Alberto Vázquez Figueroa - Delfines

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Esta es una de las novelas más apasionantes de Vázquez-Figueroa. Ambientada en el mundo submarino, narra una historia sorprendente que, como han demostrado los acontecimientos, adquiere súbita vigencia hoy en día y se convierte en un nuevo vaticinio acertado de un autor que, como pocos, ha sabido prever el futuro en muchos de sus libros. En este caso se trata del turbio mundo de los traficantes de droga, quienes, acosados por las autoridades, se procuran medios cada vez más insólitos como la utilización de submarinos. Naturalmente, estos siniestros mercaderes de la muerte no tienen en cuenta las terribles consecuencias que ello depara en el comportamiento de los delfines…

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El adulto vivía allá arriba, y el mocoso al ras del suelo, pero no parecía que fuese tan sólo un metro escaso lo que les separaba, sino más bien un edificio de cuarenta pisos mayor que el Tequendama.

Y fue allí, en los jardines al pie del Tequendama, cuando decidieron unir sus fuerzas contra el enemigo común, porque acababan de descubrir que así como los pequeños se mostraban casi siempre solidarios, compartiendo sus alegrías y desgracias, los adultos parecían vivir solos.

Diez o doce niños formaban una fuerza terrorífica para hombres y mujeres que no sabían cómo reaccionar cuando les caían encima como una manada de lobos, y Ramiro Castreje descubrió muy pronto que bastaba con acosar a un transeúnte para que el resto se escabullera abandonándolo a su suerte, con lo que el elegido optaba por vaciar de inmediato sus bolsillos suplicando, con lágrimas en los ojos, que no le hicieran daño.

Aquello era mejor que pasar hambre.

Más gratificante, más lógico, y también más divertido.

Si los habían traído al mundo para olvidarlos luego como objetos inservibles, se le antojó más justo exigir que se les permitiese al menos comer y no morirse de frío, que mendigar unas migajas que jamás recibían.

Ni Ramiro, ni Serafín, ni Rufa, ni Carmelo, ni aun la catira Catalina Cuatrobocas, que ya a los diez años se ganaba unos pesos chupándosela a los taxistas, tenían la culpa de que hombres y mujeres no pareciesen pensar más que en revolcarse juntos sin tomar precauciones, para dejar luego en la calle a tanto niño indefenso que la mayor parte de las veces no conseguía superar los quince años de angustias y miserias.

Ramiro Castreje nunca aprendió a leer, pero una vez oyó en la radio que siete de cada diez criaturas nacidas en su país carecían de padres reconocidos, y de que de esos siete por lo menos tres vivían en las calles.

¿Por qué se lamentaban tanto entonces, cuando una vez al año les despojaban de los escasos pesos que llevaban encima?

Aquello no debía significar, al fin y al cabo, más que una mínima parte de lo que hubieran tenido que pagar si hubieran decidido hacer frente a sus obligaciones.

Luego, un atardecer, a un pendejo encorbatado se le ocurrió la nefasta idea de oponer resistencia defendiéndose a patadas con lo que le rompió tres dientes a Carmelo, y cuando Ramiro Castreje vio a su compañero de mil noches de miedos sangrando como un cerdo, abrió la navaja y le rajó el nudo de la corbata al mal nacido.

Quedó tendido sobre la acera, pataleando ahora en los estertores de la muerte, y a Ramiro Castreje aún le resonaba en los oídos el gorgojeo de la sangre al manar inconteniblemente, y el asombrado silencio con que sus compañeros observaban impasibles qué frágiles llegaban a ser los temidos adultos.

Bastaba una navaja y un poco de coraje.

Y doce años de dormir al relente con las tripas vacías acostumbran a dar mucho coraje.

Al cumplir los catorce, Ramiro había librado al mundo de cuatro adultos más, se había ganado justa fama de valiente, tenía un chaquetón de cuero, una chabola propia y dos pares de zapatos.

Y por si fuera poco, era el chico predilecto de Catalina Cuatrobocas.

Probablemente aún no tendría los quince cuando al fin le ofrecieron su primer trabajo digno y bien pagado.

Pidió «prestada» la caja a un limpiabotas, entró en un bar, se sentó ante un tipo gordo y calvo, le pulió el primer zapato y cuando el otro desplegó por completo El Espectador estableciendo entre ambos un impenetrable muro de papel, sacó de la caja una gruesa pistola y le vació el cargador en la entrepierna tumbándole de espaldas.

