Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Decidió por tanto no ir tras ellos en lo que consideraba una inútil persecución, y optó por poner proa a las aguas libres de barlovento para aprovechar la mayor velocidad de su nave con vistas a interceptar la chalupa en el amplio canal de Santa Lucía, a la vista ya de las costas de Martinica.

Sebastián Heredia jamás había visto tan furioso al escocés.

A decir verdad, fue una de las primeras veces en que tuvo ocasión de vislumbrar su auténtico carácter, puesto que aunque por lo general daba muestras de una indolencia rayana en la abulia, durante los días que siguieron no se movió un instante del puente, patroneando el veloz jabeque con tal maestría que invitaba a creer que tomaba parte en una extraña regata en que estaba en juego cuanto poseía.

— Nadie se la juega al capitán Jack — era lo único que mascullaba de tanto en tanto —. Nadie se la juega, y no pararé hasta convertirlos en carnada para los tiburones.

Hasta el último grumete le respaldaba, puesto que no había un solo hombre a bordo que no tuviese alguna cuenta pendiente con los aborrecidos Marselleses, y el hecho de tomar conciencia de que estaban poniendo en peligro la placentera existencia que tanto esfuerzo les había costado conseguir, contribuía de forma harto notable a que las viejas heridas comenzaran a supurar nuevamente.

Incluso el silencioso Lucas Castaño renegaba, con lo cual parecía estar todo dicho.

Pese a que casi milagrosamente Sebastián y Miguel Heredia eran los únicos a bordo que jamás habían sufrido en carne propia los furiosos arrebatos de locura de tan imprevisible pareja de salvajes, el muchacho se sentía de igual modo indignado por lo que consideraba una sucia traición, y fue su padre quien, decidiéndose a hablar por primera vez en mucho tiempo, logró que toda su animadversión hacia los desertores desapareciera como por arte de encantamiento.

— Compadéceles… — se limitó a murmurar cuando más excitado se encontraba el margariteño —. Su fin será terrible.

— ¿Cómo lo sabes?

— Lo sé.

No dijo más, pero resultó evidente que lo sabía porque siendo un ser humano que aparentaba ignorarlo todo sobre cuanto ocurría en su entorno, en ocasiones se diría que su propio aislamiento le había llevado a «conocer» mundos distintos que cuantos se encontraban junto a él jamás conseguirían siquiera imaginar.

Y es que no existe locura más insondable que la de quien elige volverse loco por voluntad propia.

Era su manifiesta impotencia a la hora de luchar contra la dolorosa elección que había hecho su padre lo que más amargaba a Sebastián, que parecía estrellarse contra un muro de piedra cada vez que pretendía aproximarse a alguien cuyo corazón no era ya más que una máquina de bombear sangre, y cuyo cerebro se había sumido en un insondable pozo de recuerdos.

Pese a ello, o quizá por ello mismo, toda la capacidad de cariño que el muchacho depositara tiempo atrás en su pequeña pero hermosa familia había acabado por concentrarse en su progenitor, ya que por Emiliana Matamoros sólo experimentaba un hondo rencor, al tiempo que la imagen de su hermana se iba difuminando poco a poco en su mente por mucho que se esforzara en fijarla de modo indeleble.

Al fin y al cabo, cuando se separaron Celeste era aún una niña cuyos rasgos parecían cambiar continuamente.

A los tres días de haber levado anclas, y tras pasar toda una noche al acecho fondeados en una diminuta ensenada de Santa Lucía, el Jacaré se lanzó como un pelícano sobre la pequeña embarcación que tripulaban los desprevenidos Marselleses.

Lo que en todo momento Sebastián consideró una simple frase hecha — «No pararé hasta verlos convertidos en carnada para los tiburones» —, resultó ser una espantosa realidad, puesto que apenas les puso la mano encima el ahora irreconocible capitán Jack ordenó que los desertores fueran arrojados al agua atados a gruesos cabos y llevando encajados entre los muslos un par de anzuelos de gigantescas proporciones cuyas afiladísimas puntas les sobresalían a la altura del pene.

