Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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— No creo que sea posible asistir a la «destrucción total» de una especie tan numerosa como la de los delfines — protestó César Brujas—. ¡Hay tantos y en tantos océanos…!

— El hombre es capaz de todo — fue la pesimista respuesta—. En Norteamérica, unos cinco mil millones de palomas salvajes ocultaban a veces el sol durante días, pero la última murió a finales de siglo en el zoológico de Cincinnati. Si en el transcurso de una sola generación se consiguió aniquilar tal cantidad de aves en unos tiempos en que no existía nuestro grado de contaminación, ¿qué no seremos capaces de destruir en el futuro? En ochenta años han desaparecido cincuenta y siete especies de animales tan sólo en los Estados Unidos, y se calcula que en el mundo se extingue una especie al año. Viendo lo que está ocurriendo aquí ahora, no me sorprendería que los delfines estuviesen ya en esa lista.

— ¿Y qué piensa hacer al respecto?

— ¿Yo? Luchar como siempre he luchado, aunque en lo más profundo de mi alma abrigue el convencimiento de que no existe esperanza alguna de triunfo. Al fin y al cabo, tampoco nadie ha vencido nunca a la muerte, y no por eso dejamos de intentarlo.

De regreso a París, Laila Goutreau realizó un meritorio esfuerzo por abandonar la forma de ganarse la vida a que estaba acostumbrada, pero pronto comprendió que no era el momento idóneo, puesto que la crisis del golfo Pérsico había repercutido muy negativamente sobre una economía que amenazaba con entrar en un período de profundo receso, convirtiendo por tanto en inútiles todos sus intentos de conseguir un trabajo medianamente bien remunerado.

Cada vez que creía haberlo logrado, solía enfrentarse a la triste realidad de que quien se lo proporcionaba lo hacía con el secreto propósito de obtener a bajo costo lo que otros pagaban de forma mucho más directa, y no le sorprendió comprobar que la segunda vez que se negaba a aceptar una invitación para ir a cenar con un superior se quedaba automáticamente sin empleo.

Por si todo ello no bastara, los últimos acontecimientos habían exacerbado de forma notable el proverbial rechazo de los franceses por todo cuanto tuviera algo que ver con el mundo islámico, y descubrió que había quien aún pensaba que por el simple hecho de hablar correctamente el árabe y ser demasiado atractiva, parecía candidata segura a convertirse en agente secreto de palestinos o iraquíes.

Se vio en la obligación, por tanto, de dejar de frecuentar restaurantes magrebíes o leer en público periódicos en su lengua materna, e incluso arrinconó en un armario aquellos vestidos que de alguna forma evocaban la clase de sangre que le corría por las venas.

Su situación se complicaba además por el hecho de que había mantenido un duro enfrentamiento con Marc Cotrell a causa del desgraciado incidente con el «encantador millonario venezolano» que con tanto ardor le había recomendado, aunque a la postre tuvo que reconocer que el afeminado proxeneta había sido una víctima más de la innegable astucia de un hombre que había sabido burlar a todas las Policías del mundo, pese a haberse convertido por méritos propios en el criminal más perseguido del momento.

— Al fin y al cabo… — fue el intencionado comentario del mariquita— …por contenta puedes darte con que no se limitara a tirarte por la borda. Era lo menos que cabía esperar de un tipo tan feroz.

Razón no le faltaba desde luego, y con frecuencia la argelina experimentaba un ligero estremecimiento al imaginar lo que podía haber ocurrido si en lugar de en una sala de juego rebosante de público, Rómulo Cardenal hubiese tomado la decisión de desaparecer de la circulación en cualquier otra circunstancia.

A su mente volvían una y otra vez los recuerdos de aquella nefasta noche, y cuanto más memoria hacía, más se reafirmaba en la idea de que fue allí, sentado ante la ruleta, cuando el «venezolano» tuvo auténtico conocimiento de que algo grave ocurría, decidiendo en ese instante alzar rápidamente el vuelo.

