Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Era buen pintor, ¿verdad? -dije, sin evitar que se me escapara una nota de orgullo en la voz.

– Sí. Un colorista fantástico. -Puso el cuadro en su lugar-. ¿Lo conoce bien?

– No lo conozco. No lo he visto en mi vida. -Enmudeció en espera de que le ampliase el extraño comentario. Para llenar el silencio, añadí-: Pero ya va siendo hora de que lo conozca. El lunes me voy a Cornualles.

– ¡Magnífico! En esta época las carreteras estarán vacías y el paisaje es precioso.

– Voy en tren, no tengo coche.

– Aun así será un viaje precioso, ojalá luzca el sol.

– Muchas gracias.

Fuimos hasta la puerta. Me la abrió y recogí la maleta.

– ¿Me cuidará las sillas?

– Por supuesto. Adiós. Y que lo pase bien en Cornualles.

Capítulo 3

Pero el sol no brilló para mí. El lunes amaneció tan gris y deprimente como siempre y mis vagas esperanzas de que el clima mejorara un poco a medida que el tren me fuera llevando hacia el oeste se desvanecieron muy pronto: el cielo se fue oscureciendo conforme se sucedían los kilómetros, se levantó un viento muy fuerte y el día terminó con una lluvia torrencial. No había nada que contemplar al otro lado de las ventanillas por las que chorreaba el agua: sólo las siluetas borrosas de las colinas y las granjas y, de vez en cuando, las apelotonadas techumbres de algún pueblo que pasaba fugazmente o la estación medio vacía de pequeñas ciudades anónimas que atravesábamos a toda velocidad.

Todo cambiaría cuando llegáramos a Plymouth, me decía para consolarme. Cruzaríamos el Puente de Saltash y sería como estar en otro país, en otro clima, un lugar con chalés rosados y palmas, y el resplandor agotado del sol de invierno. Pero lo que sucedió fue que la lluvia se volvió más inclemente aún. Cuando miré al exterior y vi los campos inundados y los árboles sin hojas quebrados por el viento, mis esperanzas se desvanecieron definitivamente.

Eran casi las cinco menos cuarto cuando llegamos al nudo ferroviario en que terminaba mi viaje y la tarde oscura ya avanzaba hacia el ocaso. Cuando el tren redujo la velocidad pegado al andén, vi una palma inverosímil perfilada como un paraguas roto sobre el cielo lluvioso. El agua producía tenues destellos y bailoteaba ante el rótulo luminoso que decía: «St. Abbotts, trasbordo dirección Porthkerris». El tren se detuvo. Me eché la mochila al hombro y abrí la puerta maciza que el viento me arrebató inmediatamente de las manos. La brusca bofetada del aire helado que soplaba hacia tierra me hizo jadear. Cogí el bolso y salté al andén. Me uní al desfile general de pasajeros y crucé el puente de madera para llegar al edificio de la estación. Me dio la sensación de que los demás pasajeros tenían amigos que les esperaban; por lo menos cruzaban el vestíbulo con paso decidido, como si supieran que habría un coche aguardándoles en el otro extremo. Fui tras ellos a ciegas, sintiéndome inexperta y extraña, pero con la esperanza de que me condujeran a una parada de taxis. No había ninguno cuando salí de la estación. Me quedé a esperar, deseando que alguien se ofreciera a llevarme, ya que era demasiado tímida para pedírselo a nadie directamente. Por fin, las luces traseras del último coche desaparecieron colina arriba, en dirección a la carretera, y me vi obligada a regresar al vestíbulo para pedir ayuda y consejo.

Encontré a un mozo amontonando jaulas de gallinas en un maloliente despacho de paquetes.

– Disculpe, pero tengo que llegar a Porthkerris. ¿Sabe si hay algún taxi?

Negó despacio con la cabeza, desalentadoramente, y luego, como con un rayo de esperanza, dijo:

– Hay un autobús. Sale uno cada hora. -Echó un vistazo al lento reloj que había en lo alto de la pared-. Pero acaba de perderlo; tendrá que esperar.

– ¿No puedo pedir un taxi por teléfono?

