Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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He dado media vuelta, impresionado ante tanta ostentación. Es típico de Armande haber elegido el Viernes Santo para esta celebración. La prodigalidad -flores, comida, cajas de botellas de champán en la puerta, embaladas con hielo para que se mantengan frescas- es casi una blasfemia, una mofa manifestada a voz en grito y en la misma cara de Dios en el momento de su sacrificio. Mañana hablaré con ella sobre el asunto. Ya iba a abandonar el sitio cuando he descubierto a Guillaume Duplessis junto a la puerta, acariciando a uno de los gatos de Armande. Se ha llevado cortésmente la mano al sombrero.

– ¿Ha venido a ayudar? -le pregunté.

Guillaume ha asentido con un gesto.

– He pensado que podía echarles una mano -admitió-. Queda mucho por hacer hasta la noche.

– Me sorprende que participe de la fiesta -le he dicho con aspereza-. ¡Un día como hoy! De veras que me parece que esta vez Armande ha llevado las cosas demasiado lejos. Aparte de la falta de respeto que supone para la Iglesia, hay que tener en cuenta también el gasto que representa…

Guillaume se encogió de hombros.

– Armande también tiene derecho a celebrar una fiesta -ha dicho con voz tranquila.

– Pues con tanto comer lo único que conseguirá es matarse -le repliqué con viveza.

– Creo que tiene edad para hacer lo que se le antoje -ha dicho Guillaume.

Le dirigí una mirada de desaprobación. Desde que tiene tratos con esa tal Rocher, este hombre parece otro. De su rostro ha desaparecido aquel aire de sumisa humildad de otros tiempos y, en lugar de él, tiene un aspecto decidido, desafiante casi.

– No me gusta que la familia de Armande se crea con derecho a organizarle la vida -ha proseguido, testarudo.

Me encogí de hombros.

– Me sorprende que usted, precisamente usted, se ponga de parte de ella -le digo.

– La vida está llena de sorpresas -me respondió él.

Ojalá fuera verdad.

36

28 de marzo

Viernes Santo

En un determinado momento, de hecho bastante pronto, he olvidado el motivo de la fiesta y he comenzado a pasármelo bien. Mientras Anouk estaba entretenida jugando en Les Marauds, he orquestado los preparativos de la comida más copiosa y suculenta que he preparado en mi vida y me he extraviado en los detalles más sabrosos. Disponía de tres cocinas: los enormes hornos de La Praline, donde he preparado los pasteles; el Café des Marauds, en lo alto del camino, para el marisco; y la minúscula cocina de Armande para la sopa, las verduras, las salsas y la guarnición. Aunque Joséphine se había ofrecido a prestar a Armande la vajilla y la cubertería que hiciera falta, ésta movió negativamente la cabeza con una sonrisa.

– Ese problema está resuelto -le replicó Armande.

Y efectivamente lo estaba, porque el jueves por la mañana llegó una furgoneta que ostentaba el nombre de una importante empresa de Limoges, que hizo entrega de dos cajas de cristalería y de servicio de mesa, amén de porcelana fina, todo transportado entre papeles desmenuzados. El hombre encargado del transporte se dirigió a Armande con una sonrisa al pedirle que le firmara el albarán de entrega.

– Se casa una nieta, ¿verdad? -le preguntó, jovial.

Armande le respondió con una risita.

– Podría ser -replicó-, podría ser.

Ha estado todo el viernes de excelente humor, haciendo como que supervisaba los preparativos, pero en realidad estorbando más que otra cosa. Como una niña traviesa, mete los dedos en las salsas, inspecciona las bandejas que tengo tapadas y levanta las tapaderas de los peroles hasta que he acabado por pedir a Guillaume que me hiciera el favor de llevársela a la peluquería de Agen para que me dejara tranquila un par de horas. Cuando ha vuelto parecía otra: llevaba el cabello muy bien cortado, un sombrero nuevo y ladeado, guantes y zapatos nuevos. Los zapatos, los guantes y el sombrero eran del mismo tono rojo cereza, el color favorito de Armande.

– Voy arriba -me informó muy satisfecha, mientras se instalaba en la mecedora dispuesta a observar la marcha de los acontecimientos-. Es posible que a finales de esta misma semana me líe la manta a la cabeza y me compre un vestido rojo. ¿Me imagina entrando en la iglesia con un vestido rojo? ¡Yupi!

