Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Un desertor del fuerte de Santo Tomás, apresado cuando intentaba abandonar la isla, juró y perjuró que aquella horda de indignos garduños raptaba mujeres indígenas, casi niñas, con el fin de abusar de ellas, y que cuando sus padres acudían a buscarlas sólo se las devolvían a cambio de una bolsa de pepitas de oro.

Ojeda se negó a creerle.

En su mentalidad de hombre de bien no cabía semejante comportamiento, y no aceptaba la posibilidad de que caballeros españoles pudieran actuar de ese modo; de lo único que tenía constancia era de que un soldado que había abandonado su puesto intentaba justificar su deserción a costa del honor de quienes se enfrentaban valientemente al enemigo.

Corrían rumores de que muchos descontentos, aprovechando que Colón aún se encontraba embarcado, comenzaban a conspirar contra la autoridad del «puerco genovés», como muchos lo denominaban. Ojeda llegó a la conclusión de que si en aquellos momentos decidía enfrentarse a quien Colón había puesto al mando del fuerte, en cierto modo se estaría sumando, o al menos dándoles la razón, a los conspiradores.

¡Malos tiempos aquellos!

Los peores que recordaba.

Cinco meses y cinco días estuvo navegando Colón por el mar de los Caribes, a la búsqueda de una ruta directa hacia el Cipango, o tal vez en procura de la indiscutible constatación, que personalmente se negaba a aceptar, de que había arribado a tierra firme de un nuevo continente.

Pero si al fin regresó a Isabela no fue por propia voluntad, sino debido a que de improviso cayó en un letargo tan profundo que hizo pensar a los miembros de su tripulación que estaba muerto o a punto de perecer.

Era el suyo una especie de sueño sin final del que resultaba imposible despertarle, y cuando muy de tanto en tanto recobraba la conciencia muy brevemente parecía encontrarse en un mundo al que nadie más tenía acceso.

Las únicas explicaciones aceptables que existen a la hoy en día inusual enfermedad remiten a un ataque de reumatismo agudo a causa de la persistente humedad que se había apoderado de su destrozada nave, o a la que antaño se denominaba «gota remontada», es decir, un exceso de ácido úrico en la sangre que afecta directamente al cerebro.

La gota era por aquellos tiempos un mal muy extendido por culpa de unos hábitos alimenticios que favorecían de modo notable su desarrollo.

Cinco meses en alta mar a base de pescado, jamón y tasajo, sin probar apenas frutas o verduras, debieron ejercer un efecto muy negativo sobre la salud de un hombre de constitución tan sanguínea como Colón, que a la larga desembocó en la violenta crisis que le conduciría a las mismas puertas de la muerte.

El regreso del virrey en semejante estado sumió en un desconcierto aún más profundo a unos ya de por sí atribulados colonos, que lo que de verdad necesitaban era que alguien tomara las riendas del poder y les indicara el rumbo a seguir, no a un moribundo.

Pero como él mismo reconocería más tarde, Colón era hombre capacitado para fundar y descubrir, no para asentar y consolidar. El Almirante fue toda su vida un desmesurado soñador y un aventurero nato, virtudes tradicionalmente reñidas con el reposado y reflexivo carácter del buen administrador que vive con los pies en la tierra.

Y si sus aptitudes como gobernante eran ya de por sí escasas, su misterioso mal las reducía a la mínima expresión, agravado todo ello por el hecho de que la insalubre y húmeda Isabela no era, desde luego, el lugar ideal para que tan ilustre enfermo se recuperase con rapidez. Sería su hermano Bartolomé quien, año y medio más tarde, encontraría un enclave perfecto para fundar una nueva capital en la desembocadura del río Ozama; un puerto provisto de un magnífico fondeadero para naves de gran calado, y fue únicamente entonces cuando el Almirante aceptó, en una de las pocas decisiones acertadas que tomaría como gobernador de la isla, abandonar para siempre Isabela y establecer la capital del Nuevo Mundo, en la que acabaría llamándose Santo Domingo, en honor de su padre Domenico Colón.

