Joanne Harris - Chocolat
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– No, maman. Tú no me abandonaste nunca.
El frío de pronto me había dejado paralizada, me hacía difícil pensar. No podía sacarme de la cabeza aquel nombre tan parecido al mío, ni tampoco las fechas… ¿Acaso no recordaba aquel oso y aquel elefante, el peluche tan gastado que había acabado por convertirse en una tela roja y pelada, transportados incansablemente de París a Roma, de Roma a Viena…?
Sin duda que podía tratarse de una más de sus fantasías. Hubo otras, como la serpiente escondida en la ropa de la cama y la mujer de los espejos. Podía ser un engaño. En la vida de mi madre había muchas cosas así. Y además, había pasado tanto tiempo que ahora, ¿importaba ya algo?
A las tres me he levantado. La cama estaba caliente y llena de bultos. El sueño vagaba a un millón de kilómetros de distancia. He encendido una vela y la he llevado a la habitación vacía de Joséphine. Las cartas de mi madre volvían a estar en el antiguo sitio de siempre, metidas en su caja, y se deslizaban ágiles entre mis dedos. Los Amantes. La Torre. El Ermitaño. Muerte. Sentada con las piernas cruzadas en el suelo desnudo, las he barajado con algo más que mera pereza. La Torre con la gente que cae de ella, muros que se desmoronan, cosas que entiendo. Es mi constante miedo a tener que cambiar de sitio, el miedo a los caminos, a la desposesión. El Ermitaño con su capucha y su farol se parece mucho a Reynaud, su rostro taimado está medio oculto en las sombras. A la Muerte la conozco muy bien, por lo que abro los dedos ante la carta -¡fuera!- haciendo el antiguo gesto automático. Pero, ¿y los Amantes? He pensado en Roux y Joséphine, tan parecidos sin saberlo, y no he podido evitar una punzada de envidia. Sin embargo, me acomete la convicción repentina de que la carta no me ha librado todos sus secretos. La habitación se ha impregnado de perfume de lilas. Tal vez haya roto el tapón de uno de los frascos de mi madre. Pese al frío de la noche me siento inundada de calor, hay vetas de calor que me penetran en el estómago. ¿Roux? ¿Roux?
Vuelvo precipitadamente la carta con dedos temblorosos.
Un día más. Sea lo que fuere lo que tenga que venir puede esperar un día más. Vuelvo a barajar las cartas pero carezco de la destreza de mi madre y se me deslizan de las manos, se desparraman sobre las tablas de madera. El Ermitaño cae boca arriba. A la luz de la vela parpadeante se parece más a Reynaud que nunca. Su cara dibuja una mueca agresiva entre las sombras. «Encontraré el camino -me dice con expresión taimada-, te figuras que has salido vencedora, pero yo encontraré el camino.» Noto su maldad en las yemas de los dedos.
Mi madre lo habría llamado una señal.
De pronto, obedeciendo a un impulso que sólo entiendo a medias, cojo el Ermitaño y lo acerco a la llama de la vela. La llama coquetea un instante con la carta tiesa hasta que la superficie comienza a arrugarse. La cara pálida esboza una mueca y se ennegrece.
– ¡Ya te enseñaré yo! -le digo con un hilo de voz-. Trata de meter las narices en esto y verás…
Un lengüetazo de fuego prende de forma alarmante y suelto la carta, que cae sobre las tablas. La llama se extingue y desparrama chispas y ceniza sobre la madera.
Siento una gran alegría.
«¿Y ahora quién cambia las cosas, madre?»
Esta noche, sin embargo, no puedo sacarme de la cabeza la sensación de que en cierto modo me han manipulado, me he visto empujada a revelar algo que habría hecho mejor dejando en su sitio. No he hecho nada, me digo. No había malicia.
Pero esta noche no me puedo sacar esta idea de la cabeza. Me siento ligera, ingrávida como pelusilla de asclepiadea que un viento cualquiera puede llevarse volando.
