Robert Jordan - La tormenta

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El Tarmon Gai’don, la Última Batalla, se cierne amenazadora y la humanidad no está preparada. Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se esfuerza por conseguir la unión de reinos y alianzas para el enfrentamiento decisivo. Mientras frena la invasión seanchan hacia el norte —con la esperanza de conseguir al menos una tregua— sus a liados observan con espanto la sombra que parece crecer en el corazón del propio Dragón Renacido. Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin de las Aes Sedai rebeldes, está cautiva en la Torre Blanca y sujeta a los caprichos de la tiránica dirigente. Su lucha pondrá a prueba el temple de las Aes Sedai, y el conflicto que plantea su presencia decidirá el futuro de la Torre Blanca y quizás el del propio mundo.

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Robert Jordan

Brandon Sanderson

La tormenta

Para Maria Simons y Alan Romanczuk.

Sin ellos, escribir este libro habría sido imposible

Nubes y nieblas. Ratas. Grajos y cuervos. Podredumbre e insectos. Fenómenos raros y extraños sucesos. Lo normal, deforme y excepcional. ¡Portentos!

Los muertos echan a andar. Unos los ven, y no los ven otros. Pero, más y más, la noche nos asusta a todos.

Así han sido nuestros tiempos. Bajo un cielo muerto cae la lluvia. Nos aplasta con su furia hasta hacernos suplicar: «¡Que dé comienzo!».

Diario de un erudito desconocido Anotación de la Fiesta de Freia, 1000 NE

Prólogo

El significado de la tormenta

RRenald Fanwar se encontraba sentado en el porche —calentando la recia mecedora de roble negro que su nieto le había hecho hacía dos años— y miraba con fijeza hacia el norte.

A la masa de nubes negras y plateadas.

No había visto en toda su vida nubes como ésas; cubrían todo el horizonte septentrional y llegaban muy alto en el cielo. No eran grises, sino negras y plateadas. Nubes tormentosas y atronadoras, oscuras como una húmeda y fresca bodega a medianoche. Espectaculares relámpagos plateados —destellos de rayos que no hacían ruido— saltaban de unas a otras.

El aire estaba… denso, cargado de aromas a polvo, a tierra, a hojas secas y a lluvia que se resistía a caer. Ya era primavera y sin embargo los cultivos no crecían; ni un solo brote se había atrevido a asomar a través de la tierra.

El granjero se levantó despacio de la mecedora, que crujió y se balanceó a su espalda, y caminó hasta el borde del porche; chupó la pipa aunque estaba apagada, pero no quiso molestarse en encenderla otra vez. Las nubes lo tenían paralizado; eran tan negras… Como el humo de un fuego en la maleza, sólo que el humo de un incendio nunca llegaba tan alto en el aire. ¿Y qué pensar de las nubes plateadas? Hinchadas, resaltaban entre las negras como brillantes piezas de acero bruñido entre metal encostrado de hollín.

Renald, que había desviado la vista hacia el patio, se frotó la mejilla.

Una valla encalada cercaba un pequeño espacio salpicado de hierba y arbustos. Éstos se habían muerto, del primero al último; no habían aguantado el largo invierno. Tendría que arrancarlos dentro de poco. En cuanto a la hierba… En fin, seguía siendo paja reseca. No apuntaba ni una sola brizna verde.

El retumbo de un trueno sacudió al granjero, un sonido puro, penetrante, como un gran choque de metal contra metal. Las ventanas de la casa traquetearon, los tablones del porche temblaron y el hombre tuvo incluso la impresión de que los huesos le vibraban.

Reculó de un brinco. Ése había caído cerca, tal vez en su propiedad. Lo asaltó el deseo apremiante de comprobar los daños, porque el fuego de un rayo podía destruir a un hombre, abrasarle la tierra hasta dejarlo en la ruina. Allí arriba, en las Tierras Fronterizas, había muchas cosas que eran yesca involuntaria: hierba seca, tablillas secas, semillas secas…

Pero las nubes aún estaban lejos; era imposible que ese rayo hubiera caído en su propiedad; la masa de nubes negras y plateadas bullía y avanzaba, alimentándose y consumiéndose a sí misma.

El granjero cerró los ojos para calmarse e hizo una profunda respiración. ¿Se habría imaginado lo del rayo? ¿Acaso la cabeza le hacía agua, como bromeaba siempre Gaffin? Abrió los ojos.

Y allí estaban los nubarrones, justo encima de su casa.