El barco había atracado en Palma a media tarde, los buceadores habían desembarcado de inmediato, y a Rómulo Cardenal se le advertía relajado, feliz de verla después de todo un día de separación, y más apasionado que nunca a la hora de conducirla directamente a la cama.

Incluso le había reñido por no haberse comprado apenas ropa, prometiéndole un hermoso regalo para el domingo siguiente en que se cumplía un mes de haberse conocido, y Laila Goutreau tuvo entonces la impresión de que no podía existir un ser humano más satisfecho que aquél con su existencia.

Luego, en el Casino, todo fue bien durante dos largas horas, pese a que la fortuna en el juego continuara tan esquiva como siempre.

¿Qué ocurrió entonces?

¿Por qué desapareció tan de improviso?

¿A quién vio, que le obligó a marcharse?

Se estrujaba el cerebro tratando de elegir entre tantos rostros ansiosos como seguían el girar de la bola, uno que se significase por algún detalle especial, pero no conseguía aislarlo, pese a que en lo más íntimo de su ser abrigase el convencimiento de que estaba allí, lo había visto e incluso le había llamado la atención su presencia.

Era como cuando se tiene un nombre en la punta de la lengua y no acaba de aflorar, o como un sueño que al despertar se pretende recuperar inútilmente.

Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía quién pudiera haberle avisado?

Se había ido y probablemente estaría ya de regreso en Colombia, escondido en alguna hermosa isla caribeña, o alojado en un lujoso hotel de Nueva York en compañía de una exótica belleza profesional que tal vez se hacía también la vana ilusión de que estaba consiguiendo enamorarle.

¡Qué estúpida había sido!

¡Cómo debió burlarse cuando le pidió que no siguiera pagándole sumas que se le antojaban fastuosas, pero que para alguien como él ni siquiera contaban…!

Algunas noches se despertaba empapada en sudor frío, imaginando que estaba a punto de hacer el amor con alguien que no dudaba a la hora de ordenar la muerte de miles de inocentes, y que se empeñaba en continuar amasando más y más dinero pese a que lo estuviera amasando con la vida de millones de personas.

¿Para qué?

¿Qué podía empujar a Rómulo Cardenal, Pablo Roldan, o como quiera que se llamase, a continuar acumulando riquezas, si por mil años que viviese jamás conseguiría gastárselas?

— Tan sólo el valor en el mercado de lo que contiene ese submarino constituye en sí mismo una suma alucinante — había señalado Adrián Fonseca—. Y no es más que una pequeña parte de la coca que exporta cada año.

Laila Goutreau había conocido a muchos hombres ricos, muy ricos y riquísimos, y en más de una ocasión había asistido a fiestas en la Costa Azul o Marbella en las que jeques árabes competían con petroleros tejanos, fabricantes de coches italianos o banqueros suizos, e incluso podía vanagloriarse de haber dormido con personajes que valían su peso en oro o en diamantes, pero aun así, se sentía impresionada por cuanto había averiguado sobre la fortuna del narcotraficante colombiano.

A solas en su coqueto apartamento de la Avenida George V, observando durante largas horas de hastío las luces de los coches que cruzaban los vecinos Campos Elíseos, o contemplando a los últimos clientes de «Le Fouquet», se preguntaba una y otra vez por qué razón un hombre que ya lo tenía todo, y al que en un momento dado se le planteó incluso la posibilidad de «retirarse», prefería continuar jugándose la vida por conseguir algo que jamás le serviría de nada.

De vender coches usados a hacerse rico, se entendía. De ser rico a ser inmensamente rico, quizá también, pero a partir de ciertas cifras, era como si las compuertas que contenían la avaricia o la ambición se desmoronasen, y no existiera fuerza alguna que pusiera freno a la posibilidad de poseer más y más, aunque ya ni siquiera se supiera qué era en verdad lo que se intentaba poseer.

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