Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Esa noche hasta el último hombre se emborrachó a bordo, y la mayoría de los incontables brindis se hicieron a la salud del mozalbete que había sabido proporcionarles tan inesperada fortuna sin necesidad de derramar ni una gota de sangre.

Al día siguiente, ya sobrio y después de ordenar poner proa a mar abierto, el capitán Jacaré Jack hizo un leve gesto a Lucas Castaño de que subiera al puente de mando, y ante la evidente sorpresa del panameño señaló:

— Creo que sería una buena idea apoderarse del mayor número posible de barcos antes de que corra la voz de que es mucho más rentable y menos peligroso apresarlos cuando vienen que cuando van.

— ¿Acaso se le ha pasado por la cabeza repetir la hazaña? — se escandalizó su segundo.

— ¿Y por qué no? — fue la lógica respuesta —. Éste es un filón que conviene aprovechar mientras dure.

— Indigno de un pirata que se precie — le hizo notar Lucas Castaño.

— ¡Escucha, pendejo! — replicó calmosamente su capitán —. De lo único que se tiene que preocupar un pirata que se precie es de hacerse rico antes de que le ahorquen. Y éste es un buen método, así que continúa tan mudo como hasta ahora y llegarás a viejo.

Lucas Castaño se abstuvo de volver a abrir la boca a ese respecto, con lo que el Jacaré fue el primer navío de aguas profundas que cambió la estrategia de la piratería caribeña, ya que en lugar de patrullar entre la isla de La Tortuga y las Bahamas a la espera de los enormes galeones cargados de tesoros que emprendían a finales de verano la ruta norte de regreso a España, escogió «trabajar» las aguas de Barbados y las Granadas al acecho de inermes cargueros que, como el Nueva Esperanza, se arriesgaban a realizar la travesía de «ida» sin contar con la protección de la Gran Flota que una vez al año partía de Sevilla rumbo a las Indias.

Hacía ya casi un siglo que los pilotos españoles tenían muy claro que para ir al Nuevo Mundo a bordo de poco maniobrables galeones que montaban casi exclusivamente velas cuadradas, magníficas para navegar con vientos de popa pero poco prácticas a la hora de aprovechar los vientos de través, sólo existían dos rutas lógicas: la de «ida», aprovechando los vientos alisios que comenzaban a soplar en octubre o noviembre, y que en poco más de un mes solían llevarlos «empopados» desde las Canarias hasta Barbados, y la de «vuelta», dejándose empujar por los vientos que a mediados de verano comenzaban a soplar desde las Bahamas y les conducirían a las Azores y desde allí a las costas españolas.

De este modo en apariencia muy simple se estableció un continuo flujo de hombres y mercancías entre Sevilla, como único puerto de la metrópoli reconocido y válido según el mandato real, y un continente tan extenso que aún no se tenía una idea muy clara de cuáles eran sus auténticos límites.

A los corsarios ingleses, franceses y holandeses, que habían recibido de sus respectivas coronas la orden expresa de impedir que España se fuera haciendo cada vez más poderosa a base de recibir oro, perlas, diamantes y esmeraldas de sus riquísimas colonias, lo único que por lógica importaba era cortar el suministro de entrada de tales riquezas, aunque fuera por el expeditivo procedimiento de enviar dichos galeones al fondo del mar, y debido a ello sus victorias fueron sin duda espectaculares, ya que no se trataba de apresar a un enemigo o vencerlo en un combate equilibrado, sino sólo de destruir inermes buques de transporte empleando para ello los mejores navíos de guerra del momento.

De tanto en tanto, y si la situación resultaba propicia y presentaba escaso riesgo, optaban por apoderarse del botín, pero ésa no constituía en absoluto la misión que les habían encargado sus soberanos al concederles la famosa patente de corso, por lo que, de hecho, un corsario no tenía el menor reparo en hundir toda una flota aunque ello no le reportara provecho alguno, ya que a decir verdad no eran más que una especie de «terroristas de estado» de su tiempo al servicio de intereses puramente políticos.

