Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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Mientras le observaba, se rió de repente de algo que había dicho su compañero. Mi atención se desvió hacia el otro hombre y fue una sorpresa porque, por alguna razón, eran diametralmente opuestos. Uno era delgado y elegante; el otro era bajo, gordo, rubicundo y vestía una americana azul marino que le quedaba pequeña y una camisa cuyo cuello parecía a punto de estrangularle. No hacía calor en la taberna, pero el sudor le brillaba en la frente rojiza y advertí que le habían cortado el pelo con astucia y de modo que un mechón largo y grasiento le cubriese la cabeza para ocultar lo que por lo demás era una calvicie casi completa.

El dueño del perro no fumaba, pero el gordo aplastó de pronto la colilla en el cenicero como para subrayar algo que decía y, casi inmediatamente, sacó del bolsillo una pitillera de plata y otro cigarrillo.

Pero el dueño del perro, por lo visto, había decidido que ya era hora de marcharse. Separó la mano de la barbilla, se subió el puño de la camisa para mirar el reloj y apuró el contenido del vaso. El gordo, ansioso al parecer por obedecer las indicaciones del otro, encendió aprisa el cigarrillo y apuró el whisky de un trago. Al levantarse arrastraron las sillas, que chirriaron de un modo desagradable. El perro se levantó y se puso a trazar círculos de alegría con la cola.

De pie, tan bajo y gordo el uno como alto y delgado el otro, los dos hombres parecían peor emparejados que nunca. El flaco recogió el impermeable que había dejado en el respaldo de la silla y se lo echó sobre los hombros, como una capa, y se volvió hacia nosotros, hacia la puerta. Durante un segundo me sentí desilusionada: de frente, sus bien delineados rasgos no cumplían la promesa del perfil misterioso. Pero no tardé en olvidar la desilusión porque el hombre reconoció a Joss en aquel punto. Y Joss, tal vez intuyendo su presencia, dejó de hablar con Tommy Williams y se volvió para ver a quién tenía detrás. Por un momento parecieron desconcertados; el hombre alto sonrió y la sonrisa sembró de arrugas las mejillas magras y bronceadas, le circundó los ojos de patas de gallo y fue imposible no enternecerse ante tanta hermosura.

– Joss, hace tiempo que no nos vemos -dijo. Su voz era agradable y cordial.

– Hola -dijo Joss sin levantarse.

– Creí que estabas en Londres.

– No. Ya he vuelto.

El crujido de la puerta desvió mi atención. El otro hombre, el gordo, había hecho mutis por el foro. Deduje que tenía una cita urgente y no se lo había pensado dos veces.

– Le diré al viejo que te he visto.

– Sí, claro.

Los ojos hundidos se posaron en mí y se desviaron. Esperé a que Joss me presentara, pero no lo hizo. Por algún motivo, aquella falta de modales me sentó como una bofetada.

– Bueno, hasta la vista -dijo el hombre alto.

– Adiós -dijo Joss.

– Buenas noches, Tommy -dijo el hombre al camarero mientras empujaba la puerta para que saliera antes el perro.

– Buenas noches, señor Bayliss -dijo el camarero.

Sufrí una sacudida en la cabeza como si me hubiesen tirado de un tendón. El hombre ya había desaparecido por la puerta, que aún se balanceaba. Antes de saber lo que hacía, bajé del taburete para correr tras él, pero una mano me sujetó el brazo y me contuvo, y al volver la cabeza vi que era Joss quien me retenía. Durante un segundo de asombro se cruzaron nuestras miradas y me solté con brusquedad. Oí que un automóvil se ponía en marcha. Ya era demasiado tarde.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Eliot Bayliss.

Eliot. El hijo de Roger. El niño de Mollie. El nieto de Grenville Bayliss. Mi primo. Mi familia.

– Es mi primo.

– No lo sabía.

– Pero sabes cómo me llamo. ¿Por qué no se lo has dicho? ¿Por qué no me has dejado ir tras él?

– Pronto lo conocerás. No te preocupes. Ahora ya es tarde y llueve demasiado para celebrar reuniones familiares.

– Grenville Bayliss es mi abuelo.

