Joanne Harris - Chocolat
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– ¡Huy, son cosas que ocurrieron hace mucho tiempo! -me dice con aire deliberadamente vago-. Mi memoria ya no es lo que era.
Rompe a hablar, en cambio, de todos los detalles del menú que he planeado para la fiesta, disfrutando por adelantado de todo lo que le espera. Desborda sugerencias: brandade truffée, vol-aux-vents aux trois champignons cocidos en vino, acompañados de crema con chantrelles silvestres como guarnición, langoustines asados con ensalada de ruca, cinco tipos diferentes de pastel de chocolate, todos ellos favoritos suyos, helado de chocolate de confección casera… Le brillan los ojos llenos de deleite y de malicia.
– Yo no fui nunca a fiestas cuando era joven -me explica-. Ni a una sola. Una vez fui a bailar a Montauban con un chico que venía de la costa. ¡Uf! -hace un gesto lascivo muy expresivo-. Moreno como la melaza el chico, e igual de dulce. Tomamos champán y sorbete de fresa y bailamos… -lanza un suspiro-. Tendría que haberme visto, Vianne. No le parecería la misma. Para camelarme me dijo que me parecía a Greta Garbo y los dos hicimos como que nos lo tragábamos -soltó una risita por lo bajo-. Por supuesto que no era de los que se casan -dijo con aire filosófico-. Ésos no lo son nunca.
Ahora me paso casi todas las noches en blanco, veo bailar bombones ante mis ojos. Anouk ya duerme en su nueva habitación del desván y yo sueño despierta, dormito, me despierto en pleno sueño, dormito de nuevo hasta que los párpados se me iluminan con la falta de sueño y toda la habitación empieza a dar vueltas a mi alrededor como un barco que navegase. Sólo falta un día, me digo. Un día más.
Anoche me levanté y cogí las cartas de la caja donde prometí que las tendría guardadas. Las noté frías al tacto, frías y lisas como el marfil, sus colores se desplegaban en las palmas de mis manos -azul-morado-verde-negro-, los dibujos familiares se deslizaban tan pronto entrando como saliendo de mi campo de visión, eran como flores presionadas entre dos negras hojas de vidrio. La Torre. Muerte. Los Amantes. Muerte. El Seis de Espadas. Muerte. El Ermitaño. Muerte. Me digo que no significan nada. Mi madre creía en las cartas pero ¿adónde la llevaron? A correr, a correr. La veleta de Saint-Jérôme ahora guarda silencio, fantasmagóricamente quieta. El viento se ha calmado. Me intranquiliza más la quietud que el chirrido del hierro oxidado. El aire es cálido y suave, impregnado de los nuevos aromas del verano que ya se acerca. El verano llega rápidamente a Lansquenet siguiendo la estela de los vientos de marzo, el verano huele a circo, a serrín, a fritanga de harina pastelera, a leña verde recién cortada y a excrementos de animales. Dentro de mí, mi madre me dice en un murmullo: «Es tiempo de cambiar». La casa de Armande tiene las luces encendidas, desde aquí veo el pequeño cuadrado amarillo de la ventana proyectando su luz ajedrezada sobre el Tannes. Me pregunto qué estará haciendo. No me ha expuesto abiertamente sus planes desde aquella vez. En lugar de ello me habla de recetas de cocina, de la mejor manera de esponjar el bizcocho, de la proporción de azúcar y alcohol para macerar cerezas en coñac. Busco en mi diccionario médico su estado de salud. La jerga médica es una forma más de evasión, oscura e hipotética como los dibujos de las cartas. Parece inconcebible que puedan aplicarse esas palabras a la carne humana. Su vista va mermando de forma ostensible, en su campo de visión ya flotan islotes de oscuridad que lo motean todo, lo salpican y desdibujan. Las tinieblas acechan.
Comprendo su situación. ¿Por qué debe luchar para preservar por más tiempo una condición condenada a lo inevitable? El temor al despilfarro -aquella idea de mi madre, nacida como resultado de años de ahorros e incertidumbres- es aquí inapropiado, me digo. Aquí cuadra mejor el gesto estrafalario, la explosión, primero luces deslumbrantes y después la oscuridad súbita. Sin embargo, hay algo en mí que se lamenta de manera infantil -¡no, no hay derecho!-, quizás esperando aún el milagro. Una vez más, la idea de mi madre. Armande sabe mejor que yo lo que se lleva entre manos.
