Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– ¡Vamos, sube! Es absurdo que los dos nos calemos hasta los huesos. -Hice lo que me ordenaba y me acomodé en el asiento del copiloto con el bolso apretado entre las piernas. Apareció casi al momento, cerró de un portazo y puso el motor en marcha como si no hubiese un instante que perder. Nos alejamos de la estación colina arriba y un momento después accedíamos a la carretera principal y poníamos rumbo a Porthkerris.

– Anda, cuéntame cosas. Creí que vivías en Londres -dijo.

– Así es.

– ¿Has venido de vacaciones?

– Más o menos.

– Eso no es muy exacto. ¿Vas a casa de algún amigo?

– Sí. No. No sé.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues eso. Que no lo sé. -Puede que fuese grosera, pero no pude evitarlo. Me resultaba imposible controlar lo que decía.

– Bueno, será mejor que te decidas antes de llegar a Porthkerris o no tendrás más remedio que pasar la noche en la playa.

– Me alojaré en un hotel… sólo durante esta noche.

– Fabuloso. ¿En cuál? -Le dirigí una mirada cargada de irritación y añadió con lógica aplastante-: Si no me dices a qué hotel vas, no sabré adonde llevarte, ¿no te parece?

Era evidente que me tenía acorralada.

– No he reservado habitación en ningún hotel -dije-. Bueno, pensé que podría hacerlo al llegar. Porque imagino que habrá hoteles.

– Porthkerris está lleno de hoteles. Una de cada dos casas es un hotel. Pero en esta época del año están cerrados casi todos.

– ¿Conoces alguno que esté abierto?

– Sí. Depende de lo que quieras gastarte.

Me miró de reojo. Se fijó en los vaqueros zurcidos, en los zapatos estropeados y en el abrigo viejo de cuero forrado de piel que me había puesto por encima para estar cómoda y caliente. En aquel momento olía como un perro mojado y además lo parecía.

– Iremos de una punta a otra: desde «El Castillo», en lo alto de la colina, donde tendrás que cambiarte para cenar y podrás bailar el foxtrot ante una orquestina de tres músicos, hasta la pensión de la señora Kernow, que da cama y desayuno en Fish Lane número 2. Te recomiendo a la señora Kernow. Se ocupó de mí durante algo más de tres meses hasta que me trasladé a mi propia casa, y sus precios son muy razonables.

Aquello me llamó la atención.

– ¿Tu propia casa? ¿Quieres decir que vives aquí?

– Sí. Desde hace seis meses.

– Pero ¿y la tienda de New Kings Road, donde compré las sillas?

– Estaba echándole una mano al dueño durante un par de días.

Llegamos a un cruce y, al disminuir la velocidad, se volvió para mirarme.

– ¿Ya tienes las sillas?

– No. Pero aboné el importe y allí estarán cuando vuelva.

– Bien -dijo el joven.

Estuvimos un rato en silencio. Atravesamos un pueblo y un tramo de campo sin cultivar, arriba, muy por encima del nivel del mar; luego la carretera se inclinó otra vez hacia abajo y aparecieron árboles a los dos lados. A lo lejos, por entre los troncos retorcidos y las ramas azotadas por el viento, aparecieron las luces parpadeantes de una ciudad pequeña.

– ¿Es Porthkerris?

– Sí. O sea que me tienes que decir ya mismo si será «El Castillo» o Fish Lane.

Tragué saliva. «El Castillo» estaba, obviamente, descartado, pero si iba a Fish Lane tendría que agradecérselo al manipulador que tenía sentado junto a mí. Estaba en Porthkerris sólo para ver a Grenville Bayliss y tenía la incómoda sensación de que si intimaba con aquel joven no podría quitármelo de encima.

– No, «El Castillo» no… -dije, dando a entender que prefería otro lugar, más modesto. Pero él me interrumpió.

– Muy bien -dijo, con una franca sonrisa-. Entonces, la señora Kernow de Fish Lane; no te arrepentirás.

Mi primera impresión de Porthkerris, en la oscuridad y bajo las ráfagas de lluvia, fue, como mínimo, confusa. La ciudad estaba casi vacía, las calles desiertas y mojadas reflejaban la luz de las farolas y todo estaba encharcado.