Era como si hubieran avanzado de golpe, en un intento de atacar mientras desviaba la vista. Ahora dominaban el cielo y se extendían en todas direcciones, enormes, sobrecogedores. Casi se notaba su peso, que parecía estrujar el aire en derredor. Renald hizo una profunda inspiración e inhaló ese aire que de repente estaba cargado de humedad; la frente le escocía con el sudor.

Esas nubes tormentosas, negro intenso y plata, se agitaban sacudidas por blancas explosiones. De pronto se desbordaron hacia abajo como la manga oscura de un tornado que se lanzaba sobre él. El granjero gritó y levantó una mano como haría para protegerse de una luz intensa. Esa oscuridad. Esa infinita, sofocante negrura, se lo llevaría. Sabía que se lo llevaría…

Y, de repente, las nubes ya no estaban.

La pipa sonó al caer en las tablas del porche con un quedo tintineo, y el tabaco quemado se esparció por los escalones. Renald ni siquiera era consciente de haberla dejado caer; confuso, echando un vistazo al cielo azul, comprendió que se encogía acobardado por nada.

La masa de nubes volvía a encontrarse lejos, en el horizonte, a unas cuarenta leguas de distancia, y retumbaba sin hacer apenas ruido.

Recogió la pipa con mano temblorosa, salpicada de manchas de la edad, curtida por los años pasados al sol.

«No ha sido más que una mala pasada que te ha jugado la mente, Renald —se reprendió a sí mismo—. La cabeza te hace agua, tan cierto como que un huevo es un huevo».

Estaba preocupado por los cultivos; eso era lo que lo tenía con los nervios de punta. Y aunque a los chicos les hablaba con optimismo, aquello no era normal, no era natural. A esas alturas tendría que haber brotado algo; ¡llevaba cuarenta años labrando esa tierra! La cebada no tardaba tanto en germinar; pero no retoñaba, así lo abrasara la Luz. ¿Qué le pasaba al mundo? Ya no se podía contar con que las plantas germinaran y las nubes se quedaran donde debieran.

Se acercó con pesadez a la mecedora para sentarse porque las piernas le temblaban.

«Me hago viejo, eso es lo que pasa», pensó.

Toda la vida había trabajado en una granja, y en las Tierras Fronterizas no era un trabajo fácil, pero si uno se esforzaba podía ganarse bien la vida si conseguía cultivos resistentes.

Un hombre tiene tanta suerte como semillas en el labrantío , solía decir su padre.

Bien, pues, Renald era uno de los granjeros con más éxito en la comarca; lo había hecho tan bien como para comprar otras dos granjas aparte de la suya, y cada otoño llevaba al mercado treinta carretas cargadas con sus productos. En la actualidad tenía trabajando para él a seis buenos hombres que araban los campos y recorrían los cercados para repararlos y mantenerlos en buen estado. Eso no quería decir que él no se metiera en el barro a diario para enseñarles lo que era hacer un buen trabajo en el campo; uno no debía permitir que un pequeño éxito lo echara a perder.

Sí, había trabajado la tierra; o la había vivido, como siempre decía su padre. Sabía del tiempo todo lo que podía saber un hombre, y esas nubes no eran normales. Retumbaban con un ruido sordo, quedo, como cuando un animal gruñe en una noche oscura. A la espera. Acechando en el bosque aledaño.

Brincó sobresaltado por el estallido de otro trueno que sonó demasiado cercano. Pero ¿no estaban aquellas nubes a cuarenta leguas de distancia? ¿No era eso lo que había pensado antes? Más bien parecían encontrarse a diez leguas, ahora que observaba con atención la masa de nubes.

—No empieces con lo mismo —rezongó entre dientes.

Oír su propia voz le sentó bien. Sonaba a algo real. Era agradable oír otra cosa aparte de ese sordo retumbo y el esporádico chirrido de los postigos de alguna ventana. ¿No tendría que oírse dentro de la casa el trajín de Auaine preparando la cena?

—Estás cansado, eso es lo que pasa. Que estás cansado. —Metió los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó la bolsa de tabaco.

Un débil retumbo sonó a su derecha, y al principio dio por sentado que era un trueno; sin embargo, era un ruido demasiado chirriante, demasiado regular. No, no era un trueno, sino unas ruedas en movimiento.

En efecto, una carreta grande tirada por bueyes coronó la colina de Mallard, justo al este. El propio Renald le había dado ese nombre; toda buena colina necesitaba un nombre, y el camino se llamaba calzada de Mallard, así que ¿por qué no ponerle el mismo nombre a la colina?

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