Con su propio cuchillo les rajó las piernas de modo que manara abundante sangre, y después de ordenar que el estilizado navío navegara muy lentamente, se sentó en popa a observar cómo sus aterrorizadas víctimas chapoteaban en el agua dejando un rojo rastro que no tardaría en atraer a los ansiosos escualos.

A los diez minutos hizo su aparición la primera aleta, que se limitó a seguir el reguero de sangre sin lanzarse al ataque, como si la oscura y enorme bestia sospechara ante tan inesperado desayuno.

A bordo, nadie pronunciaba una sola palabra, y en el agua, tanto Gastón como Nené parecían haber comprendido que era inútil suplicar, por lo que parecían resignados a su terrible destino, confiando tal vez en que su cercano fin fuera lo más rápido y menos doloroso posible.

Pero quien quiera que fuese que había inventado tan sádico suplicio sabía bien lo que hacía, puesto que un tiburón lanzado al ataque podía partir en dos de una dentellada a su víctima acabando con su vida en un instante, mientras que si esa víctima era arrastrada como un cebo viviente, su final resultaría agónico, lento y terrorífico.

De improviso, un segundo escualo surgido de las profundidades se lanzó sobre la pierna izquierda de Nené, arrancándosela de cuajo a la altura del muslo, y como si ésa fuera la señal que esperaba, la primera bestia se precipitó sobre la otra pierna.

La sangre tiñó el mar, y ahora sí que el desgraciado Marsellés lanzó un aullido desgarrador que se perdió en la distancia hasta desaparecer en las lejanas playas de la isla y en las entrañas de cuantos contemplaban tan espeluznante espectáculo.

Pero lo peor aún estaba por venir.

Sin darle tiempo a morir desangrado, la más activa de las fieras se lanzó de nuevo sobre la, en apariencia, inofensiva presa, y fue entonces cuando se tragó por completo el anzuelo, de tal forma que quedó indefectiblemente unida a Nené Rousselot, con las gigantescas mandíbulas semicerradas sobre su estómago y su espalda, clavados los afilados dientes en una blanda carne que se abría y desgarraba a medida que se debatía en un inútil intento por liberarse del acero que se le había incrustado en el paladar.

Lo que quedaba del Marsellés no era más que una informe masa de sangre, carne y tripas que rugía y lloraba mientras saltaba de un lado a otro como una pelota entre las fauces de un perro enloquecido, por lo que llegó un momento en que el desencajado Sebastián Heredia no pudo hacer otra cosa que inclinarse sobre cubierta y vomitar por primera vez en su vida.

Acudió luego a tomar asiento junto a su padre, que continuaba ajeno a cuanto no fuera afilar un largo machete, y allí permaneció hasta que Lucas Castaño cortó los gruesos cabos para permitir que lo poco que quedaba de ambos hermanos acabara siendo disputado por una bandada de embravecidos tiburones que parecían haber acudido desde los cuatro puntos cardinales.

Durante el difícil año que siguió a la cruel ejecución, Sebastián Heredia maduró más aprisa que durante toda su época anterior a bordo del Jacaré, y no sólo porque creciera en altura y fortaleza, o porque aprendiera más sobre el arte de la guerra y el amor, sino porque su mente pasó a ser la de un adulto que empezaba a comprender hasta qué punto tenía la obligación de plantearse un futuro muy diferente, alejado de tan poco recomendable compañía.

Cada noche se acostaba resuelto a abandonar de inmediato aquella absurda forma de vida, pero cada mañana se levantaba descubriendo que un día más posponía la decisión, en parte debido a que en lo más íntimo de su ser estaba absolutamente convencido de que, al igual que no había dejado escapar a los hermanos marselleses, el capitán Jack tampoco permitiría que «un muchacho alocado y un viejo loco» rondasen por el mundo sabiendo en qué lugar se ocultaba durante seis meses al año uno de los barcos más buscados del Caribe.

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