– Mire, descanse un rato -le dije muy seria-. Esta noche tiene una fiesta y no quiero que se caiga dormida al llegar a los postres.

– ¡Qué va! -respondió, aunque ha accedido a dormir una horita a la caída de la tarde mientras yo preparaba la mesa y los demás se iban a sus casas a descansar un rato y a cambiarse de ropa para la cena.

La mesa es larga, lo que resulta bastante absurdo teniendo en cuenta las pequeñas dimensiones del comedor de Armande, pero con un poco de buena voluntad cabremos todos. Es un pesado mueble de roble negro y han sido necesarias cuatro personas para trasladarlo e instalarlo en la glorieta que ha preparado Narcisse, debajo de un baldaquín de follaje y flores. El mantel es de damasco rematado de delicada blonda y huele al espliego con el que Armande lo tenía guardado desde el día de su boda. Fue un regalo de su suegra y todavía estaba por estrenar. Los platos de porcelana de Limoges son blancos y con una pequeña cenefa de flores amarillas en el borde. Los vasos son de cristal y de tres tipos diferentes. El sol, al atravesar el cristal, proyecta sobre el blanco mantel manchas huidizas con todos los colores del arco iris. En medio de la mesa hay un centro de flores de primavera suministradas por Narcisse y junto a cada plato hay una servilleta cuidadosamente doblada. Sobre cada una de las servilletas hay una tarjeta con el nombre del comensal correspondiente: Armande Voizin, Vianne Rocher, Anouk Rocher, Caroline Clairmont, Georges Clairmont, Luc Clairmont, Guillaume Duplessis, Joséphine Bonnet, Julien Narcisse, Michel Roux, Blanche Dumand, Cerisette Plançon.

En un primer momento no identifico los dos últimos nombres, pero de pronto me acuerdo de Blanche y de Zézette, que siguen con sus barcas amarradas río arriba y todavía permanecen a la espera. Me doy cuenta de que hasta ahora no había sabido cuál era el nombre de pila de Roux y hasta había pensado que Roux era un apodo que podía hacer referencia al color de sus cabellos.

A las ocho han empezado a llegar los invitados. Yo he salido de la cocina a las siete para ducharme y cambiarme rápidamente de ropa y, al volver, me he encontrado la barca amarrada junto a la casa y a sus ocupantes en tierra. Blanche llevaba una falda acampanada de color rojo y una blusa de encaje, Zézette vestía un traje de noche antiguo de color negro que dejaba al descubierto sus brazos tatuados con henna y lucía un rubí en una ceja. Roux llevaba unos pantalones vaqueros limpios y una camiseta blanca. Todos traían regalos para Armande, envueltos en papel de regalo, papel de empapelar paredes o retales de ropa. A continuación ha llegado Narcisse con su traje de los domingos, seguido de Guillaume, con una flor amarilla en el ojal, y acto seguido los Clairmont, con aire francamente cordial, aunque Caro observaba a la gente del río con mirada desconfiada pese a que se había propuesto pasarlo bien ya que se exigía de ella aquel sacrificio… Mientras dábamos cuenta de los apéritifs, piñones salados y galletitas, hemos observado a Armande abrir los regalos: un dibujo de un gato metido en un sobre rojo de parte de Anouk, una jarra de miel de parte de Blanche, unas bolsitas de espliego en las que Zézette había bordado la letra B. «No me ha dado tiempo a bordar la inicial de su nombre -le explica con alegre despreocupación-, pero le prometo que el año que viene se la bordaré.» Una hoja de roble tallada en madera de parte de Roux, tan bien hecha que parece de verdad, con su manojito de bellotas colgadas del tallo, una gran cesta de frutas y flores de parte de Narcisse. Los regalos más caros son de los Clairmont: un pañuelo de Caro -veo que no es un Hermès pero es de seda-, un jarrón de plata para flores y de parte de Luc algo rojo y reluciente metido en un sobre de papel crujiente, que oculta a la mirada de su madre lo mejor que puede, escondiéndolo debajo de un montón de envoltorios desechados… Armande sonríe y sus labios dibujan una exclamación -«¡Yupi!»- antes de taparse la boca con la mano ahuecada. Joséphine le ha regalado un pequeño guardapelo de oro, que le entrega con una sonrisa como disculpándose:

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