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Alberto Vázquez-Figueroa: Centauros

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Alberto Vázquez-Figueroa Centauros

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Calcinada, sí.

Del tablazón y las cuadernas de la Santa María no quedaban más que pedazos de carbón, y los hombres encargados de defender el fuerte eran ahora esqueletos de los que las rapaces y los perros no habían dejado más que huesos que blanqueaban al tórrido sol del trópico. ¡Dios sea loado!

¿Acaso es ésta la Tierra Prometida?

Las altivas naves, que se habían ido aproximando con todas sus velas desplegadas al viento, comenzaron a largar anclas una tras otra en la amplia ensenada, y al abatir el trapo fue como si inclinaran amargamente la cabeza a la realidad de tan espantosa tragedia.

¡Treinta y nueve vidas!

Treinta y nueve valientes españoles repletos de ilusiones habían sido masacrados por unos salvajes que, incluso, tal vez habían devorado sus cuerpos al igual que solían hacer los caníbales de Guadalupe.

Alguien tenía que arriesgarse a desembarcar y comprobar qué había ocurrido en realidad.

El Almirante pronunció de inmediato un nombre:

— ¡Ojeda!

Y al instante el que acabaría siendo conocido como «el Centauro de Jáquimo» y sus mejores hombres saltaron a las chalupas y comenzaron a remar hacia el lugar de la catástrofe.

Nadie acertaba a calcular cuántos enemigos podían esperarles ocultos entre la espesura que nacía a pocos pasos de la arena. Tampoco cuántos de los que pusieran en primer lugar el pie en la arena caerían bajo las largas flechas enemigas.

Fue el conquense quien se precipitó a saltar de la embarcación y lanzarse, espada en mano, hacia quienes les emboscaban.

Pero al adentrarse en la maleza no encontró enemigo alguno.

Tan sólo desolación y muerte.

Cenizas, y treinta y nueve cadáveres.

Hombres y mujeres desembarcaron una vez comprobado que no corrían peligro y la mayoría lloró, no sólo por los difuntos sino también por ellos mismos, visto que la realidad dejaba constancia de que el paraíso al que esperaban llegar tenía mucho de infierno.

Se dio cristiana sepultura a lo poco que quedaba de aquellos infelices, se rezó en silencio, y cuando mayor era el recogimiento de los atribulados colonos hizo su aparición un indígena de semblante abatido que se postró a los pies del Almirante.

— ¡No fuimos nosotros…! — sollozó en un castellano bastante inteligible—. Nuestro pueblo es amigo del tuyo. Fue el poderoso Canoabo.

El hombre que se humillaba de ese modo era el cacique Guacanagarí, señor de Marién, el mismo que recibiera con los brazos abiertos a los españoles durante su primera visita, y que siempre les había dado muestras de indudable afecto.

Según contaba, las mujeres de su tribu que habían decidido unirse a algunos de los españoles, incluso las embarazadas, habían sufrido de igual modo las iras del brutal Canoabo, señor de Maguana, que no parecía dispuesto a permitir que ningún extranjero osara establecerse en la isla..

— ¡No fuimos nosotros! — insistía una y otra vez el abatido Guacanagarí—. Nada pudimos hacer por impedirlo. ¡Eran tantos…!.

— ¿Se comieron a alguno? — quiso saber el Almirante.

— ¡No! — replicó el nativo visiblemente escandalizado—. ¡Eso no! Tan sólo los bestiales caribes que llegan de las islas del este devoran a sus enemigos. En Haití no nos comemos los unos a los otros.

Le creyeron.

En realidad nada ponía en duda sus afirmaciones, pues si bien los cadáveres se encontraban destrozados por culpa de las fieras y las aves rapaces, no existían evidencias, tal como ocurriera en Guadalupe, de que se hubiera practicado el canibalismo.

¡Caribes!

A partir de aquel día el Almirante decidió que la parte del océano Atlántico que comenzaba a partir de las islas del este, fuera denominado «el mar de los Caribes».

¡El mar de los Caribes!

