Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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— ¿En qué sentido?

— En el que el tiburón es un animal voraz por excelencia que acostumbra a tragarse cualquier cosa. En las Canarias incluso han destrozado el cable de fibra óptica del nuevo tendido telefónico porque la vibración les atraía. Además, no suele ver muy bien en aguas turbias, por lo que cabría admitir que se hubiese tragado un paquete de cocaína caído de algún barco. Al disolver los jugos gástricos el material en que estuviera envuelto, la droga se le habría introducido en la sangre, enloqueciéndole y acabando por matarle.

— ¿Y por qué no puede haber ocurrido lo mismo con un delfín? — quiso saber César Brujas—. Se me antoja una explicación bastante plausible.

— Porque este tipo de delfín se alimenta casi exclusivamente de sargos, sepias y camarones. También le gustan lógicamente las sardinas, y puede aceptar otro tipo de peces, pero siempre que estén vivos y los conozca de antemano.

— Tal vez estaban hambrientos — puntualizó Adrián Fonseca, más por decir algo que por auténtico convencimiento.

El austriaco negó con un gesto de la mano:

No es el caso. Tenían el estómago repleto de sargos. En esta época del año ningún delfín pasa hambre en el Mediterráneo. Tal vez en pleno invierno, pero ahora no. — Era un hombre que sabía de lo que hablaba y los que le escuchaban así lo entendían—. Ni aun en la peor de las situaciones, con hambre de semanas, devoraría un delfín un objeto inanimado. — Negó de nuevo—. Un tiburón, sí. Un delfín, nunca.

— También aseguró en su momento que «nunca» atacarían a un ser humano, y ya ve — le hizo notar el policía sin ánimo de polemizar—. Si falla una teoría, pueden fallar todas.

— En efecto — admitió el otro con humildad—. Pero falló por una causa que ahora conocemos: la droga que todo lo transforma. Pero antes de drogarse no existía razón para tal cambio.

— Alguna habrá — puntualizó Adrián Fonseca que tampoco parecía desear llevar el tema al campo de la discusión personal, consciente como estaba de que si llegaba a alguna conclusión razonable era únicamente gracias a los Lorenz—. Y por lo que estoy viendo — añadió—, la cuestión se centra en la forma en que se drogaron. — Alzó la mano abriendo los dedos a medida que mencionaba las hipótesis—. Que yo sepa tan sólo existen tres formas de hacerlo: ingiriéndola, inyectándosela y «snifándola». — Sonrió sin ganas—. Existe una cuarta: fumándosela tipo «crack», pero ésa la desecho, y si me demuestran lo contrario me tiro de cabeza al mar.

— A mi modo de ver, la primera forma se me antoja improbable — argumentó el científico.

— ¿Y la segunda?

— Veo difícil que un delfín se inyecte o que alguien pierda su tiempo en hacerlo.

— Nos queda por tanto la tercera: «snifándola», o lo que es lo mismo en este caso, aspirándola disuelta en agua.

— Ya lo he pensado — admitió el austriaco—. Pero para que resultase factible tendría que darse la circunstancia de que hubiesen sido encerrados en una pequeña piscina en cuyas aguas se hubieran disuelto por lo menos cincuenta kilos de cocaína.

Los cuatro se miraron. Las condiciones expuestas resultaban tan poco probables, que casi no merecía la pena hacer comentario alguno, lo cual les devolvía a los orígenes de un problema que cada vez se les antojaba más enrevesado.

— La verdad es que no me vendría mal una «rayita» de coca para despejarme las ideas — admitió el policía—. Aquí me gustaría ver al inspector Maigret, Hércules Poirot, e incluso al mismísimo Sherlock Holmes. Si alguien me sale con aquello de «elemental, querido Watson» le arreo un guantazo.

— Pues en cierta forma a mí se me antoja «elemental, querido Watson» — señaló César Brujas divertido—. Se me está ocurriendo una explicación muy sencilla.

