— ¡Sesenta mil francos! — se asombró—. ¿Bromeas?
— Ya están cobrados.
— ¿Un árabe?
— No, no se trata de un árabe, Marcel jura que es griego, que tiene buen aspecto, y que en cuanto vio tu foto puso el dinero sobre la mesa con tal de que fueras esta misma noche. Al parecer se va mañana.
— ¡Mierda!
— Son sesenta mil francos, niña… ¡Libres de impuestos!
— Algo raro querrá a cambio.
— Nada raro. Marcel se lo advirtió: si quería cosas «raras» tendría que elegir a Dominique o a Etna. — La voz del afeminado sonó levemente impaciente—. ¡Decídete! Ocasiones como ésta no se presentan todos los días.
Laila meditó unos instantes, calculó el tiempo que necesitaría para arreglarse, y por último chasqueó la lengua con gesto de disgusto.
— ¡Está bien! — aceptó—. Estaré allí en una hora. ¿Cómo se llama el tipo?
— Dupond. Suite ciento seis.
— ¡Maldita sea! ¿Por qué todos tus clientes se llaman siempre Smith, Pérez o Dupond?
— Porque a los otros nunca les sobran sesenta mil francos — fue la burlona respuesta—. ¡Diviértete, pequeña!
— ¡Vete a la mierda!
Colgó, se encaminó al cuarto de baño, se dio una larga ducha y comenzó a maquillarse. Quien se mostraba tan increíblemente generoso bien merecía no sentirse decepcionado, por lo que puso sumo cuidado en elegir un atuendo acorde con la ocasión. Ya que se vendía, y que se vendía tan cara, lo menos que podía hacer era procurar que el cliente quedara satisfecho.
El resultado fue a todas luces espectacular o al menos así opinaron los innumerables Smith, Pérez y Dupond que llenaban el amplio hall del hotel, y sobre todo Marcel y los restantes conserjes, que conociéndola como la conocían desde hacía años, admiraron no obstante su paso con una leve sonrisa de complicidad o una larga mirada de ese tipo de deseo que sabe de antemano que jamás se verá satisfecho.
El ascensorista había cambiado.
Ya no era el viejo parlanchín libidinoso que solía desnudarla con la mirada o hacía malintencionados comentarios sobre los motivos de su estancia en el hotel, sino un respetuoso muchachuelo lo suficientemente inexperto como para no saber diferenciar entre una simple huésped y una vulgar «visitadora» por costoso que fuera el abrigo de piel que le cubría.
Y en este caso, el blanco abrigo de zorro daba el pego, y contribuía a resaltar aún más, si es que ello era posible, la espectacular belleza de la argelina.
El hombre que abrió la puerta de la suite ciento seis debió pensar lo mismo, puesto que permaneció unos instantes inmóvil en el umbral observando con aire complacido a la prodigiosa criatura que acababa de hacer acto de presencia.
— ¡Vaya, vaya, vaya! — exclamó en un francés bastante deficiente, al tiempo que lanzaba un leve silbido de admiración—. Era mucho lo que esperaba, pero en verdad que no esperaba tanto.
— ¿Puedo pasar?
— ¡Desde luego! A eso has venido, supongo.
Cerró tras ella y le ayudó a despojarse del abrigo con una forma de comportarse y unos ademanes tan precisos que obligaban a pensar que se trataba de una persona más que habituada a situaciones semejantes.
Era alto, fuerte, de cabello rizado y entrecano, barba cuidada y grandes gafas ahumadas, y aunque no exhibía joya alguna, ni aun tan siquiera una simple alianza, el lujo de la estancia y la calidad de su ropa mostraban a las claras que se trataba sin duda de un individuo de holgadísima posición económica.
— ¿Cómo te llamas? — fue lo primero que inquirió educadamente.
— Laila.
— ¡Ah, sí, Laila! — admitió—. ¡Es cierto! Lo vi en la foto, aunque pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»
— Pues es auténtico.
— ¡Mejor así! Yo me llamo Dupond.
— Ya lo sabía, aunque también pensé que se trataba más bien de un nombre «artístico.»
— ¡Muy agudo! — rió el otro de buena gana—. En realidad puedes llamarme Nick. Soy griego.
— Yo argelina.
— ¿Champagne…?
