Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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— No diga tonterías y acuéstese en mi cama — protestó él—. Yo tengo que ir a Comisaría. Anoche pedí un informe exhaustivo sobre su amigo, y debe estar a punto de llegar.

— ¿Y de qué le va a servir, si ya se ha largado?

— Aún no lo sé — reconoció—. Pero lo que ahora me preocupa no es tanto Rómulo Cardenal, como lo que realmente estaba haciendo en Mallorca, y qué tiene eso que ver con los delfines.

Laila Goutreau no tuvo el más mínimo problema a la hora de indicar, sobre una detallada carta marina del archipiélago de Cabrera, el punto exacto en que se ahogó el buceador del Guaicaipuro, y pese a que en un principio Adrián Fonseca estuvo a punto de lavarse definitivamente las manos en el asunto, pasándole la información a la Armada, llegó a la conclusión de que tanto los Lorenz como César Brujas tenían derecho a colaborar en el esclarecimiento del caso hasta el último momento.

Fue éste por tanto quien se sumergió — tomando toda clase de precauciones— sobre la vertical de! submarino, y el que regresó a los veinte minutos con la sorprendente noticia de un inesperado hallazgo que lo explicaba todo.

Dos días más tarde, el inspector invitó a la argelina a un precioso restaurante del Puerto de «Portalls Neus» que nada tenía que envidiar a los mejores de París y donde era al parecer sobradamente conocido por su afición a la buena cocina, y mientras el maitre les deleitaba con la infinita variedad de pequeños platos de degustación que conformaban la extensa sinfonía gastronómica del «Tristán», el policía fue poniendo al corriente a su acompañante de los últimos hallazgos que completaban, casi a la perfección, la complicada trama criminal en que se había visto inmersa sin saberlo.

— Rómulo Cardenal era, en efecto, un rico y honrado ganadero venezolano, libre de toda sospecha, que tuvo sin embargo la mala ocurrencia de poseer una constitución física similar a la de un famoso narcotraficante colombiano — comenzó—. Este último, acosado por todas las Policías del mundo, decidió matarle y hacer que un cirujano plástico le pusiese sus facciones, con lo que adoptó su personalidad, haciendo que, entretanto, un asesino a sueldo ocupase su lugar y fuese eliminado para que la Policía dejara de buscarle.

— ¡Hijo de puta…!

— ¡Y astuto! Fuera de Venezuela, nadie pondría en duda la personalidad de alguien que lejos de su ambiente no era más que un nombre y un pasaporte. Sin embargo, un error de la Policía colombiana facilitó descubrir el engaño. — Fonseca hizo un claro ademán de impotencia—. Podríamos haberle atrapado entonces, pero debieron ponerle sobreaviso y escapó.

— Pues hasta el momento de abandonar el Casino parecía relajado y feliz. Apostaba más que nunca, y ni siquiera hacía un mal gesto cuando perdía.

— ¡Naturalmente! — admitió él—. Probablemente ya sabía que una gran parte de la mercancía extraviada estaba a salvo. — Hizo una corta pausa—. E incluso sin contar con ella, la fortuna de Pablo Roldan se calcula en más de veinte mil millones de dólares. Eso le permite tener aviones, barcos, un ejército de asesinos que recluta entre jóvenes marginados, e incluso por lo que ahora sabemos, submarinos capaces de burlar la vigilancia costera.

— ¿Envió el submarino por debajo del agua desde Colombia? — se asombró Laila Goutreau.

— No lo creo. Tiene medios de sacar de allí toda la cocaína que quiera en sus propios barcos — fue la detallada explicación—. Lo más probable es que el submarino acudiera a algún lugar del Atlántico, cerca de las Azores, donde recibió la carga. Debió sumergirse al cruzar el Estrecho y al llegar aquí fue entonces cuando unas viejas planchas que cubrían la antigua salida de los tubos lanzatorpedos cedieron, y se fue al fondo.

— ¿Cuánto tiempo lleva allí?

— Doce o quince días, supongo. El yate debía servirle de escolta y apoyo, porque sabemos que tocó en Azores y en Marbella, donde tú subiste a bordo. Luego debieron perder contacto en algún lugar, al norte de Ibiza, y él acudió al siguiente punto de reunión, que probablemente estaba situado cerca de la isla de Dragonera. Sin embargo, por alguna razón que desconocemos, el submarino se desvió al Este y fue a parar a Cabrera.

