Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Guarda esos recuerdos en tu memoria porque a no tardar mucho ese paraíso se habrá convertido en un infierno.

— ¿Debido a qué?

— A que por desgracia para muchos el paraíso no basta.

«El paraíso no basta.»

La terrible frase que, casi sin proponérselo, acuñara aquella noche maese Juan de la Cosa, cuando aún no se habían cumplido dos meses del masivo desembarco de las huestes del Almirante en La Española, con el transcurso del tiempo se convertiría en la leyenda que debería haberse grabado con letras de oro en las banderas que recorrieron de punta a punta el Nuevo Mundo: «Plus Ultra», «Más Allá». Es necesario ir siempre más allá porque el paraíso no basta.

Cualesquiera que fueran los dones, las riquezas o los ingentes tesoros que encontraran a su paso, nada consiguió colmar la desmedida ambición de quienes consideraban que lo mucho era poco, y lo demasiado apenas suficiente. Porquerizos que se convirtieron en virreyes, rufianes en gobernadores, lavanderas en princesas, sacristanes en arzobispos o gañanes en terratenientes, murieron soñando con ascender aún más por una escalera a la que nunca consiguieron verle el final.

Los nativos no salían de su asombro, y en cierto modo ese asombro todavía perdura en muchos de ellos.

El primer gran ejemplo de esa ambición desmedida lo vino a dar un tal Pedro Margerit, un rastrero cortesano de baja ralea que a base de adulación y humillaciones se había ganado el favor del Almirante, quien decidió ponerle al frente del fuerte que se había empezado a construir en la llanura de Jáquimo, en pleno corazón de aquella fértil y maravillosa Vega Real que explorara en primer lugar Alonso de Ojeda.

Con tan sorprendente decisión Colón cometió en el mismo día dos gravísimos errores:

El primero, soliviantar a los nativos que, al comprender que los extranjeros no se limitaban a quedarse en Isabela dedicados a cambiar el inútil oro por hermosas telas, cascabeles y cuentas de colores, sino que pretendían establecerse en el corazón de la isla con la aparente intención de apoderarse de sus mejores tierras, comenzaron a reconocer que Anacaona y Canoabo tenían razón y había llegado el momento de exigirles a tan malolientes barbudos que embarcaran en sus naves y regresaran a sus lejanos hogares.

El segundo, otorgarle tanto poder a un canalla.

Cosa es sabida; cuando se le concede poder a un miserable, el miserable no se vuelve poderoso, es el poder el que se vuelve miserable.

Al poco de tomar tan nefasta decisión, el Almirante optó por reembarcarse con la declarada y manifiesta intención de encontrar al fin la ansiada ruta que habría de conducirle a la China, sin caer en la cuenta de que dejaba tras de sí una malsana ciudad repleta de descontentos y un fuerte aislado, demasiado lejano y de difícil acceso, del que se había convertido en dueño y señor un codicioso y lascivo tirano.

— La pólvora ya está seca… — sentenció en tono grave maese Juan de la Cosa—. Seca y extendida al sol; ahora tan sólo falta que alguien le acerque una pequeña llama.

— ¿Por qué te muestras siempre tan pesimista? — no pudo por menos que echarle en cara su mejor amigo.

— Porque esta hermosa barba ha tardado años en crecer, y ése es tiempo suficiente para aprender a conocer a la gente — replicó el de Santoña, convencido de sus indiscutibles argumentos—. Cuanto tiene de extraordinario Colón como Almirante, lo tiene de pésimo gobernante; poner a ese cerdo ladrón y libidinoso al mando del fuerte de Santo Tomás es como poner a un ciego borracho al timón de la nao capitana; antes o después acabará naufragando…

Si existía algo que Ojeda aborrecía de su bienamado amigo maese Juan de la Cosa, era su ilimitada capacidad para vaticinar calamidades, pero ni una maldita vez acertaba en sus pronósticos cuando se trataba de adelantar buenas noticias.

