Rosamunde Pilcher - Días De Tormenta

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Instalada en Londres, donde lleva una vida ordenada y solitaria, Rebecca tiene que viajar imprevistamente para acompañar a su madre, la que al sentirse al borde de la muerte le revela secretos familiares que la conmueven. Movida por una intensa curiosidad, Rebecca se traslada a la mansión de campo de su abuelo para intentar completar el difuso cuadro familiar. Esos días de viento y lluvia se convierten en una experiencia memorable, que determinará su futuro.

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– Lo siento. -Hice un gesto vago porque no había nada que decir-. ¿Lo sabe tu abuelo?

– No lo sé.

– ¿Has venido a decírselo?

– Supongo que tendré que hacerlo. -La idea me espantaba.

– ¿Sabe que estás aquí, en Porthkerris?

Negué con la cabeza.

– Ni siguiera me conoce. Quiero decir que… nunca nos hemos visto. No había estado nunca aquí. -Hice la última confesión-: Ni siquiera sé cómo encontrar su casa.

– Sea como fuere, estoy convencido -dijo Joss- de que se va a llevar una sorpresa mayúscula.

Me sentí inquieta.

– ¿Es hombre frágil?

– No. No es hombre frágil. Es muy resistente. Pero se está haciendo viejo.

– Mi madre dice que inspiraba miedo. ¿Todavía es así?

Joss hizo una mueca espantosa y no hizo nada para consolarme.

– Es aterrador -dijo.

La camarera nos trajo la sopa. Era de rabo de buey, espesa, oscura y muy caliente. Tenía tanta hambre que me tomé hasta la última gota sin decir palabra. Cuando por fin solté la cuchara, levanté la vista y vi que Joss se reía de mí.

– Para no tener hambre, has hecho un buen papel.

Pero esta vez no me levanté. Aparté el plato vacío y apoyé los codos en la mesa.

– ¿Cómo es que sabes tanto sobre la familia Bayliss? -pregunté.

Joss no había engullido la sopa como yo. Se lo tomaba con mucha calma y untaba un panecillo con mantequilla con una parsimonia insoportable.

– Muy sencillo -dijo-. Trabajo en Boscarva.

– ¿Qué haces?

– Bueno, restauro muebles antiguos. Y no te quedes con la boca abierta, no te sienta bien.

– ¿Que restauras muebles antiguos? Me tomas el pelo.

– No. Y Grenville Bayliss tiene la casa llena de objetos viejos y muy valiosos. En su época, hizo un montón de dinero e invirtió la mayor parte en antigüedades. Pero claro, algunas están en estado calamitoso, no porque no se hayan barnizado bien, sino porque hace diez años instaló la calefacción central y la calefacción es la muerte para los muebles antiguos. Los cajones encogen, el barniz se reseca y se cuartea, y las patas se caen de las sillas. Por cierto -añadió, distraído por el recuerdo-, fui yo quien arregló tu silla de cerezo.

– Pero, ¿cuánto tiempo hace que te dedicas a la restauración?

– Vamos a ver… Dejé de estudiar a los diecisiete años, tengo veinticuatro ahora, así que unos siete años.

– Pero habrás tenido que aprender…

– Por supuesto. Primero hice ebanistería y carpintería, cuatro años en una escuela de artes y oficios de Londres, y después, con eso en el bolsillo, fui aprendiz durante un par de años con un carpintero de Sussex que hacía muebles de todas clases. Vivía con él y su esposa, hacía los peores trabajos en el taller y aprendí todo lo que sé. Me puse a sumar.

– Con eso son seis años. Y has dicho siete.

Se echó a reír.

– Me dediqué a viajar durante un año. Mis padres decían que me estaba volviendo un pueblerino. Mi padre tiene un primo que dirige un rancho en las Montañas Rocosas, al sudoeste de Colorado. Trabajé de peón en aquel rancho durante nueve meses o más. -Frunció el ceño-. ¿Se puede saber de qué te ríes?

– La primera vez que te vi, en la tienda… parecías un vaquero de verdad. Y me molestó que no lo fueras.

Sonrió.

– ¿Y sabes qué parecías tú?

Me puse a la defensiva.

– No.

– La niña modelo del orfanato perfecto. Y aquello me molestó a mí.

Un pequeño cruce de espadas y otra vez enfrentados.