— Donde lo encontraron los delfines…

Adrián Fonseca negó con un gesto y aguardó unos instantes mientras el camarero les servía un nuevo plato y se alejaba.

— Exactamente los delfines, no — especificó—. Quien primero los descubrió fueron los sargos, que acudieron a devorar los cadáveres de tres tripulantes que habían quedado en la zona inundada. — Hizo un gesto señalando el local—. No es mucho mayor que este salón y estaba a tope de paquetes que al romperse provocaron una terrible concentración de cocaína en un espacio muy reducido, con una única salida en cierta forma «bloqueada» por la presión exterior. Poco a poco aquello se convirtió en un hervidero de peces drogados. Los sargos tienen unos dientes muy fuertes, con los que comenzaron a destrozar los paquetes que quedaban intactos, con lo cual la concentración de cocaína jamás disminuía.

— ¡Curioso!

— Extraordinario, más bien. Lorenz ha analizado algunos sargos, y el porcentaje de cocaína en la sangre es brutal, pero a tanta profundidad no les afectaba en exceso, y lo único que les producía era una especie de apatía. Además, su cerebro es muy primitivo y sus posibilidades de reacción muy limitadas.

— ¿Y los delfines?

— Llegaron atraídos por la pesca — fue la inmediata aclaración. Descubrieron una despensa inagotable en la que sus víctimas ni siquiera intentaban escapar, y se atiborraron tragando al propio tiempo parte de ese agua.

— ¿Y por qué a ellos les hizo efecto la coca?

— Porque son mamíferos, poseen un cerebro muy desarrollado y sobre todo tienen que subir a respirar a la superficie. — Se encogió de hombros como queriendo demostrar su desconocimiento del tema—. Por lo que aseguran los expertos, son esas subidas, con el correspondiente cambio brusco de presión, lo que realmente les afecta volviéndoles agresivos. — Cruzó el tenedor sobre el plato indicando con ello que era incapaz de ingerir un solo bocado más—. Creemos que la mayoría de los que formaban el grupo afectado ha muerto de sobredosis.

— ¡Pobrecillos!

— Mejor así, pues hubiéramos tenido que perseguirles como a perros rabiosos, o hubiesen sufrido terriblemente por síndrome de abstinencia. Los buceadores de la Marina han cerrado ya el agujero de proa.

— ¿Qué van a hacer con el submarino?

— Nada de momento. La escotilla se ha soldado, pero «oficialmente» nadie sabe que continúa ahí abajo. Se ha establecido una discreta vigilancia, y si vienen a recuperar la mercancía los cogeremos con las manos en la masa.

— ¿Y si no vienen?

— Dentro de un año se hará público el hallazgo, y todos los que hemos intervenido en el caso tendremos derecho a una recompensa. — Sonrió golpeándole con afecto el dorso de la mano que tenía sobre la mesa—. Alégrese, porque a la larga no habrá perdido su tiempo. Recuperar un «alijo» que puede valer miles de millones, significa una suma bastante sustanciosa.

— Lo que de verdad me gustaría es que hubieran conseguido meter a ese mal nacido en la cárcel — masculló la argelina malhumorada—. ¡Me engañó como a una imbécil!

— Pablo Roldan es quizás el mayor criminal de la historia, y puede darse por contenta con que únicamente la engañara. Tiene sobre su conciencia miles de asesinatos.

— ¿Intenta insinuar con eso que he corrido peligro?

— Está demostrado que todo el que se relaciona con Pablo Roldan corre peligro — fue la honrada respuesta—. Hace once años era un oscuro vendedor de automóviles, hoy figura en las listas de Fortune, y la base de su negocio está en la muerte, pese a que los consumidores de cocaína se nieguen a aceptarlo. Nadie admite que cada vez que compra una pequeña dosis con la que evadirse un rato o animar una fiesta, más del cincuenta por ciento de lo que paga está destinado a sobornar a políticos, aduaneros y policías corruptos, o a asesinar a los honrados. — Le daba ahora vueltas muy despacio al excelente café muy cargado que le habían servido, observando con gesto de envidia el delgado habano que ella encendía—. En algunos países — añadió—, el mío entre otros, la ley ha cometido el error de no penalizar al consumidor, sin tener en cuenta que en él radica el mal. Si no hubiese viciosos, no existirían los traficantes, puesto que la droga no es algo que el ser humano necesite ineludiblemente.

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