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Alberto Vázquez-Figueroa: Piratas

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Alberto Vázquez-Figueroa Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— ¡Más que de sobra, capitán! ¡Más que de sobra!

— ¿Estás seguro? — quiso saber el aludido.

— ¡Seguro!

— ¡Bien! — admitió Jacaré Jack —. Sabes lo que te juegas. — Se volvió a su segundo, al que se diría que todo aquello le parecía una pérdida de tiempo y una indignidad impropia de auténticos piratas, y añadió —: Ordena al capitán que tire al mar los cañones. No quiero sorpresas. Luego, que ponga rumbo a Margarita. Nosotros lo seguiremos.

Lucas Castaño lanzó un reniego con el que patentaba su desacuerdo, pero, como de costumbre, obedeció en el acto, por lo que poco después del mediodía reemprendían la marcha no sin antes haber trasladado al Jacaré media docena de jamones, veinte sacos de cereales y diez barriles de vino de Cariñena.

— Tenga en cuenta — le hizo notar quisquillosamente Sebastián Heredia a su capitán mientras observaba la descarga —, que todo eso vale por lo menos treinta perlas…

El Nueva Esperanza fondeó cuatro días más tarde en mitad de la bahía, aunque lejos del alcance de los cañones del fortín de La Galera, mientras que por su parte el Jacaré optaba por mantenerse en continuo movimiento, patrullando entre punta Tunar y cabo Negro, con escaso velamen desplegado, pero con los mástiles alargados al máximo, listo para izar de inmediato todo el trapo a la menor señal de peligro.

Los lugareños se arremolinaron muy pronto en la playa, curiosos y alarmados por el insólito acontecimiento que venía a romper la monotonía de la vida diaria, y la expectación llegó al máximo en el momento en que la vieja carraca botó al agua una chalupa en la que se aproximó a tierra la familiar figura de Sebastián Heredia Matamoros, quien, tras abrazar afectuosamente a la desconcertada concurrencia, corrió hacia el fortín desde el que el ceñudo capitán Mendaña le observaba con ayuda de un potente catalejo.

— ¿Se puede saber qué diablos haces tú aquí? — fue por lógica la primera pregunta del militar cuando el chicuelo llegó, jadeante, hasta donde se encontraba —. Te prohibí que volvieras a la isla.

Se lo prohibió a mi padre, no a mí — replicó con descaro el rapaz —. Y él no tiene la menor intención de poner el pie en Margarita.

— ¿Dónde está?

Sebastián hizo un significativo gesto en dirección al estilizado navío que patrullaba aguas adentro.

— A bordo — dijo.

— ¿A bordo del Jacaré? — se asombró el otro —. ¿Cómo es posible?

— Nos recogió cuando estábamos a punto de hundirnos — fue la respuesta —. Y nos tratan muy bien.

A continuación el espabilado chiquillo hizo un somero relato de cuanto había ocurrido desde el momento en que abandonara la isla, para concluir con una seriedad impropia de su edad:

— Por eso, lo primero que he hecho es venir a verle. No quiero hacer nada que pueda perjudicarle. Le debo demasiado.

— No me debes nada — fue la rápida respuesta del oficial —. En cuanto a perjudicarme, está claro que no estoy en disposición de evitar que un barco fondee frente a la costa siempre que se mantenga fuera del alcance de mis cañones. — Sonrió con marcada intención —. Lo único que está en mi mano es enviar un mensaje a La Asunción para que a su vez envíen un mensaje a Cumaná solicitando un buque de guerra lo suficientemente poderoso para enfrentarse al Jacaré.

— Cuánto tardaría en llegar? — quiso saber Sebastián.

— Como mínimo, dos semanas. Como máximo, nunca. Y el máximo es lo más probable.