Este excelente fuerte fácil de defender se encontraba además mucho más cerca de las ricas minas de San Cristóbal, y sabido era que su oro era lo que más interesaba a la Corona y sobre todo a los banqueros judíos, quienes en realidad habían financiado la mayor parte de la expedición. Y, lógicamente, a la mayoría de quienes se habían embarcado en tan incierta aventura.

No obstante, por el momento el Almirante continuaba respirando las miasmas del pestilente aire de Isabela, enclave elegido desde el punto de vista de un marino que necesitaba una enorme rada protegida de los vientos como refugio para sus naves, y no desde el punto de vista de los fundadores de ciudades de tierra adentro, para los que resultaban prioritarias otras necesidades.

El traidor Margerit pareció comprender que si Colón se recuperaba le pediría cuentas por sus múltiples iniquidades, mientras que si por el contrario moría, serían otros quienes le colgarían de una verga, por lo que se las ingenió a la hora de sobornar al capitán de una de las naves en que había llegado Bartolomé Colón, embarcó en plena noche todo el oro que había conseguido arrebatarle a los nativos a cambio de sus hijas, y levó anclas de regreso a un Viejo Continente en el que desapareció sin dejar rastro.

Alonso de Ojeda se lamentaría el resto de su vida por haber permitido que semejante sanguijuela, culpable de la mayor parte de las desgracias que se abatirían con el tiempo sobre la isla, escapara sin recibir su más que merecido castigo.

Uno de los mayores errores de mi vida se centra en que maté a pocos de los que se lo merecían y a muchos de los que no se lo merecían. Deberían castigarme por ello.

La huida de Margerit no significó, ni mucho menos, el final de los incontables problemas que había generado; las semillas de injusticia, violencia y maldad que con tanta generosidad había derramado sobre los fértiles suelos de La Vega Real comenzaron muy pronto a dar sus frutos, de tal modo que el indomable Canoabo, señor de Maguana, consiguió al fin que los caciques de Samaná, Higüey, Yuna, Niti y El Neira se le unieran para arrasar el fuerte de Santo Tomás.

El aún convaleciente Colón, consciente de que su talento militar, al igual que el de su hermano Bartolomé, era más bien escaso, decidió en buena hora entregar el mando de sus tropas, unos doscientos infantes y veinte jinetes, al único hombre en que ya confiaba, Alonso de Ojeda.

— ¿A cuántos enemigos nos enfrentamos? — quiso saber el recién nombrado comandante en jefe.

— Nuestros informadores aseguran que pueden llegar a cien mil… Pero es de suponer que los auténticos guerreros sean apenas la mitad; el resto debe de pertenecer a la «intendencia».

— Trescientos a uno no es precisamente una proporción halagüeña, pero se hará lo que se pueda… — observó el conquense.

La primera gran batalla de la Conquista tuvo lugar el 25 de marzo de 1495, en Jáquimo, y la mejor y más exacta descripción que se tiene de ella se debe al prestigioso historiador Ricardo Majó Framis, quien escribió textualmente:

Las filas de indios que se presentaban distribuidas en forma de hoz eran abstrusas: unas se aglomeraban detrás de las otras para dar densidad a aquella gran línea curva en que se mostraban. El llano era inmenso, el paraje mismo en que ahora se erige la ciudad de Santiago. Era un prado de césped, incrustado aquí y allá de feroces guijarros como armaduras de mutilados titanes. No había árboles; sólo en la lejanía de unos azulados visos se levantaba el rizo, leve al aire, de algunas cayas y del arbolillo llamado cuerno de buey. Colón y su hermano Bartolomé tremecían allá lejos, en un altozano no sabido de los indios. El auténtico caudillo de las huestes fue Ojeda que, aunque caballero en su caballo parecía mandar solamente sus jinetes, de hecho dirigía la totalidad de la tropa.

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