35
28 de marzo
Viernes Santo
Tendría que estar con mi rebaño, père, lo sé. La iglesia está llena de incienso, engalanada con colgaduras funerarias negras y moradas, no reluce ni una sola pieza de plata, no hay ni una sola guirnalda de flores… Yo debería estar en la iglesia. Hoy es mi día grande, père, la solemnidad, la piedad, el sonido del órgano que parece una gigantesca campana submarina mientras las campanas de verdad están en silencio, como no puede ser de otro modo, en señal de luto por Cristo crucificado. Yo con las vestiduras negras y moradas, mi voz convertida en la nota media del órgano entonando las palabras. Todos me miran con ojos muy abiertos, una mirada oscura. Hoy hasta los renegados van a la iglesia, de negro y con el cabello engominado. Sus necesidades, sus esperanzas llenan el hueco que hay dentro de mí. Durante un brevísimo espacio de tiempo me inspiran amor, siento amor por sus pecados, por su redención última, por sus mezquinas preocupaciones, por su insignificancia misma. Sé que usted me entiende, porque también usted fue su padre. En un sentido que tiene mucho de real usted murió por ellos de la misma manera que Nuestro Señor. Para protegerlos de sus pecados y de sí mismos. Ellos no llegaron a saberlo nunca, ¿no es verdad, père? Por mí no lo han sabido nunca. Pero aquel día en que me lo encontré a usted con mi madre en la cancillería… Un ataque al corazón, dijo el médico. Seguramente la impresión fue excesiva. Usted se retrajo entonces. Se encerró dentro de sí mismo. Sé que me oye, sé que ve mejor ahora que en toda su vida. Y sé que llegará el día en que volverá a nuestro lado. He ayunado y he rezado, père. Me he humillado. Pese a todo, me siento indigno. Todavía tengo algo pendiente.
Después de la ceremonia se me ha acercado una niña, Mathilde Arnaud, y poniendo una mano en la mía ha murmurado con una sonrisa:
– ¿A usted también le traerán bombones, monsieur le curé?
– ¿Quién va a traer bombones? -he preguntado, confundido.
Y en tono impaciente ha añadido:
– ¡Las campanas, por supuesto! -ha reprimido una sonrisita-. ¡Las campanas voladoras!
– ¡Ah, sí, las campanas! ¡Claro!
Me he quedado estupefacto y por un momento no he sabido qué responder. Entonces me ha tirado de la sotana y ha insistido:
– Ya sabe, las campanas. Van volando hasta Roma para ver al Papa y traen bombones…
Esto se ha convertido en obsesión. Un refrán de una sola palabra, coro murmurado o gritado tras cada pensamiento. No consigo impedir que la indignación me haga levantar la voz ni que la avidez que denota su expresión se convierta en desaliento y en terror cuando le grito:
– ¿Se puede saber por qué la gente sólo piensa en el chocolate?
Pero lo único que consigo con esto es que la niña escape corriendo y atraviese la plaza llorando mientras la tienda de enfrente, con el escaparate cubierto de papel para envolver regalos, parece que se ríe de mí con aire de triunfo y yo, demasiado tarde, llamo a la niña para que vuelva.
Esta noche se celebrará la ceremonia del santo entierro de la Hostia en el sepulcro, la representación de los últimos momentos de Nuestro Señor por obra de los niños de la parroquia, el encendido de los cirios cuando merma la luz. Normalmente para mí este es uno de los momentos más intensos del año, el momento en que los siento más míos, mis hijos, todos vestidos de negro y con su aire grave. Este año, sin embargo, ¿pensarán en la Pasión, en la solemnidad de la Eucaristía o ya se les hace la boca agua por anticipado? Las historias que ella les cuenta -campanas voladoras y festejos- son invasoras, seductoras. Trato de impregnar el sermón de seducciones parecidas, pero las glorias oscuras de la Iglesia no pueden compararse con esos viajes en alfombras mágicas que ella les propone.
Esta tarde he ido a visitar a Armande Voizin. Es su cumpleaños y la casa estaba toda conmocionada. Por supuesto que ya sabía que me encontraría con una fiesta, aunque jamás habría imaginado que tendría estas proporciones. Caro ya me había hablado una o dos veces del acontecimiento -ella no sabía aún si asistiría, pero esperaba la ocasión como una oportunidad para hacer las paces con su madre de manera defintiva-, aunque sospecho que ella tampoco se hacía idea de la magnitud del acontecimiento. Vianne Rocher estaba en la cocina, se había pasado todo el día preparando la comida. Joséphine Muscat también había ofrecido la cocina del café como zona suplementaria para la preparación del banquete debido a que la casa de Armande es demasiado pequeña para unos preparativos tan complejos y, cuando he llegado, me he encontrado a toda una falange de ayudantes dedicados a transportar platos, peroles y soperas desde el café a la casa de Armande. Por la ventana abierta se escapaba un aroma intenso y vinoso y, pese a mí mismo, he notado que se me hacía la boca agua. Narcisse estaba trabajando en el jardín, disponiendo unas flores en una especie de celosía colocada entre la casa y la puerta. El efecto es extraordinario: clemátides, dondiegos de día, lilas y siringas recorrían la estructura de madera y componían una masa de colores a través de la cual se filtraban suavemente los rayos de sol. No he visto a Armande en parte alguna.
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