Eso hacía que la mayoría de los auténticos piratas los aborrecieran, ya que la destrucción indiscriminada de ingentes riquezas que de otro modo podían favorecer a muchos se les antojaba un estúpido despilfarro y un peligro para la seguridad, opinando, con innegable buen sentido, que todo el oro, la plata o las esmeraldas que fueran a parar al fondo del mar ni siquiera a los peces beneficiaban, mientras que las innumerables vidas que se perdían en tan bárbaros ataques sólo servían para que las autoridades españolas lanzasen al mar nuevos barcos de guerra que combatían por igual al «honrado pirata» que al salvaje corsario.

Eso no significaba, sin embargo, que de tanto en tanto algunos de los más inescrupulosos de tales piratas decidieran unirse a los corsarios a la hora de enfrentarse a una potente escuadra o asaltar una plaza fuerte, aunque dejando siempre muy claro que si la misión de unos era la de destruir, la de los otros seguía siendo la de saquear.

Con el transcurso del tiempo, y vistas las múltiples ocasiones en que tuvieron lugar tales alianzas, las víctimas, y más tarde los historiadores, olvidaron las diferencias que en un principio separaron a piratas y corsarios, acabando por meterlos a todos en el mismo saco, aunque era, eso sí, un saco cuya sola mención causaba espanto.

Jacaré Jack pertenecía desde siempre a la estirpe de los piratas puros; es decir, la de los escasamente sanguinarios salteadores de las rutas del mar cuya única ambición se centraba en la idea de hacerse lo más rico posible en el menor tiempo posible con vistas a un tempranero retiro para disfrutar en paz del fruto de tan duro esfuerzo.

El escocés sabía muy bien que a un barco hundido no se le puede saquear por segunda vez, y que un capitán maltratado jamás vuelve a rendirse pacíficamente, por lo que procuraba que a la hora de los abordajes sus hombres no hicieran uso más que de la fuerza estrictamente necesaria.

De ese modo consiguió con el tiempo que su negra bandera del caimán y la calavera hiciese lanzar un suspiro de alivio a quienes la veían aproximarse, convencidos como estaban de que dentro de la inseguridad de unos mares plagados de enemigos, aquella bandera confería una relativa tranquilidad.

De octubre a marzo patrullaba por tanto la ruta de ida, a unas cien millas al este de Barbados, plantaba cara a los navíos solitarios, les vaciaba las bodegas y, cuando el contenido de la carga superaba sus posibilidades, se limitaba a conducirlos a una escondida ensenada entre los islotes de Rameau, Bateaux y Barandal, en las Granadinas del Sur, un lugar tan bien protegido por traidores arrecifes que quien no conociera perfectamente los estrechos canales que los sorteaban acababa por embarrancar entre los corales quedando a merced de sus cañones.

En la cercana y mucho mayor, aunque deshabitada, isla de Mayero, había establecido lo que pomposamente llamaba sus «cuarteles de invierno», aunque justo es reconocer que bajo tan rimbombante denominación sólo se ocultaban dos docenas de chozas de adobe con techo de paja generosamente abastecidas, eso sí, de putas, ron y excelente comida.

De ese modo, con medio año de vacaciones — de abril a septiembre — en una isla paradisíaca, y otro medio de un trabajo sumamente productivo y escaso de riesgos, Jacaré Jack conseguía mantener feliz y satisfecha a la mayoría de su tripulación, aunque se daba el sorprendente caso de que algún que otro inevitable descontento se mantenía aferrado a la vieja idea de que la auténtica piratería debía ser algo más que aquella extraña mezcolanza de buhonería y bandolerismo.

La respuesta del escocés a tales quejas solía ser siempre la misma:

— Yo soy el que manda, y quien no esté de acuerdo y quiera marcharse que alce la mano para poder colgarlo de una verga, ya que no estoy dispuesto a permitir que un hijo de puta deserte para que vaya contando por ahí dónde nos escondemos.

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