Primera edición.
Tormenta de magia y cenizas.
©2020, Mairena Ruiz.
©Onyx Editorial
www.onyxeditorial.com
©Ilustración de portada: Diego García Martínez.
©Ilustración de mapa: Diego García Martínez.
©Maquetación: Munyx Design.
©Corrección: Arantxa Comes.
ISBN: 978-84-121953-8-5
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor.
Para Carlos Durá, por ser el primero en creer en mí.
Y para Marta Rodríguez, por no haber dudado nunca.
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Epílogo
AGRADECIMIENTOS
No era feliz cuando el verano terminó. No como debería haberlo sido, disfrutando de cada día, en vez de estar tan preocupada por mi futuro, pero tampoco era consciente entonces. Creía que era lo normal, mirar por la ventana del tren, observando cómo las llanuras cubiertas por viñedos daban paso a pequeñas arboledas, pensando en todo lo que podía cambiar en los próximos meses.
Mi primo Liam se había quedado dormido junto a mí pese al traqueteo y el ruido del tren que nos llevaba a la capital. Pero, aunque hubiera estado despierto, no habría compartido mis temores con él. ¿Eran quince años suficientes para olvidar? Yo apenas tenía siete cuando terminó la Guerra de las Dos Noches, y aun así recordaba el miedo con el que habíamos vivido entonces. No entendía por qué las cosas tenían que cambiar ahora, cuando todo marchaba a la perfección, cuando el Gobierno mantenía la paz dentro y fuera de Ovette.
—Mamá, ¿por qué el tren no llega hasta Olivares? —preguntó el niño que había sentado frente a mí.
Tenía los pies subidos al asiento, ya que no le llegaban al suelo. Su madre tenía sobre las piernas una pequeña tabla de madera con varias hojas, en las que iba haciendo anotaciones con su pluma.
—Porque el tren solo recorre el país de norte a sur, lo cruza por el medio —le explicó gesticulando con la pluma en el aire—. Más o menos. A veces se desvía un poco para pasar por los pueblos más grandes.
—¿Pero por qué no hay otro tren que vaya hasta Olivares? ¿Por qué tenemos que ir a caballo hasta Cabriel?
Me llevé una mano a la cara y volví a mirar por la ventana, ocultando una sonrisa mientras la madre cogía aire.
—Porque el tren funciona con… madera, y agua, y magia —simplificó—. Se mezcla todo para empujarlo. Si hubiera más trenes habría que gastar más madera, y los árboles no pueden crecer tan rápido, ni puede llover más.
—Pero hay muchos árboles y mucha agua.
—Y los necesitamos para otras cosas. Para construir casas, para mantenernos calientes cuando hace frío, para regar los campos…
—¿Y por qué no se usa más magia, entonces?
—Josh.
La madre silenció al niño con su tono de voz, negando rápidamente con la cabeza. Pude ver en el reflejo del cristal cómo me señalaba con disimulo y sentí el calor de la vergüenza en mis mejillas.
El tren había comenzado su recorrido en el extremo sur del país, y aún no habíamos llegado al río Ovette, que daba nombre al país que dividía en dos mitades. La gente que me rodeaba, por tanto, vestía de manera similar. Tejidos sencillos como el algodón y el lino, en tonos tierra, verdosos y anaranjados. Ropas que ahora solo eran un símbolo, un recuerdo de cuando era más importante que las prendas fueran cómodas y fáciles de lavar, porque sus dueños, sureños, trabajaban en el campo y vivían de forma humilde.
Mi falda, aunque de algodón, era de un llamativo color lavanda. Mi blusa, de un blanco impoluto. No importaba que llevara botas de cuero marrón o el pelo suelto. Solo con ver los colores de mi ropa, había temas que ella prefería no discutir delante de mí.
Quise pensar que era por los rumores. Porque tal vez quince años no eran suficientes. Que era por eso, y no porque nada fuera a cambiar nunca en Ovette.
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Cuando el tren empezó a aminorar su velocidad, a punto de entrar en Rowan, desperté a Liam con un codazo. Mi primo gruñó un momento, estirando sus largas piernas en el pasillo y frotándose los ojos. Cuando miró por la ventana se puso en pie de un salto y yo lo seguí riéndome, contagiada por su entusiasmo.
Cogimos nuestras maletas y nos dirigimos al final del vagón, ignorando las miradas de fastidio del resto de pasajeros.
Solo habíamos pasado un mes en Olmos, nuestro pueblo, pero en cuanto vimos a nuestros amigos esperando en el andén, empezamos a chillar y a saludar por la ventana como si lleváramos años sin vernos.
Al detenerse el tren abrí la puerta de un tirón y salté. Sara, tan digna como siempre, se apartó, así que caí sobre Noah, que me abrazó y empezó a dar vueltas. Cuando por fin paró, alcé la mirada para verlo mejor y le toqué el oscuro pelo ondulado, que le llegaba ya a los hombros. Él sonrió y se apartó un mechón de la cara.
—Pareces sureño con esa melena —bromeé.
—Hay cosas peores, Aileen —me contestó él, con fingido dramatismo.
Dándole un empujón con el hombro, me giré hacia los demás. Ethan estaba ayudando a Liam a bajar las maletas del vagón y Sara se había acercado para echarles una mano.
—No es justo, Liam —empezó a protestar Sara mirando sus pálidos brazos—. A ti te da el sol y te pones más rubio y más moreno, y yo solo me lleno de pecas.
—Es el sol de Olmos —intervine—. Si vinieras más a menudo, lo sabrías.
Sara se giró por fin hacia mí y aproveché para darle un corto abrazo.
—¿Me has echado de menos?
—Te vi hace un mes en Nirwan y solo llevo aquí dos días —me contestó ella.
—¿Solo me echas de menos cuando estás aquí?
—Solo te echo de menos cuando estoy sola —me corrigió—. Ethan y Noah llegaron anoche.
—¿Vamos? —preguntó Ethan—. El próximo tren está a punto de llegar.
Era obvio que estaba usando algo de magia para cargar con las maletas, pero ni mi primo ni yo dijimos nada. Nuestros tres amigos eran norteños y estábamos acostumbrados a la forma en que usaban su magia para las pequeñas cosas del día a día. Además, había cogido dos de mis pesadas maletas, así que no iba a quejarme cuando yo solo tenía que llevar mi cartera hasta el carruaje descubierto que habían traído.
Pusimos el equipaje debajo de los asientos e Ethan se subió al pescante mientras los demás nos sentábamos detrás. Liam le ofreció a Sara una mano para ayudarla, ya que llevaba uno de sus largos y poco prácticos vestidos, típicos del norte del país.
Miré a nuestro alrededor, notando que había más gente que otros años, pero, antes de que pudiera comentarlo, habló Noah:
—¿Cuándo empezáis el trabajo? ¿Mañana ya? —nos preguntó mientras el carruaje arrancaba.
—Tengo que hablarlo con Ane cuando llegue, aunque supongo que sí —contestó Liam jugueteando con la correa de una de las maletas.
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