¡Qué excelente oráculo en todo lo referente a desgracias!

A su modo de ver, pocos hombres habían existido tan excepcionalmente brillantes y tan puñeteramente cenizos.

Aunque lo cierto es que maese Juan jamás vaticinaba; se limitaba a aplicar la lógica de alguien que era a la vez astrónomo, cartógrafo y matemático, con una mente tan lúcida que le permitía adelantarse a los acontecimientos siempre que éstos se encontraran directamente ligados a los incontables vicios de los seres humanos.

— Margerit es una babosa, un adulador, falso y ladrón que sabe muy bien que repugna a las mujeres — sentenció como quien imparte una lección magistral—. Corrompe cuanto toca, pues está convencido de que el oro gana más voluntades que el amor a la patria o las banderas al viento. Tres meses le doy de plazo, ni un día más; él es sin duda la llama que todo lo incendiará en este lugar bendito de los dioses.

Con frecuencia Alonso de Ojeda se preguntó cuál era la oculta razón por la que había matado a tantos hombres que escaso daño habían hecho, pero permitió continuar viviendo a sanguijuelas como el tal Margerit.

¿Qué le hubiese costado?

Con el paso de los años llegó a la conclusión de que no acabó con él por una simple cuestión de disciplina militar: al haber sido nombrado comandante del fuerte de Santo Tomás, el rango de Margerit era superior al suyo, y si había aceptado de buen grado que Colón le nombrara capitán, no era justo discutir si había acertado o no a la hora de decidir entregarle el mando de tan estratégica plaza a un sucio malandrín.

Ponerlo en cuestión era tanto como cuestionar su propio nombramiento, y partirle el corazón de una estocada a semejante perdulario no hubiera estado bien visto entre compañeros de armas.

¡Malos tiempos aquellos!

De los peores que recordaba.

Alonso de Ojeda siempre se consideró a sí mismo un hombre de acción, pero por entonces las únicas armas que alcanzaba a tocar eran las espadas de la baraja.

Y si bien es cierto que las de acero siempre habían sido sus mejores amigas, más cierto es que las que aparecían pintadas sobre una cartulina siempre se le mostraban especialmente esquivas.

La maldita sota de espadas solía aparecer en el momento más inoportuno dando al traste con mis posibilidades de ganar una mano.

Había regresado a los días de largas siestas y noches de taberna, con la única diferencia de que en la insalubre, bochornosa e inhóspita Isabela, las tabernas no eran más que tristes bohíos de techos de paja con goteras, a la par que el excelente vino andaluz que habían embarcado en Palos de la Frontera se había avinagrado al «marearse» durante la larga travesía oceánica.

Nunca había sido hombre al que agradase perder tiempo y dinero. Éste no le importaba, volvía o no según su capricho, pero el tiempo nunca regresaba más que en la memoria.

En cierta ocasión, allá en Sevilla, había tenido una joven amante; una condesita tan caprichosa, enredadora, mentirosa y traidora que acabó por llamarla «Memoria», lo cual, lejos de ofender a la pizpireta muchacha, la divertía, ya que estaba de acuerdo con el conquense en que ninguna otra palabra designaba con mayor acierto los rasgos más representativos de su inestable carácter.

Con respecto a ciertos acontecimientos, en ocasiones la memoria de Ojeda fallaba, pero en lo que se refería a aquellos largos meses de inactividad se le enturbiaba, como si intentara atisbar el pasado a través de una ventana empañada por un denso vaho.

De lo único que tenía auténtica constancia era de una pesada modorra; un desganado dejar pasar los días aguardando excitantes acontecimientos que, estaba convencido, debían llegar, aunque se hacían esperar en demasía. Incluso tuvo que reconocer que en cierto modo hizo dejación de sus funciones, porque de continuo le llegaban noticias de los brutales abusos, arbitrariedades y latrocinios que cometía el despreciable Margerit, pero no se decidió a tomar cartas en el asunto.

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