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Alberto Vázquez-Figueroa: Centauros

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Alberto Vázquez-Figueroa Centauros

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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¿Cómo podía explicarle el duelista que su vida era igualmente sagrada y lo único que intentaba era evitar que algún cretino sediento de gloria se la arrebatara por el simple placer de alardear de haber conseguido acabar por fin con la fama de intocable del escurridizo Ojeda?

Cierto que éste nunca debió haber permitido que tan trágica espiral de dolor y muerte iniciara su andadura, pero también es cierto que sus sinceros y denodados esfuerzos por detenerla resultaron baldíos.

Cuándo y dónde empezó todo, nadie lo recordaba. Probablemente con bromas de muchachos sobre su corta estatura que poco a poco degeneraron en trifulcas de las que sus rivales salían malparados, puesto que si bien la naturaleza no le había proporcionado altura se lo compensó con agilidad y una fuerza excesiva para su delgada constitución.

De las manos y los ojos morados se pasó sin saber cómo a las armas y las heridas, y de allí a una primera herida sangrante que Ojeda no supo o no quiso evitar, la de un rufián que alardeaba de maltratar a las mujeres y vivir a su costa, por lo que a su entender se llevó su merecido. Para colmo de desgracias, tres días más tarde descalabró a uno de los hermanos del proxeneta, que había acudido a retarle sediento de venganza, y de esa manera la macabra noria comenzó a girar de forma imparable.

En sus ansias por alejarse lo más posible de tan triste fama, Ojeda le rogó a su primo que intercediera para conseguirle una plaza en la nueva expedición a las Indias Occidentales que estaba preparando Colón, puesto que le había conocido años atrás, cuando acudía de vez en cuando a solicitar ayuda al palacio de los Medinaceli, y de él llegó a escribir:

Debo admitir que por entonces se me antojaba un paría que pretendía embaucar a unos cuantos incautos, obtener unos sueldos con la absurda promesa de una nueva ruta hacia la China y emprender las de Villadiego. Cierto es que por aquel entonces yo no era más que un mozalbete con la cabeza a pájaros, al que importaban más las nuevas faldas que los nuevos mundos. Al fin y al cabo, cada falda es un mundo.

No obstante, a la vista de las maravillas que los compañeros de viaje de Colón contaban sobre islas paradisíacas pobladas por bellísimas y complacientes muchachas que ni siquiera usaban falda, la sangre de Ojeda hervía ante la oferta de fabulosas aventuras al aire libre y a cielo abierto, lejos de las oscuras y pestilentes posadas en que cada noche se veía obligado pararle los pies al provocador de turno.

Debido a la machacona insistencia de su primo, fray Alonso de Ojeda, se vio obligado a mover todos sus hilos, incordiando a sus muchas amistades con el fin de conseguir que nadie se opusiera a que el más famoso pendenciero de su tiempo viajara a bordo de unas naves que se lanzaban a la aventura de «cristianizar» y «civilizar» a los pobres salvajes de las nuevas tierras con que don Cristóbal Colón se había tropezado en su largo viaje con destino a China.

La mayoría de los organizadores de tan magna expedición opinaban, y era algo que nadie podría echarles en cara, que semejante «perdulario provocador» no ofrecía ni remotamente un ejemplo de lo que significaba «civilizar» y «cristianizar».

Trataron de convencer al buen fraile de que si un Alonso de Ojeda debía surcar el temido Océano Tenebroso con el fin de propagar la fe en Cristo, debía ser él, y no el buscapleitos de su primo.

— Precisamente lo que pretende es dejar atrás los pleitos e iniciar una nueva vida lejos de las armas, que tantos problemas y tan escaso provecho le han traído — replicó—. Está convencido de que le ha llegado el momento de sentar la cabeza.

— Lo primero que tendría que hacer para sentar la cabeza es encontrársela — le hicieron notar—. Y estimamos que eso es harto difícil tratándose de quien se trata.

Las posibilidades de éxito eran al parecer escasas, por lo que al fin se vio obligada a intervenir Catalina la Pescadora , quien probablemente lo hizo no sólo porque apreciaba sinceramente al que había sido durante años paje en su palacio, sino porque debió de llegar a la conclusión de que cuanto más lejos se encontrara Ojeda de su adorado hijo Juan, tanto mejor para todos.

