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Robert Jordan: La tormenta

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Robert Jordan La tormenta

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El Tarmon Gai’don, la Última Batalla, se cierne amenazadora y la humanidad no está preparada. Rand al’Thor, el Dragón Renacido, se esfuerza por conseguir la unión de reinos y alianzas para el enfrentamiento decisivo. Mientras frena la invasión seanchan hacia el norte —con la esperanza de conseguir al menos una tregua— sus a liados observan con espanto la sombra que parece crecer en el corazón del propio Dragón Renacido. Egwene al’Vere, la Sede Amyrlin de las Aes Sedai rebeldes, está cautiva en la Torre Blanca y sujeta a los caprichos de la tiránica dirigente. Su lucha pondrá a prueba el temple de las Aes Sedai, y el conflicto que plantea su presencia decidirá el futuro de la Torre Blanca y quizás el del propio mundo.

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Veshir se quedó allí parado más o menos un minuto, observando; por fin se adelantó y asió al hombre mayor por el brazo.

—Renald, ¿qué estamos haciendo?

—Nos vamos al norte —contestó al tiempo que se soltaba con un brusco tirón—. La tormenta se acerca y vamos al norte.

—¿Vamos al norte sólo por una simple tormenta? ¡Eso es una locura!

Thulin tenía razón. Las cosechas… El cielo… La comida que se estropeaba de repente, sin motivo. Incluso antes de haber hablado con Thulin, ya lo sabía; muy en su interior, en lo más profundo de la mente, pero lo sabía. Esa tormenta no pasaría por encima para después desvanecerse, sin más. Había que hacerle frente.

—Veshir, has trabajado en esta granja durante… ¿cuánto tiempo, quince años? —empezó Renald mientras reanudaba su trabajo—. Fuiste el primero que contraté. Dime ¿cómo os he tratado a ti y a los tuyos?

—Bien —respondió Veshir—. ¡Pero, así me abrase, Renald, es la primera vez que hablas de dejar la granja! Las cosechas se morirán y se convertirán en polvo si las abandonamos. Ésta no es una granja de las húmedas tierras del sur. ¿Cómo vamos a irnos así, sin más?

—Porque, si no nos vamos, entonces dará igual si sembramos o no.

Veshir frunció el entrecejo.

—Hijo, harás lo que te diga y no se hable más —añadió el granjero—. Ve y acaba de reunir los animales.

Veshir se alejó enfadado, pero hizo lo que le había mandado. Era un buen hombre, aunque un poco exaltado.

Renald sacó del fuego la hoja de metal al rojo vivo, la apoyó sobre el pequeño yunque y se puso a golpear en la parte nudosa donde se unía la empuñadura con la hoja en sí para aplanarla. El sonido del martillo en el metal parecía más fuerte de lo que tendría que haber sido. Resonaba como el retumbo del trueno y los dos sonidos se mezclaron, dando la impresión de que cada golpe del martillo formaba parte de la tormenta.

Mientras trabajada, tuvo la impresión de que los repiqueteos formaban palabras, como si alguien murmurara dentro de su cabeza la misma frase una y otra y otra vez…

Se acerca la tormenta… Se acerca la tormenta…

El granjero siguió martilleando con cuidado de no tocar el filo de la cuchilla, pero enderezando la hoja, y después dando forma a un gancho en el extremo. Todavía no sabía el porqué. Pero eso no importaba.

La tormenta se acercaba y tenía que estar preparado.

Observando a los soldados patizambos que ataban —cruzado en la silla de montar— el cuerpo de Tanera envuelto en una manta, Falendre refrenó el deseo de echarse a llorar otra vez y las ganas de vomitar. Era la de rango superior y tenía que mantener cierta compostura si quería que las otras cuatro sul’dam que habían sobrevivido aguantaran el tipo. Trató de convencerse de que había visto cosas peores, batallas en las que más de una sul’dam había muerto, así como más de una damane. Sin embargo, aquello le hacía recordar la forma en que Tanera y su Miri habían perecido, y eso la espantaba.

Acurrucada a su lado, Nenci gimoteó cuando Falendre acarició la cabeza de la damane e intentó transmitir sensaciones tranquilizadoras a través del a’dam. Eso solía funcionar, pero al parecer no surtía efecto ahora. Ella misma se sentía demasiado agitada; si fuera capaz de olvidar que la damane estaba escudada y por quién lo estaba… No, no por quién, sino por qué. Nenci gimoteó otra vez.

