Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— ¡No! — admitió con seriedad el mocoso —. Ya sé que no puede hacer eso porque el capitán Mendaña le haría volar por los aires. Pero sí puede fondear fuera del alcance de sus cañones y correr la voz. Serían los pescadores los que acudirían como moscas, y en tres días le habrían cambiado hasta el último clavo por perlas de este tamaño.

Ahora fue él quien dio media vuelta para ir a tomar asiento junto a su padre, pero lo hizo de tal forma que de reojo podía observar la taciturna expresión de un escocés que parecía estar digiriendo con notable esfuerzo sus palabras.

Cuando ya el horizonte no era más que una rojiza línea en la que no se advertía presencia alguna del navío, el capitán Jacaré Jack despegó su enorme trasero de la hamaca, se apoyó en la barandilla del castillete de popa y rugió con el estruendoso vozarrón que sólo empleaba para dar órdenes:

— ¡Arriba los palos! ¡Izad todo el trapo! ¡Caña a babor! ¡Vamos a darle caza a esos pendejos!

— ¿A una carraca? — se asombró el timonel.

— ¡A una carraca no, estúpido! — fue la respuesta —. A un millar de perlas.

Para el jovencísimo Sebastián Heredia constituyó un inolvidable espectáculo la forma en que los hasta aquel momento apáticos tripulantes del Jacaré, se lanzaron de improviso sobre las jarcias y las velas, pues resultó evidente que cada uno de ellos sabía perfectamente qué tenía que hacer y lo ejecutaba con tanta rapidez, limpieza y economía de fuerzas que diez minutos más tarde la afilada proa cortaba el agua como la aleta de un delfín enloquecido.

Inclinado sobre su banda de estribor en ángulo tal que el agua amenazaba con invadir parte de la cubierta, y con la mayoría de los tripulantes aferrándose a la baranda de babor para hacer contrapeso, el estilizado navío se deslizaba sobre el mar como una gigantesca gaviota de pecho azul y blancas alas que hubiera avistado un pececillo nadando bajo la superficie.

Cayó la noche sin que avistaran a su presa, se redujo la marcha dando de nuevo estabilidad a la cubierta, y tres horas más tarde el serviola cantó una luz a proa, por lo que el capitán ordenó mantenerse a oscuras y en silencio, limitándose a seguir la estela de la carraca sin que ésta sospechara siquiera su presencia.

Con la primera claridad del alba se encontraban a menos de media milla de su popa, por lo que el capitán Jacaré Jack ordenó izar su estandarte de guerra y disparar un cañonazo de aviso.

En cuanto el capitán del Nueva Esperanza distinguió los treinta y dos enormes cañones y en especial la negra y flameante bandera, tomó la prudente decisión de abatir velas y mantenerse al pairo, puesto que no hacía falta ser un genio de la estrategia naval para comprender que presentar batalla habría constituido un auténtico suicidio.

Según las leyes no escritas del mar, un pirata ante el que se rindiera incondicionalmente el enemigo tenía la obligación de respetarle, y cuantos solían navegar por el Caribe sabían muy bien que la enseña de la calavera entre las fauces de un caimán pertenecía a un capitán escocés que siempre había respetado dichas leyes.

Por lo general se suele tener la errónea creencia de que los piratas siempre izaban la misma bandera negra con una calavera sobre dos tibias cruzadas, cuando en realidad tal enseña sólo perteneció a un zanquilargo irlandés llamado Edward England, apodado «el capitán sin barco», un pobre infeliz de tan bondadoso carácter y escasa agresividad que sus sanguinarios secuaces acabaron por abandonarle a su suerte en una solitaria playa de Madagascar, donde años más tarde murió agobiado por el remordimiento a causa de los salvajes crímenes que bajo su amada enseña había perpetrado su antigua tripulación.

