Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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Rosamunde Pilcher Días De Tormenta Título original The Day of the Storm - фото 1

Rosamunde Pilcher

Días De Tormenta

Título original: The Day of the Storm

Traducción: Silvina C. Cantarella

Capítulo 1

Todo comenzó el último lunes de enero. Un día triste en una época triste del año. La Navidad y el Año Nuevo ya habían pasado y estaban olvidados, pero la nueva estación aún no había empezado a aparecer. Londres estaba frío y húmedo, y las tiendas, llenas de esperanzas vanas y de ropa de paseo. En el parque, los árboles desnudos parecían un bello encaje recortado en el cielo gris; el pisoteado césped tenía un aspecto triste y muerto, era imposible imaginar que alguna vez volviera a estar alfombrado con las matas moradas y amarillas del azafrán.

Era un día como otro cualquiera. El despertador me hizo abrir los ojos en la oscuridad, pero en una oscuridad empalidecida por la amplitud de las grandes ventanas sin cortinas, y a través de ellas vi la copa del plátano, iluminada solamente por el resplandor anaranjado de las lejanas luces de la calle.

No había muebles en mi habitación, excepto el sofá cama en el que estaba acostada y una mesa de cocina a la que pensaba dar una mano de pintura y lustrar con una capa de cera cuando tuviera tiempo. Hasta el suelo estaba desnudo y las tablas de madera se extendían de zócalo a zócalo. Una caja de naranjas me servía de mesita de noche, y otra hacía las veces de silla.

Extendí la mano, encendí la luz e inspeccioné aquel desolado cuarto con la mayor satisfacción. Era mío. Mi primera casa. Me había mudado allí hacía sólo tres semanas pero me pertenecía por completo. Podía hacer con ella lo que quisiera. Cubrir las blancas paredes con carteles o pintarlas de color naranja. Ya había empezado a desarrollar un interés de propietaria por las tiendas de antigüedades y trastos viejos y no podía pasar por delante de una sin escudriñar el escaparate en busca de algún tesoro que pudiera permitirme comprar. Así había llegado la mesa a mis manos, y ya le había echado el ojo a un espejo dorado antiguo, pero todavía no había reunido el valor necesario para entrar en la tienda y averiguar cuánto costaba. Quizá lo colgara en el centro de la campana de la chimenea o en la pared que estaba frente a la ventana para que el cielo y los árboles se reflejaran en él y formaran un cuadro dentro de su vistoso marco.

Aquellas agradables fantasías me entretuvieron un rato. Volví a mirar el reloj, vi que se estaba haciendo tarde y salté de la cama. Caminé descalza por el suelo rumbo a mi pequeña cocina donde encendí el gas y puse agua a hervir. Había empezado el día.

El apartamento estaba en Fulham, en el piso superior de una pequeña casa que pertenecía a Maggie y John Trent. No hacía mucho que los conocía, apenas desde la Navidad, que había pasado con Stephen Forbes, su esposa Mary y sus muchos y desaliñados niños en la amplia y desordenada casa de Putney. Stephen Forbes era mi jefe, el dueño de la librería de Walton Street en la que trabajaba desde hacía un año. Stephen siempre había sido extraordinariamente amable y solícito conmigo, y cuando averiguó, a través de otra de las chicas, que yo estaría sola en Navidad, él y Mary me hicieron una firme invitación -en realidad, se trató más bien de una orden- para que pasara con ellos los tres días. Había lugar de sobra, insistió Stephen vagamente, una habitación en el desván, una cama en el cuarto de Samantha, en cualquier parte, pero eso no importaría, ¿verdad? Y si tenía ganas, podía ayudar a Mary a preparar el pavo y recoger todos los pedacitos de papel de seda que se cayeran por el suelo.

Lo pensé un poco desde ese punto de vista y terminé por aceptar. Lo pasé de maravilla. No hay nada como una Navidad en familia cuando hay niños en todas partes y ruido y papeles y regalos y un fragante abeto navideño, resplandeciente de adornos y sinuosas guirnaldas hechas en casa.