– Pensé que podía haber alguna relación -dijo Joss con frialdad-. Tómate otra copa.

Estaba enfadada; y muy en serio.

– No quiero otra copa.

– En ese caso, vamos a cenar.

– Tampoco quiero cenar.

Y la verdad es que en aquel momento realmente pensaba que no quería. No quería estar ni un minuto más con aquel joven grosero y dominante. Vi que apuraba el vaso y que bajaba del taburete, y durante un instante creí que iba a tomarme la palabra y devolverme a Fish Lane, a deshacerse de mí sin llevarme a cenar. Pero, por suerte, no aceptó el desafío; se limitó a pagar las consumiciones y sin decir palabra me hizo cruzar una puerta que había al otro extremo de la barra y que daba a una escalera y a un pequeño restaurante. Como no tenía otra alternativa, obedecí. Además, tenía hambre.

La mayoría de las mesas estaban ocupadas, pero una camarera vio a Joss, le reconoció, se acercó para darnos las buenas noches y nos llevó hasta una mesa que, obviamente, era la mejor del salón y que estaba en el recodo de una ventana. Del otro lado de los cristales se veían las siluetas de los techos bañados por la lluvia y, más allá, la líquida oscuridad del puerto que reflejaba las tenues luces de la calle y los fanales de los barcos pesqueros.

Nos sentamos frente a frente. Yo seguía muy enfadada y no le miraba a la cara. Guardé silencio y me puse a dibujar garabatos con el dedo en el mantel mientras le oía hacer el pedido. Por lo visto, tampoco tendría el derecho de elegir mi propia cena. Oí que la camarera decía: «¿Para la señorita también?», como si le sorprendiese aquella ligereza, y a Joss que respondía: «Sí, para la señorita también», y la camarera se retiró y nos quedamos solos.

Unos segundos después levanté la vista. Su mirada oscura se encontró con la mía y no pestañeó. El silencio se hizo más profundo y tuve la ridícula sensación de que estaba esperando que me disculpara.

– Si no vas a dejarme hablar sobre Eliot Bayliss, habla tú de él -dije.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Está casado? -fue lo primero que me vino a la cabeza.

– No.

– Es atractivo. -Joss pareció estar de acuerdo-. ¿Vive solo?

– No. Con su madre. Tienen una casa en High Cross, a unos ocho kilómetros de aquí, pero hace más o menos un año se mudaron a Boscarva, para estar con el viejo.

– ¿Está enfermo mi abuelo?

– No sabes mucho sobre tu familia, ¿verdad?

– No. -Mi voz sonó desafiante.

– Hace unos diez años, Grenville Bayliss sufrió un ataque al corazón. Pero parece que siempre ha tenido la fortaleza de un oso y se recuperó milagrosamente. No quiso dejar Boscarva y había un matrimonio que le cuidaba…

– ¿Los Pettifer?

Joss frunció el ceño.

– ¿Cómo sabes lo de los Pettifer?

– Me lo contó mi madre. -Pensé en las veladas vespertinas, en aquella lejana época en que mi madre se sentaba junto al fuego de la cocina-. Jamás imaginé que siguieran aquí.

– La señora Pettifer falleció el año pasado, así que Pettifer y tu abuelo se quedaron solos. Grenville Bayliss tiene ochenta años y Pettifer no puede ser mucho más joven. Mollie Bayliss quería que se mudaran a High Cross y que vendieran Boscarva, pero el viejo fue inflexible, así que ella y Eliot se fueron a vivir con él. Sin mucho entusiasmo, la verdad sea dicha. -Se echó hacia atrás en la silla y apoyó las elegantes manos en el borde de la mesa-. ¿Tu madre se llamaba Lisa? -Asentí-. Sabía que Grenville tenía una hija que a su vez había tenido una niña, pero el hecho de que te apellidaras Bayliss me confundió un poco.

– Mi padre abandonó a mi madre antes de que yo naciera. Ella jamás llevó el apellido.

– ¿Dónde está tu madre ahora?

– Murió hace unos días. En Ibiza. -Y repetí-: Hace unos días -porque de pronto me pareció que hacía toda una vida.

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