Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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La habitación era tan pequeña como las restantes estancias de la casa; la cama era de matrimonio y tan grande que se comía todo el espacio. Pero era limpia, incluso cálida, y después de indicarme dónde estaba el cuarto de baño, la señora Kernow volvió abajo y me dejó sola.

Me arrodillé junto a la ventana corrí las cortinas. El marco era antiguo y se había precintado con tiras de caucho para que no entrara el viento; la lluvia chorreaba por el cristal. No había nada que ver, pero me quedé allí de todos modos, tratando de entender por qué la súbita reaparición de Joss Gardner me había dejado aquella inexplicable sensación de desasosiego.

Capítulo 4

Necesitaba defensas. Necesitaba reconstruir mi confianza y mi amor propio: no me gustaba el papel de niña abandonada y rescatada en el que me encontraba de pronto. Un baño caliente y un cambio de ropa me ayudaron a recuperar la calma. Me peiné, me pinté los ojos, me eché encima todo el perfume caro que quedaba en el frasco que había llevado conmigo y de aquel modo recorrí la mitad del camino hacia la recuperación total. Ya había sacado un vestido de la omnipresente mochila y lo había tenido un rato colgado para que se le fueran las arrugas. Me lo puse. Era oscuro, de algodón y de manga larga. Me puse unas medias oscuras muy finas y unos zapatos de tacón alto y con hebillas anticuadas que había comprado hacía tiempo en una tienda de Portobello Road.

Mientras me ponía los pendientes de perlas oí, por encima del rugido del viento, el ronroneo de la furgoneta de Joss Gardner, cuyos neumáticos resonaron sobre los adoquines al acercarse. Chirriaron los frenos y un momento después oí su voz, llamando primero a la señora Kernow y luego a mí.

Me puse el segundo pendiente sin prisa ninguna. Recogí el bolso y el abrigo de cuero, que había puesto cerca de la estufa eléctrica con la inútil esperanza de que se secara. Lo único que el calor había conseguido era aumentar el olor a perro que había despertado el rato que había pasado bajo la lluvia; y seguía pesando como si fuera de plomo. Me lo puse en el antebrazo y bajé las escaleras.

– ¡Hola!

Joss, que estaba en el vestíbulo, levantó la vista.

– Caramba, qué cambio. ¿Ya te sientes mejor?

– Sí.

– Dame el abrigo.

Lo cogió con la intención de ayudarme a ponérmelo; pero, vencido por el peso de la prenda, cayó de rodillas como si imitara a un forzudo sin fuerzas.

– No puedes ponerte esto, te hundirías en la tierra. Además, todavía está mojado.

– No tengo otro. -Con el abrigo todavía en las manos, se echó a reír. Mi amor propio comenzó a desintegrarse y seguramente se me notó en la cara porque Joss dejó de reír y llamó a gritos a la señora Kernow. Cuando apareció ésta, con una expresión tan alarmada como afectuosa, Joss le puso el abrigo en las manos como si fuera un fardo y le pidió que lo secara, se desabrochó su impermeable negro, se lo quitó y con un ademán divertido, me lo puso sobre los hombros.

Debajo del impermeable llevaba un suéter gris y una bufanda de algodón anudada al cuello.

– Ya estamos listos para salir. -dijo. Y abrió la puerta a la cortina de lluvia.

– Pero así te vas a mojar -protesté.

– ¡Corre! -repuso por toda respuesta.

Eché a correr, él hizo lo propio y segundos más tarde estábamos otra vez en la furgoneta, algo mojados, pero muy poco. Cerramos con sendos portazos para aislarnos del aguacero, aunque el agua encharcada en el asiento y en el piso del vehículo me hizo sospechar que la cabina no era tan hermética como quizá lo había sido antaño. Joss puso en marcha el ruidoso motor y nos fuimos. Con el agua que había tanto dentro como fuera del vehículo, era como dar un paseo en un bote lleno de agujeros.

– ¿Adonde vamos? -pregunté.

– A «El Ancla». Está a la vuelta de la esquina. No es muy elegante. ¿Te importa?

– ¿Por qué habría de importarme?

– Podría importarte. Quizá esperabas que te llevara a «El Castillo».

– ¿A bailar el foxtrot al compás de una orquestina de tres músicos?

Hizo una mueca y dijo:

– No sé bailar el foxtrot. Nadie me ha enseñado.

