Alberto Vázquez-Figueroa
Centauros
Cuentan que fue el mismísimo almirante don Cristóbal Colón quien le impuso el sonoro sobrenombre de «el Centauro de Jáquimo» al verlo lanzarse al ataque, lanza en ristre a lomos de su furibundo caballo Malabestia , durante la primera gran batalla que se libró en el Nuevo Mundo.
Cuentan también que una de las mujeres más fascinantes, inteligentes y deseadas de su tiempo, la poderosa princesa Anacaona, le apodaba no obstante «el Colibrí», pues a su modo de ver era tan pequeño, hermoso, delicado, resistente y ágil como la mítica avecilla multicolor que se mantenía inmóvil en el aire agitando sus alas y compitiendo en buena lid con la belleza de las flores más exóticas.
Según la princesa, sus inmensos ojos parecían sonreír a todas horas, sus delicadas facciones atraían de inmediato las miradas de las más descocadas mozas e incluso las más recatadas esposas, y su cuerpo, exacto en todas sus proporciones y de una elegancia innata, se diría que había sido la muestra que el Supremo Hacedor había preparado con vistas al día en que se decidiera a crear al hombre perfecto.
El único defecto que se le podía achacar a aquel ser inimitable era que medía dos cuartas menos de lo que en justicia a sus muchos méritos debería haber medido.
Al parecer, compensaba su pequeña estatura con la fuerza de un toro, los reflejos de una mangosta, la astucia de un zorro, la resistencia de un caballo, la impasibilidad de un búho y la valentía de una docena de tigres.
Y cuentan por último que su Serenísima Majestad, la reina Isabel la Católica, confesó en cierta ocasión que tan sólo había experimentado la extraña sensación de que el corazón le estallara en el pecho la mañana en que contempló, angustiada, los inconcebibles equilibrios y divertidas piruetas que un joven paje del duque de Medinaceli realizaba sobre un estrecho tablón que, por motivo de unas obras, sobresalía cuatro metros del alero en lo más alto de la torre de la catedral de Sevilla, a casi veinte metros del suelo.
— ¿Quién es tan arriesgado funámbulo? — quiso saber.
— No es ningún funámbulo, mi señora… — le respondió una de sus damas de compañía—. Es ese loco de Cuenca, Alonso de Ojeda, que intenta distraeros de vuestras incontables preocupaciones.
— Pues lo que en verdad está consiguiendo es aumentarlas, al pensar que por mi culpa se pueda malograr un apuesto galán por el que, al parecer, suspiran la mayoría de mis damas de compañía… — puntualizó la soberana—. Aseguradle que me ha complacido en mucho su muestra de valor y su increíble sentido del equilibrio, pero que es hora de dedicar toda su atención a la fascinada doña Gertrudis, lo cual, pensándolo bien, tal vez pueda acarrearle mayores riesgos que corretear y hacer piruetas por las cornisas y las alturas.
No obstante, la reina Isabel, mujer severa y poco dada a las frivolidades, mostró a lo largo de toda su vida una especial debilidad por la persona del osado y en cierto modo descarado rapaz que tanto había arriesgado para llamar su atención allá en Sevilla, sobre todo teniendo en cuenta que en los años venideros el intrépido funámbulo demostró que su auténtico valor iba muchísimo más allá que el mero exhibicionismo.
Cuando mucho tiempo después maese Juan de la Cosa, el famoso cartógrafo nacido en Santoña, quiso saber por qué se había arriesgado de aquel modo, Ojeda no pudo por menos que responderle que lo que en verdad deseaba era descubrir qué significaba sentir miedo.
Hasta aquel momento, ni las batallas, ni los duelos, ni los caballos salvajes, ni los lobos de las más oscuras noches en que se encontraba perdido en un espeso bosque habían conseguido inquietarle en exceso, por lo que consideró que resultaría interesante experimentar aquel «miedo a las alturas» del que tanto le habían hablado.
— ¿Y no lo experimentaste? — quiso saber maese Juan.