— ¿Podríamos saberla?

— Naturalmente. Nuestros amigos encontraron una gran fuente de cocaína; quizás un alijo que los traficantes arrojaron al fondo con intención de recuperarlo más tarde, y que el agua disolvió. Ellos estaban allí, lo aspiraron y se drogaron.

— Suena lógico. — Adrián Fonseca parecía admitirlo con naturalidad, sin sorprenderse en exceso—. De hecho es lo primero en que se piensa, pero luego no puede uno por menos que calcular la cantidad de cocaína que tendría que haberse disuelto en el agua, y se ve en la obligación de rechazarlo. — Indicó con un leve ademán de la cabeza a Max Lorenz que permanecía en pie junto a la ventana contemplando absorto la luna que hacía su aparición sobre el mar—. Si como el profesor asegura, harían falta cincuenta kilos en una piscina pequeña, ¿cuántos serían necesarios en el mar?

— Toneladas, supongo.

— ¿Sólo toneladas?

— Miles de toneladas, más bien.

— ¿Entonces…? — La pregunta quedó flotando a la espera de una respuesta que no llegaba, y el policía pareció dar por concluido el tema—. Nunca se ha tenido noticias de un alijo de «miles de toneladas» de cocaína. De hecho, imagino que si la totalidad de la producción mundial se lanzase al mar, los «cetáceos»… — pareció reírse de sí mismo al haber conseguido acertar con la palabra justa— …ni siquiera notarían un ligero mareo. Mucho menos les provocaría tal concentración de cocaína en la sangre.

— Pero la tienen.

Adrián Fonseca se volvió a Claudia Lorenz que era quien había hecho semejante puntualización.

— Ustedes lo aseguran, y yo lo acepto — masculló como si fuera la verdad que más trabajo le había costado admitir en su vida—. Pero para mí eso constituye un misterio tan confuso como el de la Santísima Trinidad.

— Para mí también — corroboró Claudia—. ¿Qué piensa hacer ahora?

El otro se encogió de hombros.

— Seguir adelante, supongo — masculló—. En el fondo no puedo quejarme: en un principio tenía cuatro simples víctimas; luego unos improbables sospechosos; más tarde unos culpables absurdos, y por último unos móviles absolutamente paranoicos. ¡Está claro que progreso!

El austriaco se volvió para quedar sentado en el quicio de la ventana, tal como lo hiciera el propio Fonseca días antes. Durante los últimos minutos había permanecido en silencio, contemplando la luna sumido en una profunda concentración que parecía permitirle aislarse de cuanto le rodeaba, como si se hubiese refugiado en una campana de cristal.

— Y en verdad progresa… — musitó para ir alzando el tono de voz muy lentamente, medida que iba dando forma verbal a las ideas que le bullían en la cabeza. Todos progresamos por senderos paranoicos, pero que nos conducen de forma caprichosa hacia una respuesta lógica. — Quedó un instante con la vista clavada en la alfombra, y sin alzar los ojos, añadió—: Hasta este momento hemos estado dándole vueltas a la astronómica cantidad de cocaína que se necesitaría para que un delfín alcanzase tal grado de concentración en la sangre. — Los miró ahora casi retadoramente—. Pero lo hemos estado calculando según una disolución normal y a presión normal… ¡Estúpido de mí!

— ¡Cielos! — exclamó su hija captando lo que pretendía decir—. ¡Presión normal!

— ¡Puede que ahí esté la solución! — César Brujas había dado a su vez un salto—. ¡Y no es presión normal!

— ¡ Naturalmente!

— ¿Me quiere explicar alguien de qué diablos están hablando…? — suplicó Adrián Fonseca—. No entiendo nada.

— Es muy sencillo — aclaró el científico—. En el mar, por cada diez metros de profundidad, la presión aumenta una atmósfera…

— Bueno; eso ya lo sabía — reconoció el inspector—. Lo estudié en el bachillerato. ¿Pero qué tiene que ver con el problema?

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