Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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— ¿Te gustan los niños?

— Mucho. Y pensaba que tendría cuatro o cinco. — Se reclinó mirando al techo—. Una noche que él volaba a Nueva York, me quedé en casa, vi la televisión y me acosté, pero al poco rato, un hombre desnudo irrumpió en mi dormitorio. Era joven, alto, fuerte y muy guapo. Me suplicó que no me asustara y le diera alguna ropa. Por lo visto, estaba en casa de una vecina cuando su marido regresó inesperadamente al no haber podido despegar a causa de la niebla. En ese mismo instante, mi «novio», cuyo vuelo también había sido suspendido, llegó, nos sorprendió desnudos y desapareció sin pronunciar palabra. — Laila Goutreau lanzó una corta carcajada repleta de amargura—. ¡Yo, que me había acostado con tantísimos hombres, lo perdí todo por uno que ni siquiera me había tocado! ¿No es ridículo?

— ¿Nunca pudiste aclarárselo?

— ¿Quién va a creer a alguien que ha sacado de la mierda cuando la descubre en un retrete? Volvió con su mujer, tuvieron dos hijos, y yo me senté de nuevo a esperar junto al teléfono.

— Es una triste historia — admitió el griego—. Cómica y triste al mismo tiempo, y siempre me ha intrigado sobremanera comprobar cómo a menudo pequeños detalles sin importancia transforman por completo la vida de la gente por muy bien que la hayan planificado. — Sonrió con intención—. El destino suele jugar con cartas que supuestamente no estaban en la baraja. — Se abrió levemente la bata, y extendió la mano para acariciarle el cabello haciendo una leve presión sobre la nuca—. Y ahora olvidémonos de historias — musitó—. Se hace tarde.

Laila Goutreau tenía la suficiente experiencia profesional como para comprender qué era lo que estaba dándole a entender, por lo que alargó a su vez la mano para acariciar el fuerte pecho velludo, pero cuando se disponía a asomar la punta de la

lengua entre los dientes, el mundo pareció volverse loco, puesto que el amplio ventanal estalló en mil pedazos por el impulso de un hombre uniformado de negro que portaba una metralleta y un chaleco antibalas, y que rodó por la alfombra; la puerta saltó por los aires por culpa de una pequeña explosión, y la hermosa estancia se llenó en un instante de humo y gente que aullaba y daba órdenes lanzándose sobre Nick el griego o Monsieur Dupond, en cuya mano acababa de hacer su aparición, como por arte de magia, una pesada pistola que había extraído de debajo de uno de los almohadones.

— ¡¡Policía!! ¡¡Policía!! — ordenó alguien—. ¡Quieto, o es hombre muerto!

La argelina se precipitó bajo la mesa cubriéndose la cabeza con las manos y lanzando alaridos de terror, mientras su «cliente» hacía un postrer intento por montar el arma y disparar, pero tres energúmenos embutidos en traje de marcianos cayeron sobre él inmovilizándole de un fuerte golpe que le hizo rodar como un conejo desnucado.

— ¡Todo en orden, comisario!

Un individuo regordete y de tez rubicunda que lucía una inmensa nariz con aspecto de pimiento morrón, se abrió paso a través del humo, observó el cuerpo del hombre y se volvió satisfecho a Adrián Fonseca que enfundaba en esos momentos su revólver.

— Le advertí que podía confiar en mi gente. — Señaló el caído—. ¿Así que es éste?

El mallorquín se inclinó sobre el griego y estudió las pequeñas cicatrices que aún podían advertirse bajo la bien cuidada barba.

— Esperemos que sí, aunque tendremos que hacer muchas comprobaciones. — Extendió ahora la mano para ayudar a erguirse a la argelina que le observaba entre aterrorizada y estupefacta—. ¡Hola! — musitó—. ¿Estás bien?

— ¿Qué haces tú aquí? — farfulló ella—. ¿Qué diablos ha ocurrido, y quién es ese hombre?

— Lo mejor será que te aclare, que sospecho que ese hombre es «Rómulo Cardenal», y que estoy aquí para detenerle.

