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Alberto Vázquez-Figueroa: Centauros

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Alberto Vázquez-Figueroa Centauros

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Aquella mañana y entre los restos del incendiado fuerte de la Natividad, cualquier salvaje armado de un simple arco hubiera conseguido abatirle en el instante en que se lanzaba en ciega carrera hacia la floresta, pero por suerte la Virgen tuvo a bien que ese día no hubiera salvajes que castigaran su imprudencia.

Al cabo de una semana el Almirante le convocó a su camareta para comunicarle que pensaba fundar una ciudad, que se llamaría Isabela, en la costa nordeste de la isla, lejos del enclave maldito de la Natividad, pero mientras establecía sus cimientos, dos grupos de exploradores debían internarse en el corazón de la isla que los nativos denominan Haití, y que en su dialecto venía a significar «Tierra montañosa».

La misión de ambos grupos sería doble; por un lado hacerse una idea de cómo era el lugar donde pensaban establecerse los dos mil «hombres y mujeres de Colón» que acabarían por denominarse simplemente «colonos», y por el otro determinar hasta qué punto era aquélla una tierra rica en oro, que era lo que en verdad importaba a la Corona así como a los banqueros que habían financiado la expedición.

— El riesgo de tropezarse con los guerreros del feroz Canoabo o cualquier otro cacique hostil es innegable — concluyó el Almirante—. Por ello, en esta ocasión no te ordeno que te pongas al frente de uno de los grupos; simplemente te ofrezco la oportunidad de hacerlo.

Ojeda no había abandonado su patria, ni las alegres tabernas de Sevilla, con el fin de dedicarse a cavar zanjas, alzar muros o fortificar una nueva ciudad bajo un sol de justicia asaltado a todas horas por nubes de mosquitos; aquél no era su sueño. Su sueño era la gloria.

Así pues, se sintió feliz y sumamente agradecido por la oportunidad de ponerse al frente de quince hombres con los que aventurarse en el interior de una isla que a cada paso les sorprendía por la belleza de su paisaje, la fertilidad de sus tierras y la pacífica actitud de sus pobladores.

No obstante, el recuerdo de los esqueletos secándose al sol en el interior del fuerte de la Natividad obligaba a los españoles a no confiar en quienes al parecer se habían mostrado de igual modo amistosos e incluso sumisos durante el primer viaje del Almirante, por lo que permanecían siempre en guardia temiendo una emboscada.

Coronaron algunas cimas de la cordillera que atraviesa la isla de este a oeste, vadearon infinidad de riachuelos en cuyas arenas brillaban diminutos granos de oro, señal inequívoca de que venían arrastrados desde las tierras altas, y desembocaron por último en una increíble vega sembrada de toda clase de frutos, lo que le hacía parecer en verdad el soñado jardín del Edén.

La mano del Creador se mostraba allí increíblemente generosa, hasta en los mínimos detalles.

Tenían razón cuantos se habían aventurado a cruzar el llamado Océano Tenebroso en busca de un destino mejor para sus hijos; nadie hubiera podido soñar un destino mejor que aquel fabuloso valle al que Alonso de Ojeda denominó «La Vega Real».

El oro seguía apareciendo, aunque en pequeña cantidad.

Y la gente continuaba mostrándose afable y hospitalaria.

Pero ¿dónde se ocultaba el temible cacique Canoabo?

El Almirante nunca llegó a comprender que el enclave elegido para fundar la primera ciudad del Nuevo Mundo era inapropiado, tanto por lo malsano de los pantanosos terrenos circundantes, plagados de mosquitos, como por las escasas posibilidades de una defensa efectiva en caso de un ataque masivo por parte de los nativos.

Su primer empeño fue lógicamente fortificar la plaza alzando empalizadas y emplazando los cañones de los navíos, así como repartir las tierras cercanas entre quienes ansiaban cultivarlas para comenzar una vida distinta y repleta de posibilidades.

No obstante se mostró prudente en lo referente a la aventura de lanzarse a la conquista del resto de la isla, consciente de que estaba en condiciones de defenderse pero no de atacar a un enemigo infinitamente superior en número, sobre todo si las tribus que se mostraban tan amistosas se sentían de pronto amenazadas y decidían unirse bajo el mando del violento y astuto cacique de Managua.

