Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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— En que por lo visto al muy jodido se le había ocurrido la idea de hacerse una especie de «seguro» por si se nos ocurría liquidarle.

— «¿Seguro?» — se atemorizó el otro—. ¿Qué clase de «seguro»?

— Hizo un dibujo de tu nuevo rostro, detalle a detalle, y lo depositó en la caja fuerte del «Chase-Manhattan» especificando en su testamento que se lo entregaran a la INTERPOL. — Lanzó un reniego—. La información me ha costado una fortuna, pero como comprenderás tardarán apenas unas horas en averiguar que esa cara pertenecía a un ganadero venezolano llamado Rómulo Cardenal, de vacaciones en Mallorca.

— ¡Mierda!

— ¡Y que lo digas! Si te atrapan, no sólo te acusarán de narcotráfico, sino de secuestro, asesinato, y un millón de cosas más por las que los gringos te pueden enviar a la silla eléctrica.

— ¡Maldita sea! ¿Qué vamos a hacer ahora?

— Lo primero desaparecer y ordenar al yate que zarpe rumbo a aguas internacionales — fue la firme respuesta—. Luego, buscarte una nueva personalidad y una nueva cara. Por fortuna, lo que sobran en el mundo son cirujanos plásticos.

— ¡Oh, no! — se lamentó el otro—. ¡Pasar otra vez por eso, no!

— ¿Y qué solución te queda? Medio mundo te quiere encarcelar, y el otro medio, matarte. Eres el hombre más rico que existe, pero el que menos puede disfrutar de su dinero. Salvo en mí, no puedes confiar en nadie y lo sabes. — Le miró de nuevo—. ¿Entiendes ahora por qué he preferido venir personalmente?

— Te lo agradezco — fue la sincera respuesta, y tras unos instantes de silencio, y en el momento mismo en que penetraban ya en la ciudad, añadió—: ¡Lástima! Me gustaba este lugar y este tipo de vida. — Sonrió con intención—. Y sobre todo me gustaba esa chica.

— El mundo está lleno de chicas.

— No con sus ojos, su cuerpo y su clase.

— Puedes permitirte el lujo de conseguir una con sus mismos ojos; otra con el mismo cuerpo, y una tercera con idéntica clase. — Rió groseramente—. ¡Las metes todas en una cama, y en paz!

— No es lo mismo. La voy a echar de menos.

— Más te echará ella de menos a ti. ¡Imagino qué cara va a poner cuando vea que no vuelves!

La cara de Laila Goutreau fue, a decir verdad, todo un poema.

La primera media hora transcurrió con absoluta normalidad, incluso en cierto modo emocionante, puesto que salió el ocho y ganó una considerable suma que le permitió ir reponiendo las apuestas sin agobio, pero a partir de ahí pareció perseguirle la mala suerte del venezolano, y tuvo que asistir, impotente, al hecho de que una vez tras otra le arrebataran las placas sin pagarle a cambio ni un miserable «caballo».

Cuando ya no le quedaban placas de un millón, comenzó a incomodarse.

Cuando le despojaron de la última de cien mil, atisbo por encima de las cabezas de los curiosos en procura del enorme corpachón de su acompañante, y cuando tuvo plena conciencia de que le habían dejado una única placa de diez mil, abandonó la mesa y le buscó por todas partes.

Fue el portero el que le comunicó que se había ido hacía ya más de dos horas.

Pidió un taxi, ordenó que le llevara directamente al Club Náutico, y aunque por el camino trató de ir haciéndose a la idea de que podría haber ocurrido lo peor, ni siquiera pudo dar crédito a sus ojos al comprobar que el Guaicaipuro había zarpado perdiéndose en la noche.

Se quedó allí, muy quieta, observando cómo el taxi se alejaba dejándola sola en mitad del puerto, y por primera vez en su agitada vida de prostituta de lujo experimentó la amarga angustia de no tener donde ir, y un terrible miedo a lo desconocido que podía llegar en forma de salvaje violencia de cualquier sádico nocturno.