– No hay demanda de taxis en esta época del año.

Dejé caer la mochila al suelo y nos miramos, derrotados por la enormidad del problema. Tenía los pies mojados y se me congelaban poco a poco. Por encima del crepitar de la lluvia oí un automóvil que bajaba la colina a toda velocidad, procedente de la carretera.

Alcé un poco la voz, dispuesta a salirme con la mía:

– Tengo que conseguir un taxi. ¿Dónde hay un teléfono?

– Ahí mismo tiene una cabina.

Me volví para dirigirme al lugar indicado con la mochila a rastras y oí que el coche se detenía en el exterior, a continuación un portazo, pasos de una persona que corría y un momento después apareció un hombre que abrió de golpe la puerta y la cerró empujándola para vencer la fuerza del viento helado. Se sacudió como un perro antes de cruzar el vestíbulo y desaparecer por la puerta abierta del despacho de paquetes. Le oí decir:

– Hola, Ernie. Creo que hay un encargo para mí. De Londres.

– Qué tal, señor Gardner. Hace una tarde de perros.

– Asquerosa. La carretera está inundada. Me parece que es aquél… el que está allí. Sí, ése. ¿Quieres que firme el recibo?

– Ah, sí, tiene que firmar. Aquí…

Imaginé el papel estirado encima de la mesa y el trozo de lápiz procedente de la oreja de Ernie. Y el caso es que no podía recordar dónde había oído antes aquella voz ni por qué la conocía.

– Estupendo. Muchas gracias.

– De nada.

Me había olvidado ya del teléfono y del taxi y me dedicaba a mirar la puerta en espera de que apareciese el hombre. Cuando apareció finalmente -con una caja grande y cubierta de etiquetas que decían «CRISTAL» con letras rojas- vi las largas piernas, los téjanos empapados hasta la rodilla y un impermeable negro por el que resbalaban las gotas de agua. Llevaba la cabeza descubierta, el cabello negro pegado a la piel; con el paquete ante sí, como una ofrenda, se detuvo en seco al verme. Hubo un destello de perplejidad en sus ojos oscuros y me reconoció al instante. Esbozó una sonrisa.

– ¡Dios mío! -exclamó.

Era el joven que me había vendido las sillas de cerezo.

Me quedé con la boca abierta, pensando en lo más profundo de mi ser que me habían jugado una mala pasada. Si alguna vez había necesitado ayuda era en aquellos momentos y hete aquí que el destino me mandaba a la última persona en el mundo que hubiese querido volver a ver. Y que él me viera de aquel modo, empapada y desesperada, era, de alguna manera, la gota que hacía desbordar el vaso.

Dilató la sonrisa.

– ¡Qué asombrosa casualidad! ¿Qué haces aquí?

– Acabo de bajar del tren.

– ¿Adonde vas?

Tuve que decírselo.

– A Porthkerris.

– ¿Van a venir a buscarte?

Estuve a punto de mentirle y decirle que sí. Cualquier cosa con tal de quitármelo de encima. Pero no sirvo para mentir y él se habría dado cuenta de la verdad. Dije que no y luego añadí, con ánimo de aparentar suficiencia:

– Iba a llamar un taxi.

– Tardarías horas. Yo voy a Porthkerris. Te llevo.

– No hace falta que te molestes.

– No es molestia. Voy allí de todos modos. ¿Ése es todo tu equipaje?

– Sí, pero…

– Entonces, vamos.

Yo todavía dudaba; sin embargo él parecía haber dado el asunto por concluido porque ya me había abierto la puerta para que saliera. Eché a andar pues, esquivándole al pasar, y salí al crepúsculo negro y lleno de furia.

En medio de la oscuridad dominante vi la furgoneta descubierta con las luces de posición encendidas.

Soltó la puerta del vestíbulo para que se cerrara de golpe, se dirigió al vehículo, puso el paquete con sumo cuidado en la parte trasera, cogió a continuación mi mochila, la arrojó sin miramiento y cubrió precipitadamente ambos bultos con un fragmento de lona vieja. Me quedé inmóvil, observándole, dijo:

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