Era cosa sabida que en el momento de armar un navío y lanzarse a la aventura de saltear las rutas del mar, los capitanes se lo pensaban mucho a la hora de elegir los distintivos que diferenciarían su enseña de la de sus competidores, puesto que de ello podía depender el éxito o el fracaso de su misión, ya que a nadie se le ocultaba la evidencia de que nada tenía que ver la reacción de una tripulación que avistase la calavera rodeada por tres flores de lis del respetuoso francés Chevalier de Grammont, con el esqueleto alzando una copa del cruel L'Olonnois, o la calavera limpia y sin adornos del diabólico Mombars.

Ante Jacaré Jack o Chevalier de Grammont valía la pena correr el riesgo de arriar velas y abatir las armas, mientras que frente a Mombars o L'Olonnois lo único que se podía hacer era intentar huir, presentar batalla o tirarse de cabeza al mar con una piedra al cuello como último medio de escapar a las bestiales torturas con que aquellos inconcebibles sádicos acostumbraban divertirse.

No es de extrañar, pues, que en cuanto al capitán del Nueva Esperanza le despertó el cañonazo de aviso y distinguió en la bruma del amanecer el estandarte del caimán, se pusiera de inmediato al pairo ordenando a sus hombres que se alinearan en cubierta con las manos sobre la borda para que nadie abrigase la mínima duda sobre sus pacíficas intenciones.

El primero que subió a bordo de la vieja y maloliente carraca fue el panameño Lucas Castaño, quien tras saludar respetuosamente al flemático cántabro que parecía tomarse el asalto como si más bien se tratara de una corta e imprevista escala con el fin de hacer aguada, inspeccionó detenidamente las bodegas para regresar al Jacaré refunfuñando entre dientes por la inutilidad del estúpido esfuerzo.

— ¡Basura! — dijo.

— ¿Qué clase de basura? — quiso saber su capitán.

— ¡Cosas para trabajar! — fue la impaciente respuesta de un hombre para el que cada palabra era un tesoro —. Picos, palas, cubos, anzuelos, sacos, machetes… ¡Mierda!

El escocés se volvió hacia Sebastián Heredia, que se encontraba casi a sus espaldas, para señalar con el vozarrón que reservaba para las amenazas:

— Sube a bordo, echa un vistazo y si crees que obtendrás esas perlas, proseguiremos con el plan. — Le apuntó con el dedo —. Pero si calculas que no lo conseguirás, dejaré que continúen su camino y me limitaré a ordenar que te den veinte latigazos por hacerme perder el tiempo. ¿Está claro?

— ¡Muy claro! — se apresuró a reconocer el muchacho, tragando saliva.

— ¡De acuerdo, entonces! Pero escúchame bien, carajito de mierda: si me obligas a seguir con esta pendejada y al final no veo sobre mi mesa un millar de perlas, serán cincuenta los latigazos. — Sonrió como si se tratara de una divertida broma —. Y te aseguro que sólo he conocido a un hombre que haya sobrevivido a cincuenta latigazos de los que arrea Lucas Castaño: un negro gigantesco con la piel más rasposa que la de un tiburón.

— ¡Me parece bien con una sola condición…! — se apresuró a replicar el chicuelo.

— ¡Ya empezamos! ¿Y es?

— Que todo lo que obtenga por encima del millar, será para mí.

El escocés se pasó la mano por la calva, se secó el sudor con la manga de la resobada casaca roja, y observó al zarrapastroso muchachuelo como si le costara aceptar que pudiese existir una criatura tan descarada y vacía de mollera.

Por último, le lanzó una patada al tiempo que dejaba escapar una risotada.

— ¡Mitad y mitad! — dijo —. En todo lo que pase de mil vamos a medias. ¡Y ahora, lárgate!

Sebastián Heredia trepó al Nueva Esperanza, se inclinó ceremoniosamente ante el cántabro como pidiéndole permiso para examinar a fondo su barco, y desapareció en las bodegas con el fin de hacerse una clara idea de cuántas perlas podrían ofrecerle en Juan Griego por tan ingente cantidad de mercancías.

Pasó casi una hora bajo cubierta, pero al fin asomó la desmelenada cabeza por encima de la borda para gritar alborozado:

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