— No creo que «snifar» una «rayita» de tanto en tanto sea un vicio como para que te encarcelen — protestó la argelina—. Es como beberse un par de copas.
— El hecho en sí mismo no es tan grave — admitió Fonseca—. Pero se trata del último eslabón de una cadena putrefacta, y moralmente no es admisible que el consumidor se refugie en su supuesta inocencia negando la parte de culpa que le corresponde en el conjunto. El estúpido snobismo de quienes no tienen la suficiente personalidad como para encontrar por sí solos el bienestar que les produce el uso de las drogas, es lo que permite que se creen monstruos como Roldan Santana. Sin tanto ejecutivo mentecato, seguiría siendo un miserable vendedor de coches usados.
— Le juro que después de esto no volveré a probarla — comentó Laila, y sus verdes ojos refulgieron de tal modo que al pobre policía a punto estuvo de darle un síncope—. De ahora en adelante me limitaré al tabaco y al champagne, aunque acabe haciéndome pis patas abajo.
— ¿Qué planes tiene?
— Esperar a que Marc me envíe dinero y tomarme unos días de descanso. — Le observó con fijeza—. Necesito empezar a replantearme el futuro. Tengo treinta y un años y ya no me atrae lo que esta clase de vida ofrece. Como usted dijo, alguien que habla cinco idiomas, entre ellos el árabe, debe aspirar a algo más que a abrirse de piernas a disgusto.
— Creí que estaba convencida de que ese oficio «marca» para siempre.
— Y sigo estándolo. — Sonrió de nuevo—. Lo que ocurre es que existen dos clases de putas: las putas retiradas, y las putas en activo.
— El cinismo no le sienta bien con ese peinado — señaló él desabridamente—. Ni con ese vestido de
Soledad. Mire a su alrededor — añadió—. Todos la admiran, y estoy seguro que nadie imagina que sea lo que pretende ser.
— ¿Y qué es lo que imaginan?
— Quizá, que es mi hija.
— ¡Oh, vamos! — rió ella—. ¡Qué tontería! ¿Cómo puede nadie imaginar que soy su hija?
— ¿Por qué no? Me sobran años, y aquellos dos jovencitos de la esquina, están rogando a Dios para que así sea.
— Aborrezco a los jovencitos — puntualizó ella sin molestarse en mirarlos—. Incluso a los muy ricos. No dudan en recurrir a tipos como Marc para que les proporcione chicas de lujo que no se sienten capaces de conseguir, pero luego se niegan a admitir que se trata de un «negocio» e imaginan que tenemos la obligación de enamorarnos de ellos solamente porque se consideran maravillosos en la cama.
— Es que resulta mucho más fácil ser «maravilloso en la cama» a los treinta que a los cincuenta.
— Se equivoca — refutó convencida—. Puede que a los dieciocho creyera que un hombre de treinta era un portento, pero a mi edad, y con mi experiencia, las cosas cambian.
— Supongo que habrá de todo, y a todas las edades. — Adrián Fonseca parecía tener un marcado interés en abandonar un tema que le ponía nervioso, en especial por la personalidad de su interlocutora—. Cuando veo a un tipo como César Brujas, joven, fuerte y lleno de entusiasmo que no duda en sumergirse a setenta metros sin miedo a los tiburones o a los delfines, tomo plena conciencia de mi edad, y empiezo a preguntarme qué diablos pinto ya en esta vida.
— ¿Y se lo pregunta precisamente el día que ha resuelto uno de los casos más complejos que se le hayan presentado jamás a un policía? — se asombró la argelina—. Si no fuera por usted cientos de toneladas de cocaína estarían dentro de quince días matando gente.
— Lo dudo. En realidad yo no he tenido mucho que ver en la solución del problema. Sin los Lorenz, César, la INTERPOL y usted misma, no habría conseguido avanzar un paso.