Lanzó un leve lamento; un quejido angustioso de perrillo faldero que ha perdido a su dueño; de niño abandonado, o de mujer burlada que asiste al hecho inconcebible que en cuestión de horas ha pasado de hembra de lujo que despilfarra millones, a ramerilla portuaria.

Tomó asiento en un herrumbroso «noray» y un violento escalofrío le recorrió la espalda. Su fino vestido de seda negra y generoso escote, ideal para una noche de juego en el Casino, no ofrecía sin embargo protección alguna frente al húmedo aire del amanecer que se anunciaba, y casi de inmediato le asaltó la imperiosa necesidad de orinar por efecto del frío, o tal vez del propio miedo que sentía.

Se odió por ser víctima de una necesidad tan denigrante en tan comprometida situación, esforzándose por olvidarla a base de concentrarse en la terrible magnitud de su problema.

La habían abandonado, sin más que lo puesto, en la soledad de un puerto de un país extranjero, con tres arrugados billetes y un paquete de cigarrillos en el bolso, aunque por fortuna conservaba el pasaporte, imprescindible para acceder al Casino, y un pesado encendedor de oro que tal vez le pagara el hotel de una noche. El resto: sus ropas, sus maletas, sus joyas y la considerable suma de dinero que el venezolano le había ido adelantando durante casi un mes de cumplidos «servicios», había desaparecido para siempre con el barco, y ya estaría probablemente muy lejos.

— ¡Hijo de puta!

Jamás pudo siquiera imaginárselo.

Ni en sus más tétricas pesadillas de noches sin «trabajo» le pasó por la mente la idea de que un «cliente» de Marc Cotrell que derrochaba millones a diestro y siniestro fuera capaz de tratarla peor que el más rastrero chulo barriobajero, y la amarga experiencia restalló en su cerebro como una violenta campanada, primer aviso de que situaciones semejantes podían comenzar a presentarse a medida que pasaran los años y su increíble belleza comenzara a marchitarse.

Dos lágrimas sin vida destrozaron su bien cuidado maquillaje.

Lloró de rabia o tal vez de compasión hacia sí misma, y se preguntó una y mil veces qué monstruoso error había cometido para que el caballeroso hombretón que tan apasionadamente le había hecho el amor a la caída de la tarde, se olvidara de ella con la primera luz del alba.

Zarpó un velero y sus adormilados tripulantes la observaron curiosos.

Alguien rió a lo lejos.

La necesidad de evacuar comenzaba a volverse dolorosa, pero la sola idea de tener que hacerlo allí, a la vista de quien pudiera estar espiándola, se le antojó insoportable.

Lloró de nuevo.

Fue entonces cuando un vetusto automóvil de frenos rechinantes se detuvo frente a ella, y respiró aliviada al descubrir la desaliñada figura del inspector Adrián Fonseca, que se despojó al instante de la inmensa chaqueta cubriéndole los hombros.

— ¿Qué ha ocurrido? — quiso saber.

Hizo un leve ademán hacia las sombras.

— Se fue.

— Eso ya lo sé — admitió él—. Y también sé que no se marchó en el barco, sino en un avión privado una hora antes.

— ¿Por qué?

— Supongo que imaginó que pretendía detenerle.

— ¿Por qué?

— Si quiere que le diga la verdad, aún no estoy muy seguro — replicó el otro con ironía—. Esperaba que usted me lo aclarase.

— ¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo con todo esto?

— Imagino que nada.

— ¿Entonces?

— Entonces… ¿qué?

— ¿Cómo es que pretendía detenerle? ¿De qué pensaba acusarle?

— De algo estúpido; casi podría decir que «paranoico»…: drogar delfines.

— ¿Cómo ha dicho?

— Drogar delfines. Atiborrarlos de cocaína.

— ¡Pero qué tonterías dice! ¿Cómo se puede acusar a nadie de drogar delfines? ¿Acaso es delito?

— Que yo sepa no — señaló Fonseca con naturalidad—. Pero debe ser grave, a juzgar por las prisas que se dio en largarse abandonando en su huida a una mujer maravillosa. ¿Por qué lo haría?

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