El 26 por la noche, cuando los chicos se durmieron, los Forbes dieron una fiesta para adultos aunque teníamos todo el aspecto de seguir jugando a juegos infantiles. A esa fiesta vinieron Maggie y John Trent. Eran recién casados. Maggie era hija de un profesor de Oxford a quien Stephen había conocido en su época de estudiante. Era risueña, alegre y sociable, y a partir del momento en que llegó, la reunión se hizo más agradable. Nos presentaron, pero no tuvimos oportunidad de conversar hasta que empezamos a jugar a las charadas y nos encontramos en un sofá, una al lado de la otra, tratando de adivinar el título de una película a partir de los gestos incoherentes que hacía Mary para escenificarlo sin hablar.

– ¡Rose Marie!-gritó alguien, sin razón aparente.

– ¡La naranja mecánica!

Maggie encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás en el sofá, derrotada.

– Me doy por vencida -dijo. Volvió su cabeza morena para mirarme-. Trabajas en la librería de Stephen, ¿verdad?

– Sí.

– Pienso ir allí la semana próxima y gastarme todos los vales para comprar libros que me han regalado estas Navidades. Tengo docenas.

– ¡Qué suerte!

– Acabamos de mudarnos a nuestra primera casa y quiero poner montones de libros en la mesita del café para que todos nuestros amigos piensen que soy muy inteligente…

Entonces, alguien gritó:

– ¡Maggie, te toca a ti!

– ¡Mierda! -dijo Maggie. Se puso de pie de un salto y se alejó con displicencia para ver qué tendría que representar. No puedo recordar qué era, pero cuando la vi hacer el ridículo con tanta alegría, mi corazón se enterneció y me dieron ganas de volver a verla.

Por supuesto, así fue. Tal como me había dicho, vino a la librería unos días después de las vacaciones. Iba vestida con un abrigo de piel de oveja y una falda larga color morado; llevaba un bolso lleno de vales para comprar libros. En ese instante, yo no estaba atendiendo a nadie y salí de detrás de una bien ordenada pila de novelas con flamantes tapas y dije:

– ¡Hola!

– ¡Ah! Estás ahí. Quería verte. ¿Me puedes ayudar?

– Sí, por supuesto.

Juntas elegimos un libro de cocina, una nueva autobiografía de la que todo el mundo hablaba y un volumen extraordinariamente caro de pintura impresionista para la legendaria mesita del café. Todo esto costó un poco más de lo que permitían los vales, así que Maggie rebuscó en su bolso y sacó un talonario para abonar la diferencia.

– John se va a poner furioso -me dijo alegremente mientras escribía la cantidad con un rotulador rojo. El cheque era amarillo, y el efecto resultaba bastante divertido-. Dice que estamos gastando demasiado dinero en las actuales circunstancias. Veamos. -Dio la vuelta al cheque para anotar su dirección-. Bracken Road 14, SW6 -dijo en voz alta por si yo no pudiera descifrar su letra-. Todavía no me acostumbro a escribirla. Acabamos de mudarnos. Es increíble, pero el caso es que la hemos comprado. Nuestros padres pagaron la entrada, y John consiguió que una financiera nos diese un crédito. Pero, por supuesto, estamos obligados a alquilar el piso de arriba para ayudar a pagar la hipoteca. De todos modos, supongo que todo va a salir bien. -Sonrió-. Tienes que venir a ver la casa.

– Me encantaría. -Yo estaba haciendo el paquete meticulosamente y doblando las puntas con cuidado. Maggie me observaba.

– ¿Sabes? Es una grosería por mi parte, pero la verdad es que no sé tu nombre. Sé que es Rebecca, pero, ¿Rebecca qué?

– Rebecca Bayliss.

– Supongo que no conoces a ninguna persona simpática y pacífica que quiera un apartamento sin amueblar…

La miré. Nuestros pensamientos eran tan parecidos que apenas hacía falta hablar. Hice el nudo en el paquete y rompí el cordel. Dije:

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