Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Alberto Vázquez-Figueroa

Piratas

Sebastián Heredia Matamoros había nacido en la Costa del Crepúsculo, que era como se conocía por aquel entonces el enclave del diminuto villorrio de Juan Griego, cuyas encaladas casuchas se extendían a los pies del oscuro fortín de La Galera, a todo lo largo y lo ancho de una tranquila ensenada del noroeste de la pequeña isla de Margarita, famosa desde los tiempos del mismísimo Cristóbal Colón porque en sus transparentes aguas se encontraban los más ricos «placeres de perlas» del mundo.

De hecho, el padre de Sebastián, Miguel Heredia Ximénez, se dedicaba, como la inmensa mayoría de los lugareños, a la explotación de esos «placeres», por lo que cada amanecer se hacía a la mar rumbo a bajíos en los que bucear en busca de ostras, mientras que cada atardecer, su esposa, Emiliana Matamoros Díaz, se destrozaba las manos abriéndolas con la esperanza de encontrar en su interior un grueso y nacarado tesoro que les permitiera aliviar su miseria.

A partir de los ocho años Sebastián Heredia Matamoros comenzó a acompañar a su padre al mar, y su principal misión se centraba en pescar algo para la cena mientras permanecía atento a la sigilosa aparición de los temidos tiburones, que constituían desde siempre el peor enemigo de los atareados buceadores.

De vuelta a casa su madre le permitía jugar con sus amigos en la playa, pero en cuanto el inigualable crepúsculo margariteño incendiaba el cielo para convertirlo al poco en una densa mancha oscura, le sentaba ante una tosca mesa a estudiar a la luz de un candil de aceite de tortuga mientras se veía obligado a mecer suavemente la cuna de su hermana Celeste.

Sebastián Heredia Matamoros creció por tanto en constante contacto con el mar y algún que otro libro, pero creció sobre todo admirando la increíble capacidad de sacrificio de su padre, que se dejaba a diario la piel contra las rocas y los corales, y la inigualable belleza de su madre, cuyo rostro parecía haber sido arrancado de un cuadro de la Virgen, pero cuya provocativa figura continuaba constituyendo un prodigio de perfección, pese a haber dado a luz dos hijos y trabajar de sol a sol año tras año.

La vida diaria de los Heredia Matamoros resultaba, a decir verdad, bastante dura, pero se compensaba con el hecho de que de tanto en tanto encontraban alguna que otra valiosa perla «de garbanzo» que conseguían vender a buen precio al viejo Ornar Bocanegra, lo que mantenía eternamente viva la ilusión de que algún día una gigantesca perla negra les abriría de par en par las puertas de un próspero futuro.

No obstante, pocos años más tarde, cuando Sebastián se encontraba a punto ya de cumplir los doce, desembarcó en la isla un nuevo delegado de la Casa de Contratación de Sevilla, con lo que cualquier esperanza de progreso se desvaneció en el aire.

Hasta aquel terrible día de nefasta memoria, la isla de Margarita había conseguido mantenerse al margen de las severas normas comerciales que regían para el resto de las Indias Occidentales, pero a partir del momento en que don Hernando Pedrárias Gotarredona estableció sus reales en el más lujoso palacete de la capital, La Asunción, y emitió un bando por el que se advertía seriamente que se castigaría con seis años de presidio a quien osase transgredir las ordenanzas de la todopoderosa Casa de Contratación, las escasas ilusiones de los margariteños se diluyeron como sal en el agua.

Y es que la mil veces maldita Casa de Contratación de Sevilla tenía por costumbre pagar las perlas a la décima parte de su valor real, y, además, obligaba a cobrar en mercaderías que la propia Casa era la única autorizada a importar desde la metrópoli.

Como por otra parte solía imponer unas tasas de impuestos y transportes que multiplicaban por cuarenta el coste en origen de dichas mercancías, se daba el curioso caso de que por tres hermosísimas perlas de absoluta pureza, en los almacenes de la Casa de Contratación apenas se conseguía obtener un martillo o dos metros de la más burda tela.