— No hay buques de guerra en las proximidades? — No que yo sepa — fue la respuesta —. Pero en la isla sí que hay suficientes soldados como para defenderla de un simple puñado de piratas o sea que aconseja a tus amigos que se alejen de la costa. — El rudo capitán Mendaña tomó asiento sobre uno de los cañones, dejó a un lado su pesado catalejo y revolviendo con afecto la ya de por sí siempre revuelta cabellera del descarado bribonzuelo por el que experimentaba un sincero aprecio, añadió —: No me gustan los piratas, pero supongo que deberían gustarme más que los funcionarios de la Casa porque al menos los piratas se arriesgan a que los ahorquen mientras esos cerdos roban mil veces más y encima la justicia les protege. — Le tiró con fuerza de las orejas —. Con eso pretendo decir que si los piratas le roban a la Casa y, además, venden las cosas a un precio justo a una gente que está muy necesitada, por mí adelante. No pondré un pie en el agua para impedirlo, siempre que ninguno de ellos ponga el pie en tierra.

El chiquillo tendió la mano como si se tratara de un adulto sellando un pacto.

— ¿Es un trato? — quiso saber.

El otro se limitó a propinarle un sonoro coscorrón que le obligó a lanzar un breve lamento y rascarse enfurruñado el lugar dolorido.

— ¿Qué trato ni qué trato…? — exclamó el asombrado militar —. ¿Desde cuándo un capitán del rey hace tratos con un enano de mierda? ¡Habráse visto! — ¡No se enfade!

— Cuando te pasas, me enfado. Y ahora vete al carajo y recuerda que no quiero veros a menos de dos millas de la costa.

Sebastián hizo un gesto de asentimiento, se encaminó hacia la escalinata de piedra que habría de llevarle de nuevo hasta la playa, pero ya con el pie en el primer escalón se volvió para inquirir con un tono de voz muy diferente:

— ¿Sabe algo de mi hermana?

— Que vive en casa de ese malnacido. — El capitán Mendaña hizo una corta pausa para añadir con una leve sonrisa de ironía —: Pero no te preocupes. Ya te dije que tu madre sabrá ingeniárselas para que no le falte de nada.

— Y yo también le dije que ya no es mi madre — fue la seca respuesta —. Mi madre ha muerto.

Continuó su camino bajo la atenta mirada del oficial, y cuando se reunió de nuevo con cuantos le aguardaban en la playa, saltó sobre una barca varada alzando los brazos para pedir silencio.

— Ese barco está lleno a rebosar de cuanto podáis necesitar — dijo —. Y a partir de mañana todo se liquidará a la décima parte de lo que cobra la Casa. Pero tened presente que como pago únicamente aceptamos perlas.

Fue un negocio redondo.

El primer gran negocio en la vida del avispado Sebastián Heredia, que llegó incluso a vender los cabos, los cubos y las velas del Nueva Esperanza, y si no llegó a vender las anclas fue por el simple hecho de que las necesitaba para mantenerlo fondeado, ya que cada amanecer acudían de todos los rincones de la isla lugareños ansiosos de adquirir a precio de saldo cuanto siempre habían necesitado y jamás habían obtenido.

Las barcas se hacían a la mar en plena noche, llevando a bordo incluso a las mujeres y los niños para comenzar a faenar en los «placeres» con la primera claridad del alba, y mientras los buceadores se sumergían una y otra vez, sus acompañantes iban abriendo con rapidez las ostras en busca de las redondas y relucientes perlas.

En cuanto reunían un buen puñado izaban velas y ponían rumbo a Juan Griego para saltar a bordo del Nueva Esperanza y hacer el trueque.

Cuando ya en la vieja carraca no quedó ni siquiera un clavo, hasta el punto de que resultó evidente que tendría que permanecer en la bahía en espera de que le enviasen un nuevo juego de velas, Sebastián Heredia regreso a bordo del Jacaré y depositó ante su sonriente capitán dos sacos de mediano tamaño.

— En éste está lo que prometí — señaló —. Y en este otro el sobrante. ¡La mitad es mía!

— Lo que Jacaré Jack promete, Jacaré Jack cumple — fue la respuesta —. Coge tu parte.

Cuando el chiquillo hubo retirado lo que le correspondía, el escocés ordenó repartir el resto según las normas preestablecidas en las tradicionales leyes de los Hermanos de la Costa, ya que a él, como armador del barco, le correspondía una tercera parte del botín, y al segundo de a bordo un diez por ciento, mientras lo que quedaba se dividía de acuerdo con la categoría y antigьedad de cada tripulante, respetando siempre una parte para enfermedades e imprevistos.

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