— Que a medida que la presión aumenta, los gases, y probablemente de igual modo la cocaína, se introducen en la sangre mucho más rápidamente. A diez metros, el doble; a treinta, el triple; a cincuenta el quíntuplo…
— ¿Y eso qué quiere decir…?
— Que cuanto más profunda estuviera la supuesta fuente, menos cantidad necesitarían para drogarse.
— ¡Carajo!
— ¡Carajo, en efecto! — repitió Max Lorenz, poco amigo de tales expresiones—. Una pequeña concentración de droga aspirada a sesenta o setenta metros de profundidad no surtiría un efecto inmediato en los peces que permanecieran allí, pero sí en cualquier cetáceo que en cuestión de minutos tuviera que ascender a la superficie a respirar. La brusca diferencia de presión le disolvería en la sangre tal cantidad de droga, que sería como si le hubiesen inyectado en vena una dosis letal. Un animal de tanto peso y vitalidad como un delfín conseguiría soportarlo, pero el efecto sería alucinante. Y a la larga, mortal.
— Creo que empiezo a comprender — reconoció el policía aunque se le veía aún muy poco seguro de haberlo captado—. ¿Tiene algo que ver con la «borrachera de las profundidades» y la descompresión de los buceadores?
— Sí y no — fue la desconcertante respuesta del austriaco—. Sí, en cuanto a que el efecto es similar y responde a unas causas en cierto modo parecidas. A grandes presiones una determinada sustancia penetra en el torrente sanguíneo y acaba afectando al cerebro, lo que conduce a esa supuesta «borrachera de las profundidades». Algunos buceadores incluso llegan a creer que pueden respirar bajo el agua, quitándose la boquilla y ahogándose. No, en cuanto a que se trate de un típico accidente de «descompresión» de los que provocan embolias por exceso de nitrógeno en la sangre, lo que deriva en parálisis e incluso la muerte.
— ¿Le importaría explicarme la diferencia?
— En el primer caso, la presión es la única culpable; en el segundo, interviene, sobre todo, una defectuosa «descompresión». — Max Lorenz se expresaba ahora del modo más sencillo posible, consciente de que se dirigía a un profano en la materia—. Cuando el buceador se sumerge respira aire comprimido que las botellas le van proporcionando por medio de un «regulador» que equilibra la presión de ese aire con la del agua según la profundidad a que se encuentra — añadió—. Llega un momento en que el nitrógeno que contiene el aire pasa al torrente sanguíneo y si en ese momento el buceador asciende con rapidez, forma burbujas que acaban por provocar la embolia. ¿Me sigue hasta aquí?
— Le sigo.
— Para evitarlo, se hace necesario subir haciendo unas determinadas paradas para conseguir que el nitrógeno no forme burbujas, sino que se elimine normalmente. Es lo que vulgarmente se llama «descompresión».
— Entiendo.
— Si se respetan las normas marcadas por una serie de tablas que tienen en cuenta el tiempo que se ha permanecido a una determinada profundidad, no existe problema alguno.
— Está muy claro, pero no creo que los delfines respeten esas normas — le hizo notar el policía—. Suben y bajan como locos.
— ¡Lógico! No tienen por qué hacerlo, puesto que respiran aire en la superficie, a presión normal, y la proporción de nitrógeno es mínima.
— ¿Entonces…?
— Entonces se da el caso de que por primera vez absorben un elemento nuevo, en este caso cocaína, a grandes presiones, y como no respetan normas, ascienden a toda velocidad, no lo eliminan y eso les provoca, al parecer, una excesiva concentración en la sangre.
— ¡Diantre! En ese caso resultaría que no harían falta miles de toneladas de cocaína para conseguir ese resultado.
— ¡Desde luego! A sesenta u ochenta metros bastaría con unos cuantos cientos.
El inspector Adrián Fonseca comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación como una fiera enjaulada al tiempo que se golpeaba una y otra vez la frente con el puño como si pretendiera rompérsela.