— En esta casa lamentaríamos mucho que se lo tragase el océano o muriese a manos de los salvajes o por culpa de unas fiebres… — argumentó convencida de lo que decía—. Pero más lo lamentaríamos si al final lo abatieran en una de sus muchas pendencias tabernarias. Podría hacer grandes cosas si consiguiera salir de un ambiente tan malsano.

Por su parte don Cristóbal Colón, que tanto le debía de sus años de miseria al Gran Duque, consideró que en buena ley no podía negarse al favor solicitado por la duquesa y acabó por aceptar, no de muy buen grado, que semejante tarambana embarcara en su flota.

No obstante, tres días antes de la partida le mandó llamar y le espetó sin más preámbulos:

— Como sois hombre de acción, temido y respetado, os confío el mando de una de las naves, pero mantened vuestras famosas «dos espadas» en sus respectivas vainas y no me busquéis problemas. De lo contrario os garantizo que veréis el Cipango colgando con la lengua fuera en lo más alto del palo mayor.

A continuación puntualizó que quien tuviera la estúpida ocurrencia de retar en duelo a Ojeda ascendería de igual modo a lo más alto de la cofa para no volver a bajar nunca, por lo que a ese respecto la travesía del Océano Tenebroso transcurrió sin la menor incidencia.

Maese Juan de la Cosa, al que las generaciones venideras deberían el primer mapa del Nuevo Mundo, experimentó muy pronto una viva simpatía por aquel desmadrado pequeñajo al cual su fama superaba en mucho a su estatura. Durante la escala que se vieron obligados a realizar en la isla de la Gomera para repostar agua, al observar que el conquense parecía verde y como desfallecido por culpa del «mal del mar», le comentó:

— Dentro de una semana te habrás acostumbrado.

— Acostumbrado o muerto… — fue la inmediata res puesta—. ¿Cómo es posible que alguien soporte semejantes vaivenes sin que se le revuelvan las tripas?

— Es algo semejante a lo que te ocurre a ti con los duelos: te aseguro que si tuviera que enfrentarme espada en mano a un garduño que intentara enviarme al otro mundo, vomitaría hasta la primera papilla. ¿Qué sientes cuando alguien se abalanza sobre ti dispuesto a abrirte en canal?

— Nada.

— ¿Nada? — se sorprendió el cántabro.

— Nada de nada.

— ¿Y cómo puede ser?.

— Sabiendo a ciencia cierta que el otro nunca conseguirá su objetivo.

— Pero podría darse que algún día tropezaras con alguien más hábil que tú..

— Podría! — admitió el de Cuenca— Pero amén de ser más hábil tendría que ser más sereno y más ágil. El simple hecho de saber que van a enfrentarse a Alonso de simple Ojeda obliga a mis rivales a mostrarse o demasiado cautos o demasiado agresivos, y cuando lo que está en juego es la vida, los «demasiados» se convierten en un lastre. La mayor parte de las veces, no soy yo el que gana; son ellos los que pierden.

— Curiosa teoría! Me aprenderé la lección por si alguna vez me veo en la necesidad de enfrentarme a ti.

— No te lo recomiendo… — le advirtió Ojeda— ¡Hagamos un trato! Tú nunca me harás la competencia con la espada, y yo nunca intentaré pintar un mapa…

Aquél fue un trato que cumplieron a rajatabla, y lo único de lo que tuvo que lamentarse mucho más tarde el conquense fue de no haber empleado parte del tiempo que estuvieron juntos en enseñarse mutuamente el arte de la esgrima o el del dibujo.

A maese Juan tal vez le habría salvado ser más hábil con un acero en la mano, y a Ojeda tal vez le habría salvado aprender a medir las grandes distancias, conocer el movimiento de los astros, o calcular con la perfección del cartógrafo cómo ir y venir de un punto a otro. Durante aquellas largas noches de travesía, ya con el mar en calma y el estómago asentado, Ojeda acostumbraba reunirse con la tripulación a charlar, jugar a las cartas y contar historias banales de mozas de taberna, cuando debería haber ascendido hasta el castillo de popa para preguntarle al piloto sobre las estrellas y constelaciones que con tanto afán observaba, para qué servía conocer su situación exacta y cómo se movían a lo largo y ancho de la bóveda celestial.

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