¡Ni Dios dijo ni pío!

Abandonó el local sin prisa alguna y se plantó en la esquina a comprobar que la Policía tardaba casi media hora en hacer acto de presencia.

¡Resultaba tan fácil!

Aceptó más encargos, y a los seis meses se trasladó a vivir a una mansión de las afueras compartiendo largas horas de ocio con una docena de muchachos, varias putas muy jóvenes, y toda la «coca» y el alcohol que pudiera soñarse.

¡Aquello sí era vida!

Por primera vez los adultos mostraban interés por su persona.

A cambio tan sólo le exigían fidelidad, absoluto silencio, y el firme juramento de cumplir cualquier misión por difícil que fuese.

Romper tal juramento acarreaba la más terrible de las ejecuciones a manos de sus propios compañeros, y conociéndolos, Ramiro Castreje abrigaba la absoluta seguridad de que sabrían cumplir lo prometido.

Así pasaron dos años.

Y valieron la pena.

Por término medio cada tres meses cumplía una misión de poco riesgo, sin que jamás le preocupara saber a quién mataba ni por qué.

Seguían siendo adultos.

A los adultos tan sólo les interesaba asesinar a los adultos.

Los pequeños ya se encargaban de morirse por sí solos, y a Ramiro Castreje le divertía que sus enemigos de siempre le pagaran por aniquilarse mutuamente.

En el fondo sabía que por el camino que llevaba tenía pocas posibilidades de llegar a ser adulto.

Luego, un hombrecillo al que tan sólo conocían por el Flaco, entró en la sala de juegos para comunicarles que se había presentado una situación difícil — «extrema»— y todos tenían plenamente asumido lo que tal definición significaba.

No le tembló la mano al hacer rodar la bola sobre el tapete verde.

Ni le inmutó saber que había perdido.

Así estaban las cosas.

Así estuvieron siempre.

Así tenía que ser desde aquella lejana noche en que su madre no volvió a la chabola y él descendió a la ciudad bajo la lluvia.

Al fin y al cabo, tampoco tenía maldito interés en ser adulto.

Se puso en pie muy lentamente, y recorrió el largo pasillo sin reparar apenas en los restantes pasajeros que tampoco parecieron reparar en su presencia.

Entró en el baño, orinó sin prisas, buscó en el fondo de la caja de toallas de papel y encontró el arma prometida.

La guardó en el amplio bolsillo de su viejo chaquetón, salió despacio y se encaminó a su asiento, pero a mitad de camino se volvió bruscamente, se encaró a un hombre muy tostado por el sol que hojeaba una revista y le voló los sesos.

Luego, dejó caer el arma y se quedó muy quieto esperando la reacción del comisario Barrantes y tres de sus matones, que le vaciaron en el vientre siete balas.

Tumbado de espaldas en mitad del pasillo, agonizante, Ramiro Castreje tuvo la extraña impresión de que en el interior de un avión los adultos eran aún mucho más altos.

A primera vista podría pensarse que no había nadie en el interior de la inmensa nave, pero una observación más detallada permitió a Claudia Lorenz descubrir la figura de César Brujas arrodillado sobre la cubierta del Ebony Tercero, afanado en la tarea de cubrir de cera los pequeños huecos que habían dejado las cabezas de una serie de tornillos de bronce que afirmaban la tablazón al casco.

Se aproximó sin ser vista, y le observó largo rato, inmerso en su trabajo y sumido al parecer en pensamientos que le mantenían muy lejos de allí, y que tenían la virtud de marcar profundas arrugas en su frente.

— ¿Te preocupa algo?

Él dejó a un lado la lata de cera y la espátula, para tomar asiento y volverse forzando una sonrisa que no parecía convincente.

— ¿Tanto me conoces en tan poco tiempo? — quiso saber.

— No hace falta conocerte para comprender que si estás trabajando un sábado por la tarde en una tarea que no debe ser la tuya con aspecto de encontrarte a mil kilómetros de distancia, es porque algo te preocupa.

— Me gusta hacer este tipo de cosas.

— No lo dudo — admitió la muchacha—. Pero hace tres días que no sabemos nada de ti. — Se interrumpió en una significativa pausa—. Y no creo que lo haya hecho tan mal como para merecer este trato.

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