—¿Darás el mensaje como te he dicho? —habló un hombre detrás de ella.

No, no era un hombre cualquiera. El sonido de la voz le revolvió la bilis, pero hizo el esfuerzo de darse la vuelta para mirar a quien había hablado, para buscar aquellos ojos fríos, duros. Cambiaban de color dependiendo del ángulo en que inclinaba la cabeza —ora azules, ora grises— pero siempre semejaban gemas pulidas. Había conocido a muchos hombres duros, pero ¿alguna vez se había encontrado con uno tan imperturbable como para perder una mano y poco después comportarse como si hubiera perdido un guante? Le hizo una reverencia ceremoniosa a la par que torcía el a’dam para que Nenci hiciera lo mismo. Hasta ese momento —dadas las circunstancias— las habían tratado bien considerando que eran sus prisioneras; incluso les habían dado agua para lavarse y, al parecer, no permanecerían cautivas durante mucho más tiempo. Aun así, con ese hombre, ¿quién podía afirmar que tal cosa no cambiaría? La promesa de libertad bien podría ser parte de un ardid.

—Entregaré vuestro mensaje con el rigor requerido —empezó, pero se le trabaron las palabras. ¿Qué título honorífico debía utilizar con él?—. Milord Dragón —se apresuró a finalizar la frase. Las palabras le dejaron seca la lengua, pero él asintió con la cabeza, así que debía de bastar el tratamiento.

Una de las marath’damane apareció por uno de aquellos agujeros imposibles abiertos en el aire; era una mujer joven que llevaba el cabello trenzado en una larga trenza y que lucía joyas suficientes para pasar por alguien de la Sangre, así como un punto rojo pintado en mitad de la frente, nada menos.

—¿Cuánto tiempo tienes pensado que sigamos aquí, Rand? —demandó, como si el hombre joven de ojos pétreos fuera un sirviente en lugar de ser quien era—. ¿Qué distancia hay desde este sitio hasta Ebou Dar? Esa zona está llena a rebosar de seanchan, ¿sabes?, y es muy probable que tengan soldados volando en raken en misión de reconocimiento todo en derredor de la ciudad.

—¿Te envía Cadsuane a preguntarme eso? —inquirió él, y las mejillas de la joven se sonrojaron un poco—. No estaremos mucho más, Nynaeve. Unos minutos.

La joven desvió la vista hacia las otras sul’dam y damane, éstas, siguiendo el ejemplo de Falendre, hacían como si ninguna marath’damane las observara y, sobre todo, como si no hubiera hombres con chaqueta negra. Todas se habían arreglado lo mejor posible; Surya se había lavado la sangre de la cara y la de la cara de Tabi, y Malian les había atado unas compresas grandes que les daban el aspecto de llevar puesto un extraño sombrero. Ciar se las había apañado para limpiar casi todo el vómito que se había echado por la delantera del vestido.

—Sigo pensando que debería Curarlas —habló de improviso Nynaeve—. Los golpes en la cabeza pueden tener efectos secundarios que no se notan al principio.

Endurecido el gesto, Surya movió a Tabi detrás de ella, al parecer para proteger a la damane. Como si pudiera hacerlo. Los claros ojos de Tabi estaban desorbitados por el terror.

Falendre alzó la mano en un gesto suplicante hacia el hombre joven; el hombre que decía ser el Dragón Renacido.

—Por favor, recibirán atención médica tan pronto como lleguemos a Ebou Dar.

—Déjalo estar, Nynaeve —ordenó él—. Si no quieren la Curación, no hay más que hablar. —La marath’damane lo miró ceñuda y se asió la trenza con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Él desvió de nuevo la atención hacia Falendre—. La calzada a Ebou Dar se encuentra a una hora al este de aquí. Podéis llegar a la ciudad a la caída de la noche si apretáis el paso. Los escudos de las damane se desharán dentro de una media hora. ¿Es eso correcto para los tejidos del saidar, Nynaeve?

—Media hora, sí —repuso ella al cabo de unos segundos—. Pero esto no está bien, Rand al’Thor. Me refiero a mandar de vuelta a esas damane. No está bien y tú lo sabes.

Durante unos segundos los ojos del hombre se tornaron aún más fríos si cabe, aunque no se endurecieron más porque tal cosa era de todo punto imposible. En esos largos instantes las pupilas dieron la impresión de contener cavernas enteras de hielo.

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