— Lo cierto es que me decepcionó comprobar que mientras mantuviera al menos uno de mis pies sobre aquel grueso y bien asentado tablón de tres cuartas de ancho, nada podría ocurrirme… — fue la tranquila respuesta—. Y a fe de buen cristiano que no soy tan estúpido como para que se me ocurriera colocar los dos pies fuera del tablón.
— ¿Y no te asaltó la sensación de vértigo? — insistió el cántabro.
— Ese tal vértigo, si es que en verdad existe, no debe de ser más que el fruto de una calenturienta imaginación que se afana en hacernos creer que el abismo nos atrae, pero a mi modo de ver eso no es cierto. Mientras se mantengan los ojos y los pies en el lugar adecuado, lo demás huelga. De hecho, si colocáramos ese mismo tablón sobre el suelo podríamos pasarnos días y semanas dando saltos sobre él sin salirnos de sus límites.
— ¿Y si te hubiera empujado el viento?
— Aquel día no soplaba viento.
— ¿Y si hubiera llegado de improviso?
— No llegó; y nadie puede vivir pendiente del «y si…», porque entonces jamás abandonaría el umbral de su casa.
— Y si no sentiste miedo… — porfió maese Juan de la Cosa— ¿qué sentiste?
— Cansancio; trepar hasta lo alto de la torre exige un notable esfuerzo, pero os aseguro que contemplar Sevilla desde semejante perspectiva merece la pena, sobre todo en unos momentos en que la Corte en pleno, con la reina Isabel a la cabeza, se desparramaba por la explanada.
— Haciendo apuestas sobre cuánto tardarías en precipitarte al vacío.
— Mi señor, el Gran Duque, que me conocía bien, apostó por mí, ganó una considerable suma y me regaló un jubón nuevo.
— ¿Mereció la pena tanto riesgo por un jubón nuevo?
El cosmógrafo, cartógrafo y excelente marino Juan de la Cosa fue el mejor amigo que Ojeda tuvo nunca, probablemente el mejor amigo que nadie pueda tener en este mundo, pero se diferenciaban en que él siempre evitaba los riesgos inútiles, mientras que esos riesgos inútiles atraían a su compañero de viajes y aventuras como un imán.
Probablemente se debía a que siendo aún muy joven llegó a la convicción de que las flechas, las lanzas, las balas, las dagas y sobre todo las espadas, le respetaban como si la Virgen María, a la que profesaba una profunda devoción desde que tenía uso de razón, hubiera decidido acogerle bajo su manto, a tal punto que en ocasiones se preguntaba qué sería lo que acabaría con él, ya que estaba claro que no le aguardaba la muerte normal de un soldado.
Aquella misma mañana, el caballero Bernal de Almagro, molesto por su infantil fanfarronada y por el hecho de que por su sentido del equilibrio había perdido una cuantiosa apuesta, decidió que, ya que no había medido el suelo cayendo desde el cielo, lo mediría impulsado por la punta de su espada.
Le convocó al amanecer a orillas del Guadalquivir y lo cierto es que nunca más volvió a pisar sus orillas.
La corriente arrastró mansamente su cadáver rumbo al mar, donde su desconsolada esposa lo buscó durante meses.
La culpa no fue de Ojeda, que por aquel tiempo aún experimentaba remordimientos por sus actos y que en verdad lamentó la insistencia de aquel obtuso mentecato en atacarle pese a que le desarmó en cuatro ocasiones.
Y es que era más terco que una mula y un verdadero inepto; empuñaba la espada como si se tratara de una vara de sacudir alfombras y se lanzaba ciegamente al ataque con mandobles de arriba abajo, tal vez creyendo que por ser más alto que el conquense, cosa nada difícil sea dicho de paso, lograría partirlo en dos como a un melón maduro. Pero en el quinto intento tuvo tan mala fortuna que Ojeda no consiguió lanzar de nuevo su arma por los aires, sino que los aceros resbalaron el uno contra el otro y una punta se hundió profundamente en la garganta de Bernal de Almagro.
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