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Alberto Vázquez-Figueroa: Piratas

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Alberto Vázquez-Figueroa Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Como resulta lógico imaginar, jamás se dio el caso de que alguien levantara la mano, y la placentera vida siguió su curso durante unos años en que Sebastián Heredia Matamoros fue creciendo en compañía de algunos de los hombres más rudos del planeta.

A los dieciséis hablaba ya tres idiomas y había aprendido cuanto debía saber sobre el arte de la navegación y el uso de las armas, y apenas había cumplido los diecisiete cuando una solícita y experimentada mulata le puso amablemente al comente del difícil arte de contentar a las mujeres.

También era un experto en toda clase de juegos de azar, y era capaz de mantenerse sobrio con tres jarras de ron entre pecho y espalda.

Como en su calidad de «jefe de operaciones» seguía disfrutando de una parte importante del botín, se le habría podido considerar un jovencito muy afortunado, de no haber sido por el hecho de que su padre continuaba constituyendo una pesada carga que venía a recordarle continuamente la amarga tragedia que ensombreciera su infancia.

Y es que el paso de los años no había servido para cambiar un ápice la obstinada actitud de mutismo y alejamiento de Miguel Heredia Ximénez, que se había convertido en un ser cada vez más huraño y encerrado en sí mismo, y pese a que ya jamás mencionaba a su mujer o su hija, resultaba evidente que no se apartaban ni un segundo de su mente, convirtiéndose en una obsesión que llevaba camino de volverle loco.

El cariño y la dedicación con que Sebastián le cuidaba había acabado por calar incluso en el corazón de una pandilla de facinerosos que tal vez no hubieran pestañeado a la hora de rebanarle el cuello a un paralítico, pero a la que conmovía el ver como hora tras hora, día tras día y año tras año, el simpático y alborotador muchachuelo era capaz de dejarlo todo por acudir a tomar asiento junto a su padre para hablarle de mil cosas aun a sabiendas de que raramente obtendría respuesta.

Sólo una cosa parecía hacer feliz a alguien de quien se diría que incluso respirar le costaba un gran esfuerzo, y era el hecho de lanzarse al mar cuando se encontraban fondeados en aguas poco profundas, para dedicarse durante todo un día a bucear hasta quedar extenuado.

Eran ésas las únicas noches en que dormía plácidamente y sin sobresaltos, como si el bajar a las profundidades le devolviera momentáneamente a los felices tiempos en que toda su preocupación se centraba en encontrar hermosas perlas con que sacar adelante a su familia.

Su hijo se mantenía entonces atento a la presencia de tiburones y barracudas, tal como acostumbraba a hacer años atrás, siempre con la mano sobre el arpón y con el afilado machete a la cintura, como un ángel guardián que tuviera plena conciencia de que aquel ser indefenso era todo cuanto le quedaba en esta vida.

A menudo, el silencioso Lucas Castaño tomaba asiento al otro extremo de la chalupa, dedicado a la tarea de pescar o dormitar en apariencia ajeno a todo, aunque no resultaba difícil comprender que pese a que tuviera los ojos cerrados bajo su viejo sombrero de carcomida paja, siempre estaba dispuesto a saltar a la menor señal de peligro.

Durante las largas temporadas de descanso Miguel Heredia prefería continuar viviendo a bordo del Jacaré, lejos del alboroto de putas y borrachos, siempre a solas consigo mismo y con la machacona repetición de sus dolorosos recuerdos, ya que jamás demostró el menor interés por el ron, el juego o las mujeres, y todo cuanto hacía era afilar armas o atesorar cuidadosamente las perlas que iba encontrando en un pequeño arcón de madera que él mismo había tallado con ayuda de una pequeña navaja.

Conmovía verle.

Como contrapartida, su hijo demostraba demasiado a menudo una entusiasta afición a los dados y las mujeres, y si bien con éstas su éxito parecía garantizado, la caprichosa Fortuna se le mostraba por lo general esquiva, cosa que no le preocupaba en exceso, dado que las rapiñas a los barcos de la Casa de Contratación le producían bastante más de lo que pudiera dilapidar por muy mal que se le diera el juego.