Y quien no estuviera dispuesto a aceptar tan injusto trato se veía obligado a abandonar los «placeres», ya que éstos, al igual que cualquier tipo de riqueza que existiera, o pudiera descubrirse en un futuro al oeste del Océano Tenebroso, se encontraba desde el ya lejano verano del año 1503 bajo la férula única de la Casa de Contratación de Sevilla, mentora de igual modo del Consejo Supremo de Indias, que era a su vez el órgano encargado de hacer cumplir las leyes en el Nuevo Mundo.

Los Heredia Matamoros habían pasado por tanto de una digna pobreza esperanzada a una degradante miseria sin ningún tipo de esperanza, y el pequeño Sebastián fue el primero en advertir cómo el más profundo desaliento se apoderaba de improviso de su hasta aquel momento indomable padre.

Continuaban saliendo cada amanecer al mar, pero ya no enfilaban directamente hacia los peligrosos bajíos en los que un arriesgado buceador podía descubrir entre las rocas y las algas la «ostra madre» de todas las ostras, sino que se limitaban a vagar de aquí para allá sin rumbo fijo y en silencio, íntimamente convencidos de la inutilidad de una labor condenada de antemano al fracaso, puesto que incluso el mayor de los éxitos se convertiría a la larga en una amarga derrota.

El día que corrió la noticia de que a cambio de una perla casi perfecta del tamaño de un huevo de codorniz, un pescador de Boca del Pozo había únicamente obtenido dos cacerolas abolladas y un oxidado cuchillo, la mayoría de los margariteños decidieron que por semejante jornal no valía la pena arriesgarse a que un tiburón les arrancase una pierna, por lo que poco a poco tomaron la costumbre de salir a la mar con el exclusivo propósito de conseguir el diario sustento a base de peces y langostas.

Pese a ello, el prepotente Hernando Pedrárias Gotarredona se negó a aceptar que el vertiginoso desplome de la producción perlífera de la isla se debía a los ruinosos precios que él mismo había fijado, por lo que se apresuró a cargar todas las culpas sobre las cansadas espaldas del pobre Ornar Bocanegra, al que acusó de continuar comprando perlas a escondidas, y si no lo mandó ahorcar fue por el sencillo hecho de que prefirió encerrarle en la más húmeda y profunda de las mazmorras, asegurando que no le permitiría salir de allí hasta que no «escupiese cuanto le había robado».

Aun así, las barcas continuaron sin aproximarse a los «placeres», lo cual tuvo la virtud de que el flamante delegado de la Casa de Contratación comenzara a inquietarse por lo que opinarían sus superiores — e incluso el propio rey — el día que cayeran en la cuenta de que desde que tomara posesión de su cargo, Margarita había dejado de constituir una de las más preciadas «joyas de la Corona».

Cada año la corte aguardaba ansiosa la llegada de la Flota de las Indias rebosante de oro de México, plata del Perú, esmeraldas de Nueva Granada, diamantes del Caroní y perlas margariteñas, y resultaba evidente que al igual que el delegado de la Casa en Potosí podría muy bien alegar algún día que las minas se habían agotado, resultaba absurdo imaginar que el delegado en La Asunción alegase que, de la noche a la mañana, todas las ostras caribeñas se habían cansado de dar perlas.

Durante días y semanas don Hernando se devanó los sesos buscando una solución a su problema, pero como buen funcionario educado en la escuela de administradores de la Casa, ni siquiera se le pasó por la mente aplicar el remedio más sensato — que habría sido, lógicamente, el de ofrecer un precio justo — puesto que casi desde que tenía uso de razón le habían inculcado la idea de que lo único que importaba en este mundo era obtener el máximo rendimiento imaginable por cada espada, cada metro de tela, o incluso cada clavo que cruzase el océano.

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