Bajamos como una exhalación por Fish Lane, doblamos un par de esquinas en ángulo recto, pasamos por debajo de un arco de piedra y desembocamos en una plaza pequeña. En uno de los flancos de la plaza se alzaba un bar antiguo, un edificio de escasa altura y que desentonaba en el conjunto. Una luz cálida brillaba detrás de las ventanas apelotonadas alrededor de la puerta y el rótulo del local se balanceaba y gruñía a instancias del viento. Había cuatro o cinco automóviles estacionados delante y Joss introdujo la furgoneta entre dos vehículos, apagó el motor y dijo:

– Uno, dos, tres, ¡a correr! -y bajamos y recorrimos a toda velocidad la corta distancia que nos separaba del porche.

Una vez allí, Joss se sacudió con suavidad las perlas de lluvia que le habían quedado prendidas en el tejido del suéter, me quitó el impermeable de los hombros y me abrió la puerta.

El interior era cálido y olía como huelen siempre las viejas tabernas: a cerveza, a humo de pipa y a madera húmeda. Había una barra con taburetes y mesas dispuestas alrededor del salón. Dos ancianos jugaban a los dardos en un rincón.

El camarero levantó la vista y dijo:

– Hola, Joss.

Joss colgó el impermeable en un perchero y me condujo a través del salón para presentarme.

– Tommy, ésta es Rebecca. Rebecca, Tommy Williams. Tommy vive aquí desde que era niño; cualquier cosa que quieras saber acerca de Porthkerris o de la gente del pueblo, vienes y se la preguntas a él.

Nos saludamos. Tommy tenía el cabello gris y un montón de arrugas. A juzgar por su aspecto, cualquiera hubiera dicho que se dedicaba a la pesca en su tiempo libre. Nos sentamos en sendos taburetes y Joss pidió un whisky escocés con soda para mí y un whisky escocés con agua para él; mientras Tommy los preparaba, los dos hombres se pusieron a hablar y se enzarzaron en una de esas conversaciones agradables que suelen entablar los hombres en las tabernas.

– ¿Qué tal va todo? -dijo Tommy.

– Vamos tirando.

– ¿Cuándo abres?

– Con un poco de suerte, para Semana Santa.

– ¿Has terminado ya los arreglos?

– Más o menos.

– ¿Quién te hace la carpintería?

– Yo mismo.

– Siempre es un ahorro.

Mi atención se dispersó. Encendí un cigarrillo, miré a mi alrededor y me gustó lo que vi: los dos ancianos que jugaban a los dardos; dos jóvenes con téjanos y pelo largo encorvados sobre un par de jarras de cerveza amarga, discutiendo con ávida e intensa concentración sobre… ¿problemas existenciales?, ¿pintura conceptual?, ¿cómo iban a pagar el alquiler? Cualquier cosa. Pero que era muy importante para ambos.

Y más allá, cuatro personas mayores vestidas con ropa cara; los hombres conscientemente informales, las mujeres inconscientemente formales. Supuse que estarían alojados en «El Castillo» y que, aburridos quizá a causa del tiempo, habían bajado a la ciudad para recorrer un poco las calles más humildes. Parecían incómodos, como si supieran que su aspecto estaba fuera de lugar y apenas pudieran esperar para regresar al confort de terciopelo del gran hotel de la colina.

Mi mirada siguió vagando por el salón y entonces vi al perro. Era un perro hermoso, un gran setter de pelo rojizo, precioso y reluciente y la cola semejante a un sedoso penacho de piel cobriza que destacaba sobre las baldosas grises del suelo. Estaba sentado, inmóvil, cerca de su amo y de vez en cuando movía la cola con suavidad y emitía un ronroneo sordo de conformidad, como un aplauso privado.

Observé intrigada y con más atención al hombre que parecía el dueño de la envidiable criatura y lo encontré casi tan interesante como al perro. Sentado, con un codo en la mesa y el mentón apoyado en el puño, me ofrecía un perfil nítido y bien recortado, casi como si estuviera posando para que yo lo inspeccionara. Tenía la cabeza bien proporcionada y el cabello con el mismo aspecto espeso que el de un zorro plateado, el tipo de cabello de las personas que tienen canas cuando todavía son jóvenes. El único ojo que veía estaba hundido en las sombras, oscuro, la nariz era larga y aguileña, la boca agradable, el mentón bien formado. Y por la longitud de la muñeca -que emergía del puño de su camisa a cuadros y de la manga de una chaqueta de mezclilla gris- y la forma en que había acomodado las piernas debajo de la mesa, deduje que era alto, tal vez más de un metro ochenta.

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