio la perspectiva de conseguir un buen dinero que la posibilidad de la condenación eterna.

Me encamino a Les Marauds con paso rápido. Desde la semana pasada, Muscat no se ha mostrado muy comunicativo y, a pesar de que lo he visto sólo de paso, he podido fijarme en que parece abotargado, enfermo, camina encorvado como un penitente arrepentido y tiene los párpados hinchados y entrecerrados, apenas se le ven los ojos. Ha perdido clientela, quizá por ese gesto avieso de Muscat y por su mal genio. Me personé, pues, el viernes en el bar de Muscat. Estaba prácticamente vacío. No había barrido el suelo desde que su mujer, Joséphine, lo abandonó, por lo que pisé todas las colillas y envoltorios de las golosinas que vende y que están desparramados por el suelo. No había superficie que no estuviera cubierta de vasos sucios acumulados. Debajo del vidrio del expositor había algunos bocadillos y una cosa rojiza y alabeada que igual podía ser una porción de pizza. Al lado, un montón de folletos de Caroline debajo de una jarra sucia de cerveza. La fetidez de los Gauloises no cubría el hedor a vómitos y a moho.

Muscat estaba borracho.

– ¡Ah, usted! -dijo con tono moroso y ligeramente beligerante-. Espera que le ofrezca la otra mejilla, ¿verdad? -aspiró una profunda bocanada del cigarrillo humedecido de saliva que tenía encajado entre los dientes-. Estará contento de mí. Hace días que no me acerco a la zorra de mi mujer.

Hice un gesto negativo con la cabeza.

– No se amargue de esa manera -le dije.

– En mi bar hago lo que me da la gana -me respondió Muscat arrastrando las palabras y en su tono agresivo habitual-. ¿No es mi bar, père? Me refiero a que, encima, no pensará usted entregárselo a ella en bandeja, digo yo.

Le dije que comprendía lo que sentía y por toda contestación volvió a dar otra calada al cigarrillo, me lanzó en la cara una vaharada rancia de cerveza y soltó una carcajada sacudida por un acceso de tos.

– Muy bien, père -su aliento era apestoso y caliente como el de los animales-, muy bien. Claro que lo comprende, no faltaría más. También la Iglesia comprendió todas sus cojonadas cuando usted tomó los votos o lo que coño hagan ustedes. No veo por qué usted ahora no va a comprender las mías.

– Está borracho, Muscat -le solté en la cara.

– Ha dado en el clavo, père -me escupió-. Usted no falla una, ¿verdad? -hizo un gesto ampuloso con la mano que sostenía el cigarrillo-. Lo único que falta es que ella sepa cómo está la casa -dijo con aspereza-. Es lo único que le falta para ser feliz del todo. Saber que me ha arruinado… -ahora estaba al borde de las lágrimas y en sus ojos brillaba esa autoconmiseración tan propia del borracho-… saber que ha expuesto nuestro matrimonio a las burlas de todos… -profirió un ruido repugnante, a medio camino entre un sollozo y un regüeldo-. ¡Saber que me ha partido mi maldito corazón!

Se secó la nariz húmeda con el dorso de la mano.

– No se vaya a figurar que no sé lo que se llevan entre manos allí dentro -dijo bajando la voz-. Lo que hace la zorra y las tortilleras de sus amigas. Sé lo que hacen -había empezado a levantar la voz de nuevo, por lo que eché una mirada alrededor para ver a los tres o cuatro clientes, que lo miraban boquiabiertos y llenos de curiosidad. Le apreté el brazo como para ponerlo en guardia.

– No pierda las esperanzas, Muscat -le insté finalmente, luchando por vencer la repugnancia que me producía su proximidad-. No es ésta la manera de conseguir que vuelva. Recuerde que hay muchos matrimonios que pasan por momentos de duda, pero…

Se rió por lo bajo.

– ¿Le parece que duda es la palabra? ¿Es duda? -soltó otra risita-. ¿Quiere que le diga una cosa, père? Déjeme pasar cinco minutos a solas con la zorra y verá cómo resuelvo el problema de una vez por todas. Verá cómo la hago volver, eso ni lo dude.

Sus palabras me sonaban tan agresivas como estúpidas, mera secuela de su sonrisita de tiburón. Lo agarré por los hombros y pronuncié las palabras articulándolas claramente, en la esperanza de que le llegara como mínimo una parte de su sentido.

– No lo hará -le dije mirándolo a la cara, pasando por alto a los clientes que nos observaban, boquiabiertos, desde la barra-. Usted se comportará como una persona decente, Muscat; usted seguirá los procedimientos correctos si quiere actuar de la manera que sea y se mantendrá alejado de las dos. ¿Está claro?

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