Su buen amigo el sumiso cacique Guacanagarí le había asegurado que, si bien el poderoso Canoabo era a todas luces violento, su tan pregonada astucia no era tal, sino que le venía otorgada por su joven esposa, la princesa Anacaona, una mujer de legendaria belleza que ejercía, casi desde niña, un irresistible poder de seducción sobre los hombres.

— Si Anacaona desapareciese, Canoabo desaparecería de igual modo — sentenció el indígena, convencido de lo que decía—. Pero si Canoabo desapareciese, Anacaona colocaría en su lugar a cualquier otro cacique.

— ¿De cuántos guerreros dispone?

— De muchos.

— ¿Cuántos son «muchos»?

Difícil pregunta para quien no sabía contar más que los dedos de las manos, y a partir de diez ya siempre eran «muchos», lo cual lo mismo podía significar once que once mil.

A la vista de que era una pregunta demasiado directa que nunca obtendría respuesta, don Cristóbal se limitó a señalar con un amplio ademán de la cabeza al conjunto de los españoles que habían llegado con él.

— ¿Más que todos nosotros?

El aludido se limitó a mostrar las palmas de las manos con los dedos muy abiertos al replicar con seguridad:

— Tantos como estos más.

El Almirante se volvió hacia maese Juan de la Cosa, el único testigo de la entrevista, para comentar bajando la voz:

— ¡Veinte mil por lo menos! — exclamó—. Una amenaza inquietante, a fe mía; más vale que no se diga una palabra de esto o cundirá el pánico al recordar lo ocurrido en el fuerte de la Natividad. Más de la mitad de nuestros hombres no tiene la menor idea de cómo se maneja un arma, o sea que estamos en terrible desventaja.

No obstante, el principal problema que se le presentaba a Colón no estribaba en el hecho de que pudieran ser atacados por los nativos: muy pronto cayó en la cuenta de que muchos de quienes habían llegado a la isla con ánimo de labrarse un porvenir, empezaban a comentar que aquélla era una tierra en la que se sudaba demasiado trabajando de sol a sol mientras «una pandilla de inútiles salvajes» se limitaban a mirar lo que ellos hacían.

Fortificar una ciudad, levantar casas y labrar la tierra en un clima tropical desconocido para la mayoría de los «colonos» se convertía en una tarea excesiva e irritante, en especial cuando se advertía que aquellos a quienes les estaban arrebatando sus tierras lo único que hacían era curiosear, sin acabar de entender por qué se esforzaban tanto.

A los naturales de Haití les había bastado, desde tiempo inmemorial, con una fresca cabaña de techo de paja y el pequeño esfuerzo de alargar la mano para coger los frutos que la generosa tierra y el igualmente generoso mar les ofrecían.

Cultivaban sus campos, pero siempre lo justo y sin pensar en el futuro porque sabían que no les aguardaba otro futuro que el que la Naturaleza quisiera proporcionarles.

No existía el concepto de propiedad privada, nada era de nadie y a nadie le pasaba por la cabeza tener más de lo necesario para seguir viviendo en perfecta armonía con el entorno.

Según aseguraba el propio Colón, un español comía en un día lo que un nativo en una semana.

Y a esos nativos jamás se les había ocurrido que el oro sirviera para algo más que para verlo brillar al sol en el fondo de los arroyos más cristalinos.

A su modo de ver, aquellos afanados hombres y mujeres que se cubrían con ropas pesadas, calurosas y malolientes, debían de estar locos para esforzarse tanto por acumular unas riquezas que seguirían estando allí años después de que hubieran muerto de puro agotamiento. Por tanto, el primer gran enfrentamiento entre las dos culturas no vino dado por cuestiones religiosas o políticas, sino por la evidencia de que los recién llegados pretendían tener más de lo que necesitaban y los lugareños consideraban que no necesitaban más de lo que tenían. Cuando Alonso de Ojeda regresó de su larga expedición al interior de la isla y le explicó a su buen amigo Juan de la Cosa que el suyo no había sido más que un agradable paseo por un auténtico paraíso, la respuesta del vasco no pudo por menos que preocuparle:

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