Lo miré con antipatía mientras terminaba la sopa con faz risueña. Se acercó la camarera para retirar los platos vacíos y para dejar una jarra de vino tinto. No había oído a Joss pedir el vino, pero le vi servir dos copas y me fijé en sus largos dedos de punta anchadme gustaba la idea de que aquellos dedos trabajaran con la madera, con objetos antiguos y hermosos, moldeándolos, midiéndolos, engrasándolos y dándoles forma con paciencia. Levanté la copa y el vino resplandeció, rojo como el rubí, contra la luz.

– ¿Así que eso es todo lo que haces en Porthkerris? -dije-. ¿Restaurar los muebles de Grenville Bayliss?

– No, por Dios. Voy a abrir una tienda. Me las arreglé para alquilar un local en el puerto hace unos seis meses. Ahora estoy tratando de ponerlo en orden antes de Semana Santa, o de Pentecostés, o cuando empiece a moverse el comercio de verano.

– ¿Es un negocio de antigüedades?

– No. Habrá muebles modernos, espejos, tapicería. Pero la restauración de muebles antiguos tendrá un lugar en la parte de atrás. Tengo un taller. También tengo un pequeño apartamento en el piso de arriba, que es donde vivo ahora, gracias a lo cual pudiste ocupar mi antigua habitación en casa de la señora Kernow. Algún día, cuando hayas llegado a la conclusión de que soy persona de fiar, podrás subir por mis desvencijadas escaleras para que te lo enseñe.

Pasé por alto la insinuación.

– Si trabajas aquí, ¿qué hacías en la tienda de Londres?

– ¿En la de Tristram? Ya te lo dije, es un amigo. Voy a verle cada vez que voy a la ciudad.

Fruncí el ceño. Había demasiadas coincidencias. Nuestras vidas parecían estar ligadas a causa de ellas, como un paquete bien envuelto y atado con una cuerda. Vi que apuraba el vino y me sentí acosada una vez más por la sensación de desasosiego que me había embargado hacía un rato. Sabía que tenía mil preguntas que hacerle, pero antes de que pudiera pensar en una, la camarera nos trajo la carne, las legumbres, las patatas fritas y la ensalada. Tomé un sorbo de vino y observé a Joss, y cuando la camarera se fue, le dije:

– ¿Qué hace Eliot Bayliss?

– ¿Eliot? Tiene un taller en High Cross; se especializa en coches de segunda mano de gran potencia: Mercedes, Alfa Romeo. Si tienes la cuenta corriente adecuada puede ofrecerte prácticamente de todo.

– No te cae bien, ¿verdad?

– No he dicho que me cayera mal.

– Pero no te gusta.

– Quizá fuera más acertado decir que yo no le gusto a él.

– ¿Por qué?

Cuando levantó la vista, sus ojos chispeaban de diversión.

– No tengo ni idea. Bueno, ¿por qué no te comes la carne antes de que se enfríe?

Me llevó a casa. Todavía llovía y de pronto me sentí muerta de cansancio. Joss detuvo el vehículo ante la puerta de la señora Kernow, pero dejó el motor en marcha. Le di las gracias, me despedí y fui a abrir la portezuela, pero antes de que pudiera hacerlo alargó mano y me retuvo. Me volví para mirarle.

– ¿Piensas ir a Boscarva mañana? -dijo.

– Sí.

– Yo te llevaré.

– Puedo ir sola.

– No sabes dónde está la casa y es un camino muy largo. Pasaré a buscarte. ¿A las once?

Discutir con él era como discutir con una pared. Y yo estaba rendida.

– De acuerdo -dije.

Abrió la portezuela y la empujó para que bajase.

– Buenas noches, Rebecca.

– Buenas noches.

– Hasta mañana.

Capítulo 5

El viento no dejó de soplar en toda la noche. Pero cuando desperté, por la ventana de la habitación vi un cuadrado de cielo azul y nubes blancas e hinchadas que lo cruzaban con premura. Hacía mucho frío, pero me armé de valor -necesité mucho-, me levanté, me vestí y bajé en busca de la señora Kernow. La encontré fuera, en el pequeño patio de la parte trasera de la casa, tendiendo ropa. Al principio no me vio, peleando con las sábanas y toallas que agitaba el viento, y se sobresaltó cuando aparecí entre una camisa y unas modestas enaguas. El sobresalto le hizo gracia y rompió a reír como si fuésemos espectadoras de una comedia que nosotras mismas representáramos.

– ¡Qué susto me has dado! Creía que aún estabas en la cama. ¿Has dormido bien? Este maldito viento no para de soplar pero gracias a Dios ya no llueve. Querrás el desayuno, ¿verdad?

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