— ¿Rómulo Cardenal? — se asombró Laila Goutreau al tiempo que se ponía en pie y permitía que él le cubriera con el abrigo—. ¿Ése? ¡Tú estás loco!

— Es posible — admitió Adrián Fonseca—. Pero de momento todo coincide: estatura, constitución, peso, color de los ojos, cicatrices de una reciente operación de cirugía estética, y la documentación de un millonario griego asesinado.

— ¡No es posible…! ¿Volvió a…?

El otro asintió convencido:

— Volvió a intentarlo. ¿Qué otro remedio le quedaba si tiene a todas las Policías del mundo en los talones? — Se dirigió ahora al rubicundo inspector francés que estaba estudiando el contenido de un pequeño maletín que había descubierto en el fondo de un armario—. ¿Algo interesante, comisario?

— Órdenes bancarias por valor de cientos de millones, varios pasaportes falsos, y una libreta en castellano, que aunque me da la impresión de que está en clave, podrá aclararnos muchas cosas… — Señaló al hombre que parecía a punto ya de recuperar la conciencia—. Será mejor que lo ponga a buen recaudo cuanto antes — añadió—. Debe haber docenas de personas que preferirían verlo muerto que en condiciones de ser interrogado… — Hizo un inequívoco gesto a dos de los «gorilas» de su fuerza de choque que alzaron por los sobacos al prisionero como si se tratara de un pelele y se llevó la mano a la frente en gesto de saludo—. Le espero mañana en mi despacho… ¡Señorita!

Se encaminó a la puerta con el maletín en la mano y tan sólo se volvió cuando el mallorquín le advirtió seriamente:

— Recuerde que Pablo Roldan es capaz de cualquier cosa con tal de que no le manden a los Estados Unidos y pasarse el resto de la vida en prisión.

— ¡Descuide! — fue la segura respuesta—. Por lo que a nosotros respecta, se lo pasará.

Salió, encajó como pudo la puerta a sus espaldas y emprendió la marcha en pos de sus hombres que se alejaban por el largo pasillo repleto de alarmados huéspedes curiosos.

— ¿Se puede saber qué diablos significa todo esto? — quiso saber en esos momentos una argelina que parecía morder las palabras de furia—. ¿Qué haces en París, y por qué cono estoy metida en un lío que casi me cuesta la vida?

— No es fácil de explicar.

— ¡Inténtalo!

— Te vas a enfadar — le hizo notar Fonseca con naturalidad.

— ¿Enfadar? — se asombró ella—. ¡Imposible! Ya estoy todo lo furiosa, indignada, cabreada, encabronada, pisoteada, asustada y humillada que pueda estar un ser humano, o sea que cuanto me digas me va a dar igual. ¡Repito…! ¿Por qué cono estoy metida en este lío?

— Porque imaginé que un hombre que te ha conocido, tendría necesidad de volver a verte.

— ¿Lo dices por experiencia?

— ¡Naturalmente! — fue la honrada respuesta—. ¿O es que no te habías dado cuenta de que estoy loco por ti?

— ¿Loco por mí? — repitió Laila Goutreau estupefacta—. Casi te supliqué que te casaras conmigo, lo único que hiciste fue dejar que siguiera puteando, y ni siquiera tuviste el detalle de llamarme.

Adrián Fonseca, que se había servido una generosa ración de caviar en una tostada, la devoró con ansia para llenarse a continuación una copa de champagne.

— Admito que es lo más doloroso que me he visto obligado a hacer en mi vida — replicó—. ¡Dios, qué hambre tengo! No he probado bocado en todo el día. — Apuró la copa—. Pero no me quedaba otro remedio si pretendía atrapar a ese canalla.

— O sea, ¿que me has estado utilizando como cebo? — Él asintió con un gesto de la cabeza mientras mordisqueaba una nueva tostada—. ¿Pretendes insinuar que todo este tiempo has estado consintiendo en que me acostara con un montón de tipos con el único fin de detener a un miserable delincuente?

El policía se limpió unos granos de caviar que le habían quedado en la comisura de los labios, y negó con firmeza:

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