En las últimas semanas -la morfina empezaba a invadir todos sus momentos y sus ojos estaban sumidos en perpetua neblina- ya comenzó a estar desconectada de la realidad durante horas, y revoloteaba entre fantasías como una mariposa entre flores. Algunas eran agradables, sueños en los que flotaba, luces, encuentros extracorpóreos con actores de cine muertos y con seres de planos etéreos. Algunas estaban entreveradas de paranoia. De ellas no estaba nunca lejos el Hombre Negro, siempre acechaba desde las esquinas o estaba sentado en la ventana de algún restaurante popular o detrás del mostrador de una tienda de baratijas. A veces era un taxista, conducía uno de esos armatostes negros que aún se ven en Londres y llevaba una gorra de béisbol con la visera bajada sobre los ojos. Llevaba escrita en la gorra la palabra TRAMPOSOS, decía ella, debido a que iba tras aquellos que lo habían burlado en otros tiempos, aunque no de manera definitiva, no para siempre, según decía moviendo sabiamente la cabeza, no para siempre. En el curso de uno de sus conjuros, mi madre sacó una cartera de plástico amarillo y me la mostró. Estaba repleta de recortes de periódico, la mayoría fechados a finales de los sesenta o principios de los setenta. Casi todos estaban en francés, aunque había algunos en italiano, alemán y griego. Todos trataban de raptos, desapariciones y ataques a niños.
– ¡Es tan fácil! -afirmó con ojos desorbitados y mirada perdida-. Hay espacios muy dilatados donde es muy fácil perder a un niño. Es tan fácil perder a una niña como tú… -parpadeó como si se le nublase la vista. Yo le di unas palmadas en la mano para tranquilizarla.
– ¡Está bien, está bien, maman! -le dije-. Pero tú siempre has estado atenta conmigo. Tú te has ocupado siempre de mí y por eso no me he perdido nunca.
Volvió a parpadear.
– ¡Oh, sí! Tú te perdiste una vez -me dijo con una mueca-. Tú te perdiste -su mirada vagó por el espacio, en su cara había una sonrisa o una mueca, su mano era un manojo de ramas secas que yo asía con la mía-. ¡Te perdiste! -repitió con voz acongojada y seguidamente se echó a llorar. La consolé como pude y volví a guardar los recortes de periódico en su escondrijo. Al hacerlo me di cuenta de que varios se ocupaban del mismo caso: la desaparición en París de Sylviane Caillou, una niña de dieciocho meses. Su madre la había dejado desatendida dos minutos en su cochecito, perfectamente sujeta con una correa, mientras ella entraba en una farmacia y, al volver, la niña había desaparecido. Había desaparecido igualmente la bolsa donde llevaba la ropa de repuesto y sus juguetes, un elefante de peluche de color rojo y un osito marrón.
Mi madre observó que yo leía la noticia y volvió a sonreír.
– Creo que entonces tenías dos años -dijo con voz marrullera-, o casi. Y aquella niña era mucho más guapa que tú. No puedes ser tú, ¿no te parece? Y además, yo era mejor madre que la suya.
– ¡Claro que sí! -dije-. Tú eras una buena madre, una madre maravillosa. No te preocupes. Tú jamás habrías hecho nada que me pusiera en riesgo.
Mi madre se limitó a moverse con un balanceo y sonrió.
– Su madre era una descuidada -dijo con un canturreo-, una descuidada y nada más que eso. No se merecía una niña tan guapa como aquella, ¿no crees?
Le di la razón con un gesto de la cabeza y de pronto sentí frío.
Con voz infantil me preguntó:
– No he sido mala contigo, ¿verdad, Vianne?
Me estremecí. Los recortes de periódico eran rasposos al tacto.
– No -la tranquilicé-. No fuiste mala.
– Yo te cuidé, ¿verdad? No te abandoné nunca. Ni siquiera cuando el cura aquel dijo… dijo lo que dijo. ¡Nunca!
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