— ¿Será posible? — exclamó—. ¿Será posible que todo este absurdo embrollo empiece a tener sentido? Hace dos meses el Departamento Antidroga Norteamericano detectó un gigantesco envío desde Colombia con destino al sur de Europa, pero la situación actual de desabastecimiento del mercado indica que aún no ha llegado… — Los miró con ojos alucinados—. ¿Y si estuviera aquí? — quiso saber—. ¿Y si ese maldito barco se hubiera hundido en nuestras costas…? — Consultó con gesto nervioso el reloj—. ¡Dios santo! — se lamentó—. ¡La una y cuarto! Confío en encontrar alguien de guardia en las oficinas de la INTERPOL.
La caprichosa bolita giraba y giraba seguida por docenas de ojos ansiosos, para ir a caer mansamente en el número veinte.
Un apático croupier cantó la jugada, al tiempo que comenzaba a retirar con ayuda del rastrillo el montón de fichas y placas que regaban la mesa, y Laila Goutreau sonrió al comprobar que le había correspondido un pequeño pleno.
A su lado Rómulo Cardenal ni se inmutó siquiera, consciente de que lo que acababa de perder no significaba nada frente a la fabulosa suma que había ganado ese mismo día por el simple hecho de encontrar un submarino que empezaba a dar por desaparecido junto a su valiosísima carga, y decidió por tanto cubrir como siempre el dos y el ocho con el máximo que permitían los reglamentos del Casino.
Cuando lo hubo hecho se dispuso a esperar la nueva jugada, pero alzó la mirada y por primera vez sus ojos mostraron una leve sorpresa al descubrir, al otro lado de la mesa, el aceitunado rostro de Guzmán Bocanegra.
Un buen observador hubiese llegado de inmediato a la conclusión de que aquella inesperada presencia le inquietaba, y que esa inquietud aumentó de forma notable cuando el otro le hizo un levísimo gesto con la cabeza para que le siguiera, dando media vuelta y perdiéndose de vista entre el numeroso público que llenaba las salas de juego.
El venezolano aguardó no obstante a que la nueva bola cayera en el número treinta y dos obligándole a perder una vez más y sólo entonces se inclinó sobre su acompañante, rogándole en voz baja:
— Continúa jugando mis números. Voy a salir un momento.
— ¿Te ocurre algo? — se alarmó Laila.
— Quiero tomar un poco de aire y hacer un par de llamadas. — La besó en las mejillas al tiempo que se ponía en pie—. No te preocupes.
Se alejó despacio, entró en el baño, se lavó las manos, y al salir procuró cerciorarse de que nadie reparaba en su presencia, para encaminarse con naturalidad hacia la puerta exterior y aguardar allí a que un negro automóvil se detuviese ante él.
Guzmán Bocanegra le hizo un gesto para que subiese, e inmediatamente arrancó perdiéndose en la noche.
— ¿Qué diablos ocurre? — quiso saber Rómulo Cadernal visiblemente molesto—. Te advertí que no deberían vernos juntos bajo ninguna circunstancia.
— Las cosas se han complicado — fue la áspera respuesta—. No me pareció prudente explicártelo por teléfono, y he preferido venir. — Hizo una corta pausa en la que por primera vez le miró abandonando la atención de la carretera—. Tengo un avión en el aeropuerto. ¡Nos vamos!
— ¿Y esas prisas? ¿Qué ha sucedido?
— No sé cómo, Barrantes averiguó que el muerto no eras tú, sino el pendejo al que le habíamos puesto tu cara. — Chasqueó la lengua con gesto de fastidio—. Ese jodido polizonte es muy listo y debió llegar a la conclusión de que el cirujano no podía ser otro que Paulo Duncan. Lo visitó en Río, pero por suerte tenía a una de mis chicas vigilándole y nos cargamos a Duncan cuando se dirigían a Nueva York.
— ¿Entonces? ¿Dónde está el problema?
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