Visto todo ello cabría asegurar que el ambiente en que se estaba criando Sebastián Heredia Matamoros no era, desde luego, el más apropiado para la correcta educación de un adolescente, pero por uno de esos extraños contrasentidos que la vida ofrece a menudo, el muchacho consiguió mantener un curioso equilibrio entre la sordidez y la violencia del mundo que le rodeaba y los principios morales que le habían inculcado siendo niño.

Poco importaba que quien le hubiera inculcado tales principios hubiera sido la primera en traicionarlos, o quizá fuera precisamente por haber sufrido tan dolorosamente las consecuencias de dicha traición que el margariteño decidió, probablemente de un modo inconsciente, conservarlos.

Lucas Castaño, que era sin duda quien mejor le conocía a bordo, estaba íntimamente convencido de que sin la continua presencia de su padre el chicuelo se habría transformado en un desarraigado más de cuantos componían la abigarrada tripulación, pero el férreo lazo que le mantenía tan fuertemente unido al pobre enfermo era sin duda lo que le había impedido dejarse arrastrar al abismo.

La vida de la extraña comunidad seguía, por tanto, un curso que podría considerarse en cierto modo «normal» y que no se vio alterado hasta el caluroso amanecer de un día de verano — que era curiosamente cuando solían retirarse a los «cuarteles de invierno» — en que el vigía de guardia en la costa norte acudió a comunicar la inquietante noticia de que la mejor de las chalupas había desaparecido la noche anterior.

Cuando se pasó lista se llegó a la rápida conclusión de que al parecer un par de gavieros franceses habían decidido desertar.

Gastón y Nené Rousselot, más conocidos a bordo por el apodo de los Marselleses, eran dos hermanos muy diferentes entre sí, pero que compartían una desmesurada afición a meterse de continuo en todo tipo de pendencias.

De cada diez latigazos que Lucas Castaño se había visto obligado a propinar en los últimos años, seis habían ido a parar a las espaldas de alguno de ellos, pero aun así rara era la ocasión en que no encontraran la menor excusa para organizar una sonora trifulca.

En cuanto se tomaba tres vasos de ron, Nené era capaz de enzarzarse a puñetazos incluso con su propio hermano — o quizá sería mejor decir que preferentemente con su propio hermano — y lo peor del caso estribaba en el desconcertante hecho de que, sin que se pudiera saber con certeza la razón, siempre se las arreglaban para hacer extensivo su enfrentamiento al resto de la concurrencia.

No era de extrañar que después de tantos años de no enfrentarse más que a unos rivales que conocían sobradamente sus triquiñuelas, los levantiscos franceses hubieran decidido desertar en busca de nuevas «víctimas», aunque el orondo capitán escocés llegó de inmediato a la conclusión de que con su reconocida afición al alcohol y las grescas no tardarían en contar a quien quisiera oírles dónde se ocultaba el tan buscado Jacaré y su escurridiza dotación.

— O los cazamos — dijo —, o viviremos aguardando a que vengan a cazarnos. Así que en marcha.

— ¿Hacia dónde?

— Son franceses, ¿no? — fue la lógica respuesta a la pregunta —. La cabra tira al monte y los franceses a donde se hable su lengua. Me juego los cuatro pelos que me quedan a que han puesto rumbo a Martinica.

Con la última luz del atardecer el Jacaré levó anclas para sortear sin peligro los traidores arrecifes de los islotes, y la noche lo sorprendió ya con todo el trapo al viento y la proa cortando el agua rumbo al nordeste.

Jacaré Jack era suficiente buen marino como para llegar a la conclusión de que tripulando una frágil chalupa los Marselleses no se arriesgarían a navegar por mar abierto, de modo que elegirían sin duda sortear las islas por sotavento, conscientes de que de ese modo podrían ocultarse en cualquier diminuta cala a la menor señal de peligro.

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