El policía mallorquín le había hablado largamente de lo que constituía en aquellos momentos el complejo negocio de la droga, y hasta qué punto ésta se estaba convirtiendo en la fuerza oculta que movía los hilos de la política mundial, y a Laila Goutreau le asombró descubrir qué ingente cantidad de respetados líderes no habían dudado a la hora de enfangarse en un negocio que hipócritamente denostaban en público pese a que estaba claro que en los últimos veinte años la mayoría tan sólo danzaban al son de dos únicas melodías: la droga y el petróleo.
— La historia nos enseña que los ingleses provocaron una guerra para obligar a los chinos a consumir opio — había señalado seriamente Adrián Fonseca—. Y la historia futura nos enseñará que, en las postrimerías del siglo XX, la Humanidad vivió esclava de dos únicos productos: el petróleo que mueve sus máquinas, y la droga que mueve sus cansados espíritus. Si alguien no lo remedia, llegará un momento en que no habrá más Dios que la coca.
El otoño caía sobre París y la mayoría de las tardes llovía mansamente. Era un tiempo de reflexión y de nostalgia; tiempo de hacer balance y plantearse con honradez el alcance de triunfos y fracasos, y la argelina era lo suficientemente honesta consigo misma como para comprender que abundaban más las derrotas que las victorias a la hora de hacer anotaciones en su particular libro de cuentas.
Aún podía mirarse al espejo y descubrirse hermosa; más mujer, más hecha y más a punto, pero aquella luz de ilusión que antaño inundaba sus ojos comenzaba a dar paso a una fría opacidad decepcionada, pues los años pasaban y su mayor logro se centraba en haber conseguido cobrar por una sola noche de «amor» lo que nadie cobrara anteriormente.
«Rómulo Cardenal» había constituido quizá su última esperanza de convertirse en mantenida de lujo permanente, y Adrián Fonseca el fallido sueño de olvidar el pasado y transformarse en una sencilla ama de casa, pero una y otra oportunidad habían pasado junto a ella sin detenerse, y a menudo se preguntaba las razones de tan rotundo fracaso.
Con respecto al escurridizo «venezolano» la cosa estaba en cierto modo justificada, puesto que había tenido que poner pies en polvorosa cuando más entusiasmado parecía y a nadie podía culparse de tal fuga, pero la argelina aún se preguntaba con frecuencia en qué se equivocó para que el policía adoptase una actitud tan indiferente en el último momento.
Tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo gustaba, y le constaba que al desgarbado inspector mallorquín lo había vuelto loco, pero algo falló sin razón lógica alguna, y continuamente se preguntaba qué pudo ser.
Su última charla había tenido lugar en el palomar de la azotea, donde él solía refugiarse a meditar cuando algún problema le inquietaba, y fue por tanto allí donde Laila no dudó en preguntarle si podría darse el caso de que llegara un momento en que consiguiese olvidar su pasado para considerarla una mujer «normal.»
— Con pasado o sin pasado, tú nunca podrás ser una mujer «normal» — fue la humorística respuesta—. Las mujeres normales no suelen tener ese cuerpo, ni esos ojos.
— No es a eso a lo que me estoy refiriendo — protestó ella—. Lo que quiero saber es si en caso de que cambiara de vida, se te pasaría por la cabeza la idea de casarte conmigo.
— Se me ha pasado un millón de veces.
— ¿Y…?
— No puedo hacerlo.
Nada le dolió nunca tanto a la argelina como aquella respuesta, simple y directa. Nada; ni aun el hecho de descubrir que la habían abandonado en un puerto extranjero, ni el saber que el único hombre que había amado regresaba a Montreal con su familia.
— ¿Por qué? — quiso saber.
— Digamos que por razones «muy especiales».
— ¿Relacionadas con mi oficio?
— En cierto modo.
Por unos instantes la muchacha había dudado entre enfurecerse o echarse a llorar, pero al fin había conseguido reunir la suficiente entereza como para comentar con aparente calma y voz pausada:
— Llegué a pensar que eras otro tipo de hombre: más caritativo o, quizá sería mejor decir, más «comprensivo», pero al menos debo reconocer que eres sincero, y aunque no puedo negar que me has decepcionado, entiendo tus razones. Espero que la próxima vez que conozcas a una mujer que te interese, tengas más suerte.
No volvieron a verse; no volvieron a mantener contacto alguno pese a que habían transcurrido ya tres largos meses, y en todo ese tiempo Laila Goutreau no había podido dejar pasar un solo día sin sentirse avergonzada por el hecho de que la única vez que le pidió a un hombre algo que no fuera dinero, se lo hubieran negado de forma tan rotunda.
Sabía que podía haber sido feliz con Adrián Fonseca, y que habría aprendido a convertirse en una esposa de la que cualquier hombre tendría motivos para sentirse orgulloso, e incluso sus vanos intentos de los primeros días de rehacer su vida y no volver a prostituirse estaban inspirados en el hecho de que tal vez el policía recapacitase y viniera a buscarla encontrándola convertida en otra clase de persona.
Pero a partir de aquella tarde en el palomar no había recibido ni tan siquiera una postal o una llamada, y comenzaba a perder toda esperanza de abandonar por algo que valiera la pena el viejo oficio.
Poco más tarde Marc Cotrell volvió a la carga ofreciéndole «clientes» muy selectos que pagaban espléndidamente y por adelantado, llegó a la conclusión de que no valía la pena seguir pasando apuros tontamente, y permitió que sus fotografías volvieran a un «circuito» del que se había hecho la firme promesa de alejarse.
Tal como ella misma aseguraba, tan sólo existían dos tipos de prostitutas: las que estaban en activo y las que ya se habían retirado, y al parecer aún no le había llegado el momento de retirarse dignamente u obligada por la fuerza de los años.
Seguía lloviendo en los atardeceres parisinos, y jamás se le antojó tan triste aquella ciudad rebosante de gente apresurada.
Algunos días iba al cine; otros daba un largo paseo sin destino aparente y sin prestar la más mínima atención a cuantos la piropeaban, con la altivez propia de las putas de lujo en horas de asueto, que tan sólo buscan que las dejen en paz aquellos que saben bien que nunca podrán abonar sus tarifas.
Trabajaba muy poco, pues fiel a su promesa o temiendo perderla, Marc Cotrell tan sólo le ofrecía «servicios» muy bien remunerados que no exigían el esfuerzo de asistir a una cena, una estúpida charla, o largas horas de bailar y emborracharse en discotecas.
Una noche de principios de octubre se sorprendió a sí misma marcando un número de Palma de Mallorca, pero se arrepintió antes de que la voz del policía respondiera al otro lado, y se maldijo por haber cedido un solo instante a semejante impulso. Al fin y al cabo, Adrián Fonseca no era más que un pobre hombre que vivía aferrado al recuerdo de un cadáver, y que no había sido capaz de aprovechar la oportunidad que el destino le había puesto al alcance de la mano.
Pasaron, interminables, dos semanas.
Luego, una noche, estando ya en la cama, casi a punto de dormirse vencida por uno de aquellos interminables coloquios pseudo intelectuales a que tan aficionada solía ser la televisión francesa, sonó el teléfono y la voz de Marc Cotrell le anunció que «un cliente muy especial» solicitaba sus servicios.
— ¿A esas horas, y lloviendo a cántaros? — se horrorizó—. ¡Tú estás loco!
— No son más que las diez, y no lo harás en la calle, sino en tu hotel de lujo predilecto — fue la irónica respuesta.
— ¡Pero ya estoy en la cama!
— Cuando vuelvas a meterte en ella serás sesenta mil francos más rica.
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