Nos internamos a toda velocidad en un desconcertante laberinto de callejones para salir a la carretera que circunvalaba el puerto y regresar otra vez al laberinto de calles adoquinadas y casas desiguales, construidas a la buena de Dios.

Por último entramos en una calle estrecha y flanqueada de casas grises cuyas puertas principales se abrían en plena acera.

Todo era digno y respetable. En las ventanas había visillos de encaje y en ocasiones columbraba estatuillas de niñas con perros o grandes jarrones verdes con aspidistras.

La furgoneta redujo la velocidad y se detuvo.

– Ya hemos llegado. -El joven apagó el motor y entonces oí el viento y, por debajo de su agudo silbido, el fragor cercano del mar. Olas grandes rompían estruendosamente sobre la arena y se retiraban con un siseo prolongado-. Todavía no sé cómo te llamas -dijo.

– Rebecca Bayliss. ¿Y tú?

– Joss Gardner… Joss es apócope de Jocelyn, no de Joseph. -Después de regalarme aquella información bajó del vehículo y llamó al timbre de una puerta y, mientras esperaba, fue a sacar mi mochila de debajo de la lona. En aquel preciso momento se abrió la puerta, el joven se volvió y el haz de luz cálida que brotó de la casa le iluminó por completo.

– ¡Joss!

– Hola, señora Kernow.

– ¿Qué haces aquí?

– Le traigo una visita. Le he dicho que era el mejor hotel en Porthkerris.

– Ay, cielo, no acostumbro a tener huéspedes en esta época del año. Pero entra, apártate de la lluvia. Qué tiempo, ¿verdad? Tom ha bajado al cuartel de la guardia costera a causa de una alarma que se ha recibido en la dirección de Trevose, pero no sé nada aún. No he oído ningún cohete todavía.

Sin saber cómo, acabamos todos dentro de la casa; pero con la puerta cerrada, casi no cabíamos los tres en el pequeño vestíbulo.

– Entrad, acercaos al fuego… se está bien aquí; os traeré una taza de té si os apetece… -La seguimos hasta una salita reducida, acogedora y llena de enseres. La señora Kernow se arrodilló para atizar el fuego y echar más carbón, y aproveché la pausa para mirarla con detenimiento: era pequeña, con gafas, bastante mayor, iba en zapatillas y llevaba un delantal encima de un vestido marrón de buen paño.

– No queremos té ahora -dijo el joven-. Pero sí queremos saber si podría usted hospedar a Rebecca durante un par de días.

La mujer se incorporó.

– Bueno, no sé… -Me miró indecisa. No era para menos: con el aspecto que tenía yo y el abrigo que olía a perro, no podía reprochárselo.

Fui a decir algo, pero Joss me interrumpió antes de que pudiera abrir la boca.

– Rebecca es persona respetable y no le robará los cubiertos. Yo respondo por ella.

– Está bien… -La señora Kernow sonrió. Tenía los ojos muy bonitos, de un azul pálido-. La habitación está libre, así que puede contar con ella. Pero no tengo nada para cenar esta noche, no esperaba a nadie. Sólo me quedan unas pastas.

– No se preocupe -dijo Joss-. Cenará conmigo. -Fui a protestar, pero no me hizo caso-. Que se instale y deshaga el equipaje, dentro de un rato pasaré a buscarla -dijo a la señora Kernow. Miró la hora-. A las siete y media. -Y a mí, como si mi opinión careciera de importancia-: ¿De acuerdo? Es usted un ángel, señora Kernow, la quiero como a una madre. -La abrazó y le dio un beso. La mujer parecía fascinada. Me hizo un guiño de despedida y dijo-: Hasta luego. -Y se fue. Oímos el rugido de la furgoneta al alejarse.

– Es un muchacho encantador -dijo la señora Kernow-. Lo tuve aquí alrededor de tres meses… Anda, coge el bolso y ven a ver la habitación. Es un poco fría, pero tengo una estufa eléctrica, y hay agua caliente, por si quieres darte un baño… Siempre he dicho que cuando se viaja en tren se acaba con mugre hasta las orejas.

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