A Alonso de Ojeda le había sido concedido el dudoso «privilegio» de ser uno de los primeros cristianos que vieran con sus propios ojos cómo se cocían miembros humanos en las rústicas cazuelas de barro de aquellos desalmados, y estaba claro que mentiría si afirmara que tan horrendo espectáculo no le impresionó, consiguiendo que naciera en su corazón un odio visceral hacia todos los miembros de tan execrable pueblo, odio que le acompañaría hasta la tumba.

Siempre respetó, e incluso en determinadas circunstancias admiró, a quienes se oponían a que unos extraños llegados de allende el océano decidieran despojarles de tierras que les pertenecían desde cientos de generaciones atrás, y se enfrentó a ellos luchando con honor, aunque no siempre con razón, convencido de que era su deber conducirles a la civilización y a la fe en Cristo.

Pero nunca aceptó tratar de igual a igual a quienes, como algunas bestias, no dudaban en devorarse entre sí.

A su modo de ver no existía perdón posible para quienes se comportaban de un modo tan horrendo.

Ni perdón, ni posibilidad de recuperación por mucho que algunos frailes intentaran convencerle con mil rebuscados argumentos de que también eran criaturas de Dios.

Fueron famosas sus largas y en ocasiones acaloradas discusiones, en las que los religiosos porfiaban que incluso a los caribes se les debía tratar de igual a igual, cuando a Ojeda le constaba que estaban aguardando el menor descuido con la malvada intención de atacarlos por la espalda y devorarles las entrañas con sus afilados dientes de sierra.

¡Que Dios me perdone si me equivoco!

Dios y la Virgen, a la que tanta devoción profesaba, tal vez lo perdonarían, pero el de Cuenca juraba por sus antepasados que sería necesario que la mismísima Madre de Dios acudiera en persona a pedirle que cambiara de actitud para que se decidiera a hacerlo.

Ningún ser humano le convencería de que también los caribes eran seres humanos.

A su modo de ver pertenecían a un escalón intermedio entre el hombre y las bestias, y tendrían que pasar mil años antes de que evolucionaran lo suficiente para que los considerase sus iguales.

Por ello, allá donde los encontró los aniquiló sin el menor remordimiento, argumentando que si tenía que dar cuentas a Dios por ello, ya se las daría en su momento.

La amarga mañana, una de las más amargas de su vida, en que saltó a la arena de la playa frente al fuerte de la Natividad, lo hizo convencido de que a los pocos pasos se enfrentaría a un ejército de salvajes, y siempre reconoció ante sus amigos que lo que más le inquietaba en aquellos momentos no era la posibilidad de que lo mataran, visto que no se podía esquivar una flecha con la misma facilidad que una espada, sino la angustia de imaginar que, una vez muerto, arrastrarían su cadáver a la selva con la intención de devorarlo.

— Estúpido, ¿no es cierto? — solía decir—. ¿Qué importa lo que le ocurra a tu cadáver? Gusanos o caníbales, ¿qué diferencia existe?

Existía; naturalmente que existía. El gusano nace, nunca se ha sabido por qué, del propio cuerpo putrefacto que se consume a sí mismo hasta no dejar más recuerdo que unos huesos demasiado duros. El gusano se limita a cumplir la misión para la que fue creado cuando el dueño de ese cuerpo ha dejado de respirar.

Pero el caníbal no; el caníbal era antinatural: mataba y destruía.

Por ello Ojeda estaba convencido de que si moría en combate lo mataría un caribe; los aborrecía tanto que eran los únicos enemigos frente a los que no conseguía ser él mismo. Lo enfurecían y le hacían perder el control, que era lo único que lo diferenciaba de todos aquellos a los que solía derrotar con un arma en la mano.

Durante los incontables duelos que se vio obligado a librar, su gran mérito había radicado siempre en su habilidad a la hora de enfurecer con inesperadas fintas, saltos, burlas y, sobre todo, una sorprendente agilidad a quienes intentaban abatirle, con lo que conseguía que a la larga perdieran los nervios y cometieran errores a menudo fatales. No obstante, tan innegable ventaja se volvía en su contra cuando se enfrentaba a los caribes, y lo sabía.

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