— Y Velázquez sin lienzos, pinceles y pinturas nunca nos habría dado Las Meninas — fue la respuesta—. Por lo general aborrezco a los policías, pero no puedo negarle que le admiro. Si se comprase un traje, se cortase el pelo y dejara de mordisquear esos estúpidos cigarrillos de plástico sería un tipo fantástico.
— No tengo el menor interés en ser un tipo «fantástico.» A las palomas les gusto así.
— ¿Es que acaso se «beneficia» a las palomas?
— ¡No sea vulgar! Las palomas son unos animales maravillosos, aparte de ser una de las pocas especies que se mantienen fieles a su pareja hasta la muerte. — Hizo una larga pausa—. Y a menudo, incluso a pesar de su muerte.
— ¿Y eso tiene una especial importancia para usted? — quiso saber la argelina.
— En cierto modo, sí.
— ¿Le fue siempre fiel a su esposa?
— Siempre.
— ¿Continúa siéndolo?
— Ésa es una pregunta que no viene al caso, ¿no cree?
— ¿Por qué? ¿Le avergüenza reconocer que ha tenido alguna aventurilla con chicas de mi oficio? — Cambió el tono de voz—. ¿O lo que le avergüenza es reconocer que no ha hecho el amor en tres años?
— Ni una cosa ni la otra. Como viudo puedo permitirme cualquier tipo de «aventurilla», y como hombre seguro de su virilidad, puedo permitirme de igual modo mantenerme fiel al recuerdo de un ser único e irrepetible.
— Acabaré aborreciéndola.
— Lo dudo. Usted vale más que eso.
— Por mucho que valga una mujer, acaba siempre por aborrecer a alguien que es hermosa, discreta, inteligente, simpática, buena cocinera, esposa fiel, y para colmo excelente decoradora…
— Pero está muerta.
— Sí — admitió ella—. Y eso es lo peor: está muerta.
El Ebony Tercero estaba dispuesto ya para ser botado, pero César Brujas se resistía a permitir que se deslizara hasta las tranquilas aguas de la bahía, quizá porque los últimos recuerdos que conservaba de su hermano se relacionaban con las largas horas en que habían trabajado juntos sobre la negra y reluciente cubierta de aquel velero único en su género; la más perfecta obra de arte que había salido de sus manos.
Libraba una sorda lucha entre el deseo de verle navegar cortando el agua como una flecha azabache \ o un cormorán en el momento de lanzarse en pos de su presa, y su inconsciente temor a que, lejos ya Miriam Collingwood y ahora el barco, la amada presencia comenzara a diluirse en su memoria, tal como se había desvanecido tiempo atrás la de sus padres.
Fue el día en que plantaron la quilla del Ebony Tercero cuando César Brujas le confesó a su hermano que el médico le había confirmado que jamás podría tener hijos, y cuando le recomendó — medio en serio, medio en broma— que se cuidase mucho, puesto que había pasado a convertirse en la única esperanza de un apellido famoso en todos los puertos deportivos del mundo.
En los últimos días se había acostumbrado a dejar pasar largas horas encerrado en su luminoso despacho, observando fotografías que cubrían del suelo al techo las paredes, y en las que podían admirarse los ciento doce barcos que habían salido del astillero a lo largo de su historia, orgulloso al constatar que más de la mitad aún navegaban y quizás en aquellos momentos estaría realizando una hermosa singladura por cualquiera de los grandes océanos.
Su vista se detuvo en la estilizada silueta del Samoa con el que el australiano Matt Kimberley estableció un récord al dar la vuelta al mundo sin escalas, y su memoria se remontó al día en que su padre decidió lanzarlo al agua cuando él apenas acababa de cumplir los cuatro años.
Luego se preguntó una vez más por qué razón el Ulisses pasó a convertirse en un buque fantasma que vagó más de tres años por el Atlántico Sur para ir a parar a un escondido golfo de la Patagonia sin que jamás nadie fuera capaz de aclarar qué profundo misterio ocultaba en su seno, y por qué oscura razón toda una familia argentina y cuatro miembros de la tripulación desaparecieron en el mar sin dejar rastro.
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