Estuvo a punto de responder que el champagne tenía la virtud de conseguir que acabara crinándose en los puertos, pero se limitó a hacer un leve gesto de asentimiento, para ir a tomar asiento en el amplio sofá del inmenso salón, con la naturalidad de quien ha visitado ya infinidad de salones semejantes.
En realidad, y aunque se librara lógicamente de comentarlo, Laila Goutreau había pasado innumerables noches en la suite ciento seis de un hotel que se encontraba casi a tiro de piedra de su propio apartamento, y podía señalar a ojos cerrados dónde se encontraba cada interruptor de la luz e incluso casi cada cenicero.
El griego tuvo en un principio más dificultades de las previstas para descorchar el champagne, pero al fin sirvió dos altas copas aproximando al propio tiempo un pesado bol de caviar incrustado en un recipiente de plata con hielo picado.
— Lo mejor para la mejor — comentó al fin tomando asiento a su lado—. ¿Me permites que te haga una pregunta un tanto delicada?
— Naturalmente, aunque si lo que pretendes saber es la razón por la que una chica tan guapa como yo se dedica a un oficio como éste, te diré de antemano que es porque las feas no suelen tener clientes como tú.
— ¡Touché!
— No he pretendido molestar, pero es que ésa suele ser la primera pregunta que todo el mundo me hace.
— Deberías de dedicarte al cine.
— Lo intenté, pero no sirvo.
— ¿Por qué?
— No soy demasiado fotogénica y tampoco me siento capaz de meterme en el papel de otra persona. — Sonrió muy levemente—. Lo único que pretendían era que hiciera ante las cámaras lo que suelo hacer en privado, pero no me gusta el exhibicionismo, y además pagan muy poco.
— Pareces una mujer que sabe lo que quiere.
— Lo sabía, pero ya no estoy tan segura.
— ¿Te importaría desnudarte?
— ¿Aquí o en el dormitorio?
— De momento aquí. Me apetece continuar charlando un rato.
La argelina obedeció despojándose del leve vestido camisero de seda cruda, y resultó evidente que su acompañante necesitaba respirar profundamente al enfrentarse a la rotunda esplendidez de sus pechos y la inimitable curva de sus caderas.
— ¡Diantre! — exclamó admirado—. ¡Lástima no haberte conocido el primer día! Me voy mañana… — La observó con detenimiento para acabar agitando la cabeza con incredulidad—. ¿Cómo es posible que nadie haya intentado sacarte de esto definitivamente? — quiso saber.
— Algunos lo intentaron — admitió la argelina con naturalidad—. Pero por una causa u otra nunca cuajó.
— ¿Culpa tuya?
— A veces sí, y a veces no. La vez que más cerca estuvo de que ocurriera, fue como una burla del destino, pero es una larga historia.
— Cuéntamela.
— ¿Ahora? — se sorprendió ella—. ¿Has pagado sesenta mil francos para que te cuente historias? No soy Sherezade.
— No. No he pagado para que me cuentes historias, sino para hacer el amor, pero ya no soy tan joven como para intentarlo por dos veces, y el hecho de contemplarte así desnuda mientras me hablas de ti, constituye un placer adicional que más tarde ya no tendrá idéntico valor. ¿Entiendes lo que trato de decir?
— Naturalmente. Siempre es más hermoso lo que se desea, que lo que ya se ha poseído.
— Más o menos… ¿Me cuentas esa historia?
— Te advierto que no tiene excesiva importancia y data de hace algún tiempo, cuando aún me ilusionaba con la idea de que las cosas podían cambiar. — La argelina sonrió como si se burlara de sí misma y, por último, añadió—: Y para colmo es tan ridicula, que incluso me da rabia recordarla. — Se encogió de hombros—. Por suerte, el tiempo lo borra todo. — Se sirvió una copa de champagne, mojó apenas los labios, y se diría que eso le animaba a continuar—. Tenía unos veinticuatro años cuando conocí a un hombre maravilloso: un piloto del que me enamoré como una loca. Él estaba a punto de separarse de su mujer, y nos fuimos a vivir a una pequeña colonia de chalets, cerca del aeropuerto, donde residían muchos compañeros suyos. Todo era perfecto y empecé a olvidar mi pasado, y hacerme a la idea de un futuro normal, con hijos y todo.
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